Juan (antes caracol, antes pájaro, antes rey) salió preocupado esa mañana de su casa. Algo lo incomodaba; un presentimiento oscuro tal vez, oscuro y acuoso.
Al pasar frente a la casa de la vecina, vio los hemerocallis de su cantero, turgentes, rebosantes de savia (dulce, exquisita y nutritiva savia), y sintió el repentino impulso de darles un gran mordisco. Este tipo de deseos y otros más excéntricos aún asaltaban de pronto a Juan, sin que supiera de dónde surgían, pero percibiendo en sus tripas que venían de algún lugar lejano, antiguo, anterior a él. Esta vez no mordió los hemerocallis; la vecina miraba, sus codos en la ventana.
Iba camino al trabajo, ya tomaba la autopista, pero un súbito deseo de libertad, de naturaleza, de horizontes amplios, le hizo cambiar de rumbo. Impredecible Juan, así como aquellas tormentas de verano. Mientras conducía miraba hacia el cielo y se perdía entre las nubes, forzando el volante hacia arriba, como queriendo remontar vuelo con auto y todo. Juan pájaro. Remontó altura en sus recuerdos, y viajó a los doce años, cuando conoció el mar; aquel día mágico entre los días; un día de olas, de ojos ardientes de sal y de sonrisas. Siguió hacia la ruta 2.
A los pocos kilómetros debió parar a cargar nafta. Rasgó en sus bolsillos sacando algunos billetes arrugados y desde las nubes en las que flotaba cayó hasta el suelo, enredado como una mosquita en la telaraña del nerviosismo urgente de las cuentas sin pagar; cuentas que nunca serían saldadas. Juan preocupado por el dinero, recriminándose la preocupación, percibiendo en un recoveco profundísimo y secreto del cerebro, el ridículo recuerdo de haber poseído riquezas, poder, una bravura indómita, y también una daga en la espalda; en un tiempo que no era ese tiempo y en algún mundo que no era ese mundo. Juan rey.
Antes del mediodía llegó al mar, allí donde es un poco mar y un poco todavía río. Bajó del auto y caminó por la playa. Tuvo ganas de mojar su rostro. Se descalzó, se arremangó el pantalón y sació sus ganas sumergiendo la cabeza entera en la cresta de una pequeña ola que moría sobre la arena. Sintió entonces el anhelo de irse con el agua que regresaba a la profundidad de corrientes negras. Gustó la sal, saboreó golosamente el olor de las algas y chapoteó con sus manos en la espuma, arrastrado por un absurdo deseo acuático de sumergirse y partir hacia la profundidad en ese instante, inmediatamente.
Permaneció sentado un largo rato en la playa, mirando la eternidad de las olas ensayar su perpetuo vaivén. Miró el horizonte aún queriendo irse y tal vez lloró sintiendo que aquello era el fin de algo. Recién al caer la tarde sintió frío y decidió volver al auto. Pero se sentía cansado para hacer el viaje de regreso a su casa. Fue hasta el pueblo más cercano y pidió un cuarto en un hotel barato del que fue esa noche el único huésped. Se dio una ducha. En la cena rechazó con asco la oferta de pescado y comió pastas. La comida le sentó bien y le invadió un repentino buen humor, llegó a reír incluso, casi a carcajadas, al pensar que él estaba allí mientras su jefe estaría regresando entre bocinas y sirenas nocturnas a su aburrida casa.
Juan (antes caracol, antes pájaro, antes rey), se durmió contento, profundamente satisfecho de su fuga y con el extraño presentimiento de que ya no regresaría a la ciudad. A la mañana siguiente la dueña del hotel pegó un grito al encontrar un cuerpo rígido y frío en la cama del cuarto ocupado la noche anterior, pero Juan no lo escuchó, no estaba allí, había despertado en el mar, siendo ahora pez.
Santiago Clément
Nació en Buenos Aires en 1984, reside actualmente en la provincia argentina de Mendoza. Ha recibido más de 40 premios o reconocimientos en concursos literarios de Argentina, España, Chile, Colombia y Cuba. Publicó el libro de cuentos “Recuerdos de otro” en 2015, y Cómo hacer vino en casa (de Adrián), en 2019. Sus textos se han publicado en numerosas revistas literarias y antologías. Es además Ingeniero Agrónomo, elaborador de vinos y emprendedor social. Instagram