Mi mente vaga por un amasijo de recuerdos que dejan en mis pupilas un regusto a sangre seca, al hierro que oxida la barandilla del colegio y que pasa desapercibida al roce de un centenar de manos que han hecho del tacto un sentido abúlico. Frente a mis ojos se despliegan kilómetros de yerma tierra que se deforman ante la combadura del cristal, confiriéndole al horizonte el aspecto de un decorado de bajo presupuesto. El tren en el que estoy se convierte así en simple atrezo, cabalgando a un millar de metros por segundo rumbo a ninguna parte. Siento que retrocedo pese a ir en favor de la marcha. Ocupo la esquina del cuadrilátero con la frente pegada al cristal, mientras mis pies recaen en el asiento delantero, con la esperanza de que la reprimenda por parte del revisor me haga sentir viva, visible, acompañada, aunque el antónimo de sola no sea «acompañada». Mirando las cabezas que sobresalen de los asientos a lo largo de todo el vagón, la estampa es más bien un oxímoron. La reprimenda nunca llega, ni siquiera la mirada de soslayo de un viejecito arrugado y enjuto que reclame la probidad de mi saber estar. Me siento tan sola que a veces creo haber muerto y ser un fantasma que nadie se atreve a mirar, como aquel día que llegué a clase con los ojos morados. Pensaba que saltarían todas las alarmas, que los semáforos se quedarían colgados en el rojo y que las puertas no se abrirían hasta encontrar una explicación, pero nadie se detuvo, ni siquiera yo. Seguí arrastrando los pies por las baldosas del instituto entre clase y clase. ¿Eran baldosas o suelo de gres? Mi mente confunde con ahínco las formas, los colores y los hedores encerrados entre aquellas paredes de ladrillo visto, para que deje de ver. Pero si cierro los ojos el miedo me carcome y temo despertar a todo el vagón con un gañido incontrolable.
De pequeña fantaseaba con una casa cerca del mar, donde la humedad erizase el cabello de mi madre hasta devolverle su forma original, esa que había perdido a base de productos abrasivos para dejar el cabello lacio y uniforme como una cascada de petróleo. Así lucía mi pelo, pegado a mi rostro como una cortina de hotel barato que no acierta a encubrir el sol. Supongo que por eso le decepcionó tanto que me lo cortara cuando mi novio me lo pidió, aunque trató de disimularlo cuando llegué a nuestra casa rodeada por un océano de asfalto. No vivíamos en el filo de un acantilado donde las olas rompieran con vehemencia los días de temporal, pero sí teníamos un gran ventanal en un tercero con ascensor al que podía asomarme las tardes de verano, cuando hacía demasiado calor como para andar zigzagueando manzanas en aquella ciudad dormitorio. Con todo, esa descomunal pared vertical de vidrio fue testigo del torvo rostro de mi novio, sus silencios quedos y su voz huracanada ordenando mi sumisión.
Le conocí recién cumplidos los quince, en pleno apogeo de la pubertad, con todas mis hormonas en efervescencia y un puñado de referentes sexuales nada recomendables. Con el consejo de «ponerme condón» y poco más, me lancé de cabeza a la gran epopeya romántica de mi vida, que de forma abrupta y silente acabó convirtiéndose en una batalla campal. Desde mi asiento veo cómo la línea del horizonte se difumina, se vuelve borrosa, como la frontera entre el miedo y el amor. Para ser polos opuestos, la atravesamos de brazos cruzados a bordo de un velero sin mástil en el epicentro del huracán.
Queda poco más de media hora para llegar a mi nuevo destino. Se supone que Barcelona se va a encargar de recoger mis astillas y reconstruir mi identidad en forma de tótem, sin mácula a ojos de los demás. Al menos, así interpretaron mis padres el consejo de cambiar de aires que nos sugirió la psicóloga del CIDAM. Pero a este capítulo de mi vida solo le hemos puesto un punto y seguido. Si cierro los ojos, puedo ver su rostro iracundo aspirando hasta el último aliento de vida para devolverme el insulto más doloroso que pueda imaginar. Incluso a través de estos campos deformes atravesados por postes eléctricos y árboles diseminados, le veo correr más rápido que el tren para impedirme llegar, empezar de cero, vivir, soñar. Había intentado arrebatarme todos los verbos, hasta reducir mi existencia únicamente al pronombre posesivo «suya».
Me remuevo incómoda en el asiento, consciente de que me quedan pocos minutos para escoger qué papel voy a representar durante los próximos diez años de vida, palabra a la que yo no me atrevo a colocarle mi pronombre, porque me siento ajena a ella, como ese invitado molesto que te ocupa durante un par de días el sofá. Este es mi plan inicial: dejar que la sal de la Costa Brava cicatrice sin prisa mis heridas mientras disimulo ser una persona normal y corriente. Mi recomposición debe ser invisible a los demás, para quienes la palabra víctima es demasiado dura. No puedo esperar de un desconocido que quiera escuchar cómo verbalizo mi dolor, cuando ni siquiera mis huesos mojados parecen poder apuntalar lo me queda de espíritu. Con los ojos abiertos, hago un repaso por todos los recuerdos que estoy a punto de dejar atrás: las primeras amistades del colegio, los intercambios de pegatinas, los juegos de rol, los saltos a la comba con la izquierda y luego con la derecha. Para mi nuevo personaje quiero inventar una infancia enrevesada de la que nadie quiere oír hablar, por si algún día me atrevo a mirar a un desconocido y contarle por qué hui. Es mejor adornar el pasado que reconocer que una vida normal puede transformarse de la mañana a la noche en pesadilla, no se vayan a preocupar.
Barcelona no tiene acantilados, pero a esta velocidad si miro por el ventanal del tren, el suelo se vuelve mar.
Raquel Pons
Raquel Pons (1993, Madrid, España) es periodista y escritora. Tras su máster en marketing digital, trabaja como consultora de comunicación y marketing. Ha publicado el libro solidario Los cuentos de la pandemia (2020) y su relato Maca forma parte de la antología Relatos Nada Sexis (2020). Prefiere escribir sobre violencia y oscuridad que ir a terapia. En octubre entra a formar parte de la decimotercera edición del Máster de Narrativa de la Escuela de Escritores. Hay que tener mala suerte. Podéis asomaros a una ínfima parte de su escaparate en Instagram si la buscáis por @errerivera.