La calle estaba oscura, helada y casi vacía. Desde la otra esquina provenía la única fuente de luz en varias cuadras alrededor. Roja, amarilla, tenue y constante, dos hombres alrededor de ella agitaban las manos para ofrecerles sus palmas al fuego que provenía de un tanque de agua.
Los pies de Cárdenas ya no sentían nada. Un paso más o un paso menos ya no le hacían diferencia. Caminó los escasos metros de una esquina hasta la otra con el sentido común entumecido hasta el abrigo del fuego que salía del tanque. Había lugar para otro más. A los dos que ya estaban se los veía tranquilos, pendientes de las llamas y de nada más. Sólo se movían para recoger pedazos cada vez más pequeños de cartón que había en el piso para alimentar el fuego. Cárdenas observó el resto de la cuadra estrecha y empedrada en la que estaba mientras los ojos se le acostumbraban a la oscuridad. Notó que había un tercero refugiado entre sus piernas, silencioso y cabizbajo sin cartón. Los dedos del pie se le salían un poco de las zapatillas. Con las manos desnudas intentaban cubrir los antebrazos y con el mentón su pecho. Se acercó hasta él, pensó en darle su abrigo pero enseguida se arrepintió. Del bolsillo izquierdo interno sacó un manojo de billetes que le ofreció con el puño cerrado. El otro no le respondió.
-Che, tomá –le dijo en cuclillas al joven que no pasaría de los veinte años.
Tampoco hubo respuesta.
-Comprate algo caliente, dale.
-No se lo va a aceptar. Déjelo y márchese –le dijo desde atrás uno de los hombres que seguía calentándose frente al tanque.
Cárdenas se levantó y caminó de vuelta hasta ellos con el dinero en el puño derecho.
-Oiga, este pibe está muerto de frío ¿Por qué no se acerca al fuego?
Las llamas comenzaban a escasear.
-Déjelo, ya le dije.
-Está listo para morir –dijo el otro que los acompañaba- como el resto de nosotros. Acá nadie le va a aceptar nada eso.
-Sólo quería ayudar, ¿no le parece injusto que pudiendo calentarse un rato prefiera estar ahí tirado muerto de frío?
-Él no quiso compartir su cartón con nosotros cuando tuvo la oportunidad.
Los dos hombres no volvieron a hablarle. Cárdenas miró hacia donde estaba el joven. Levantó el puño sobre las llamas y dejó caer el dinero.
-Por mí y por él.
Dio la vuelta y regresó por donde había venido. Detrás, el joven moribundo se levantó para reunirse alrededor del fuego.
La caminata lo fue llevando a una zona más iluminada pero no más feliz. Levantó la mirada frente al fulgor de una de las pocas fondas que quedaban en la ciudad a tan sólo un par de cuadras del estadio de Midfields para tomar algo. El lugar era uno de los pocos que resistían el paso del tiempo en Buenos Aires. Esa modernización que reclamaban todos los bares para estar a la moda sirviendo tragos de medio pelo a mil pesos con una música intragable que no permite hablar. El Húsar rezaba el dintel de la puerta de vidrio. En la barra atendía Pablo, dueño, cocinero, mozo y cajero que no dejaba de usar el saco con guantes blancos combinado con pantalón y zapatos negros. Pablo había emigrado del Uruguay a fines de los setenta soñando con tener su propio bar en Buenos Aires que se destacara por la elegancia. Los primeros años del bar pasaron sin mucho que destacar. Al poco tiempo el socio de Pablo se esfumó con lo que había en la caja y el lugar fue sufriendo concesiones que parecían alargarle la vida pero no mejorar su condición. Terminó siendo uno de los puntos de reunión de varios hinchas de Midfields y desde hacía algunos años, la barra lo visitaba todas las semanas en su ruta de recolección.
Cárdenas entró sin reconocer a nadie en un salón el cual él recordaba un poco más grande con algo más de diez mesas y algunas sillas. Ocupó uno de los tres bancos frente a la barra.
-Qué hacés, Pablo.
-Ernestito, ¿cómo te va? –le dijo alargando las vocales.
Cárdenas amagó con pedirle una vez más que no le llamara así pero se contuvo, mitad porque no tenía ganas de hacer charla casual y mitad porque quería evitar el eterno recordatorio de él siendo chico entrando al lugar de la mano de su padre.
-¿Venís por una ginebra para aguantar el frío?
-Un whisky doble con un hielo va a estar bien.
-¿Nacional?
-J&B.
-¿Cenaste? Te preparo un refuerzo.
-No tengo hambre.
De fondo sonaba alguna melodía del Uruguay. Aprovechando la onda corta, el dueño dejaba fijo el dial en Radio El Espectador.
-Tomá pibe, whisky doble y un refuerzo.
-Te dije que no quería…
Era inútil.
Mientras pasaba el trago, Cárdenas intentaba distraerse con las imágenes de la televisión que se proyectaban sin volumen. Asesinatos, robos, secuestros, corrupción de funcionarios públicos, inseguridad y nadie en cana. Eso sí que era entretenimiento, pensó. Se tentó y le dio una mordida al sánguche esperando que estuviera seco, sin embargo era bastante fresco.
-¿Cómo está la cosa por el barrio?
-Bien, ahora que ya terminó el tema de la promoción, están todos contentos.
-¿No pasa nada entonces?
-No, querido ¿Qué va a pasar?
-Dale, Pablo. No estoy acá como policía. Quiero saber si estás bien, nada más.
-Yo bien.
-¿Y el barrio?
-También. No te digo que estamos todos contentos con la permanencia.
-¿Y del pibe que mataron en el club? ¿Qué me contás de eso?
-Yo no sé nada, si no sale en Montevideo, no me entero –dijo señalando la radio.
-Está bien ¿Cuánto te debo?
-Epa ¿Ya te vas?
Cárdenas sacó unos pesos que, según creyó, cubrirían el sánguche y el whisky que apenas si tocó. Detrás de él la puerta se abrió y cuatro perros guardianes entraron escoltando al Bulle Zelaya, el más viejo de la facción oficial de la barra, que respondía al Bebu Velasco. Dos de ellos enfilaron derecho hacia la barra y se quedaron a derecha e izquierda de Cárdenas. El resto se sentó detrás de él con Zelaya dándole la espalda. Pablo se acercó hasta la mesa llevando una bandeja con vasos, una botella de litro de fernet y varias de Coca-Cola. Las destapó y desapareció tras la cortina frente al mostrador. Cárdenas volvió a su sánguche sin mirar el televisor, al Bulle, o a los perros guardianes que estaban al lado suyo.
A Zelaya le sirvieron primero y luego la ronda continuó. Todos esperaron a tener sus vasos colmados para brindar y recién ahí tomaron largos tragos que algunos terminaron de un sorbo. El Bulle sirvió de nuevo y volvieron a brindar, esta vez entre carcajadas y gritos que por cómo estaba la calle a esa hora, se escucharían a un par de cuadras de distancia. Luego, empezaron a cantar canciones de Midfields que más tenían que ver con la hinchada que con el equipo o el juego.
Cárdenas terminó su sánguche y tomó un sorbo de lo que quedaba de whisky.
-A ver si bajan un poco el volumen –les gritó sin despegar el codo del mostrador.
El Bulle se dio vuelta, lo miró y sonrió.
-Muchachos, por favor. Bajen el volumen que el señor se molesta.
Toda la mesa estalló en carcajadas. Pablo reapareció detrás del mostrador en estado de alerta, como siempre cada vez que aparecían los muchachos, sólo que esta vez la cosa era distinta. No esperaba que un policía interviniera en su favor.
-Que al pedo que estás, vos y los perros falderos con los que andas.
El Bulle se rio un poco más y luego contestó.
-¿Perros? Para mí que la cana te está haciendo mal, pibito. Antes tirabas una o dos puteadas como hombre por partido –siguió riendo.
-Será que no estoy tan al pedo como vos, Bulle ¿Qué hacés por acá? ¿Viniste a chorearle de nuevo al yorugua?
Pablo le tocó el hombro a Cárdenas para que no dijera nada más.
-No, para nada –respondió el Bulle sarcástico- Yo no le robo a nadie. Yo cobro un servicio –dijo más serio- ¿Me entendés? Y acá el que paga está seguro, ¿o no, uruguayo? –miró a Pablo que contestó asintiendo nerviosamente con la cabeza- Lamento que no pueda decir lo mismo… oficial.
Cárdenas hizo una pausa de escasos segundos que se sintieron eternos. No necesitaba reflexionar cuál sería su respuesta, sólo quería hacer un silencio con fines dramáticos para que se sintiera bien la estocada mientras el Bulle y su grupo se miraban sintiéndose superiores.
-¿Y con el Hueso qué pasó? ¿Se retrasó en un pago y no le quisiste dar una moratoria?
La sonrisa en el rostro del Bulle se esfumó enseguida. Chasqueó los dedos y sus perros asesinos volvieron hacia él. Recién ahí se levantó para acercarse despacio pero con vehemencia.
-¿Qué querés? ¿No sabés que no podés entrar más acá?
-No, no sabía ¿Me pregunto por qué?
-La cosa no está como para que un botón traidor como vos esté acá.
-A mí me parece todo lo contrario. Bajan a uno, otro que desaparece.
El Bulle resistió con dificultad las ganas de tomarlo del cuello y partírselo. Atrás, los perros rabiosos difícilmente podían contenerse en su lugar.
-¿Quién mató al Hueso?
-No sé. Yo no estaba ese día.
-Dale, Zelaya ¿A quién viste ahí que no querés entregar? ¿O te lo estás guardando para vos, eh? ¿Alguna suerte de venganza personal?
La única respuesta que recibió fue la cara del Bulle que se arrugaba cada vez más mientras los ojos se le hinchaban de odio. Cárdenas se arqueó hacia adelante para hablarle en voz baja.
-Tarde o temprano se va a saber lo que pasó. Es mejor que hables conmigo antes de que te llamen de Tribunales.
-¿O sino qué? ¿Me vas a arrestar? No tenés nada, pendejo. Rajá de acá antes de que te pase algo.
Cárdenas se echó hacia atrás, respiró profundamente, palmó los pesos que había dejado en la barra y se levantó.
– Se les está yendo la cosa de las manos más rápido de lo que creen. Lo mejor que podés hacer es cooperar. Sabés donde encontrarme –le dijo mientras lo flanqueaba camino a la puerta.
-No te metás en donde no te llaman, flaco. Esta no es tu guerra.
-Ahí es donde te equivocás, campeón –le respondió sin mirar atrás.
Afuera la temperatura había bajado dos o tres grados más. Estacionados sobre la vereda había dos autos negros importados con los vidrios polarizados. Cárdenas pasó por al lado y le dejó su tarjeta contra el parabrisas. Caminó apurado hasta la próxima avenida y tomó un taxi rumbo a su casa en Bollini.
En el hall de la planta baja el portero estaba despierto, para variar, sentado en el escritorio frente a un televisor portátil.
-¿Así que volvieron? –le dijo enarcando las cejas.
-Nunca nos fuimos.
-¿Pensé que habían terminado hace un montón?
-¿De qué hablás? –le dijo Cárdenas llamando al ascensor. No estaba para charlas de ocasión a esa hora.
-De tu novia con la que andabas. La rubia.
-¿De qué hablás, Patricio?
-Que la vi justo hoy por acá, pensé que había venido a buscarte.
-Amanda está muerta –le dijo cerrando la puerta del ascensor tan fuerte como para que se oyera desde la terraza del edificio.
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