En toda metrópoli existe un negativo de su esplendor, de su pompa y luminaria. Desechos arrojados en la vía pública, botellas rotas, jeringas usadas, ratas comiendo de la basura y también seres humanos en estado avanzado de descomposición. Hablo de los zombis: cadáveres revividos que deambulan solos por la ciudad sin que nadie los pueda ayudar. La ciudad los regurgita y los vuelve excremento, dejando entidades sin propósito cuya existencia parece prolongarse por aburrimiento.
El zombi de Berlín no se confunde con el vagabundo, el sintecho o el yonqui, pues los trasciende simulando ser todos ellos —aunque estando siempre a la deriva. (Es cierto que puede aparecerse por los alrededores de Kotti, Leopoldplatz o, por ejemplo, de la Leinestr; pero aun así no logra definir al paisaje urbano).
El zombi es incapaz de habitar un territorio. Su aspecto cochambroso y famélico interpela nuestra capacidad de empatía, nos hace preguntarnos si todavía eso es una persona. Es más: nos hace ver a la condición humana como amenaza para sí misma. ¿Quién habrá sido ese ser antes de llegar a este actual no-ser-todavía? ¿Por qué se permite la existencia de algo así en el universo? ¿Acaso ya estamos tan distanciados los unos de los otros que ni siquiera esto nos moviliza a actuar? El zombi callejero es la estampa de la humanidad fallida, el residuo inerte del capitalismo: la prueba de que mi bienestar convive con la muerte.
Si bien hay toda una estética, una mitología cinematográfica y hasta una antropología histórica de esta figura universal, poco hablamos de su versión berlinesa. Quizás porque al hacerlo nos podríamos avergonzar, rememorando ciertas experiencias difíciles que alternan entre el amor y el odio.
Así me lo contó mi amiga Clara hace unos años, cuando Henrik nos invitó a comer en su nueva Kartoffel-WG. Ya saben cómo son estas cenas invernales con esta gente: Hallöchen, schön dass du gekommen bist! Und was machst du? Und seit wann wohnst du hier? Y siempre con la preguntadera y nunca con dejar a uno comer en paz, a lo sumo mencionando que los aguacates están en descuento en el Rewe, que la ciclovía de la Friedrichstraße es una bendición o que la factura de luz está llegando más fuerte que cadenazo en los dientes. Tal vez por eso Clara y yo nos hayamos bajado como tres tubos de vino esa noche, orgullosamente autosegregados hablando en español entre nosotros.
—Es que tú no sabes lo que me ha enviado este gilipollas —arremetió Clara, visiblemente molesta, tras darme una palmada en el antebrazo para llamarme la atención.
—¿Armando decís?
—¡Que no es Armando, es el otro, tú ya sabes a quién me refiero! Espabila tío que hoy no estoy de humor. Déjame leerte el mensaje que me ha enviado ayer por WhatsApp y luego ya me dices:
«Clara, te quiero exageradamente. Una vez más estoy infinitamente triste por no poder compartir ese sentimiento contigo. Me hubiera encantado poder haberte abrazado y dicho cuánto te hecho de menos la última vez. No sé si es justo escribirte esto ni tampoco sé si te interesa, pero quiero que lo sepas. Porque aquí estoy».
—¿Puso «exageradamente»? No sabe escribir.
—Pues eso me da igual, Mateo. El punto es que él se desapareció y ahora, más de dos años después, reaparece de la nada y me envía esto.
—Vos me estás hablando del loquito aquel que no te soltaba, ¿no?
—Bueno, yo tampoco le soltaba. Es que lo nuestro no fue un rollito y ya, sino una de esas relaciones superintensas que se tienen aquí en Berlín. En el transcurso de un año lo hicimos todo: estuvimos en todas las Gästeliste de todos los clubes, nos hicimos amigos de todos los dealers y bármanes y punketas y demás personajes de la noche, entramos a todos los baños de la ciudad y hacíamos allí cualquier guarrada. Alguna vez te llamé para contártelo, ¿no te acuerdas?
—Vos sabés que lo que pasa en un baño berlinés se queda ahí… Pero sí, lo recuerdo. Es que ustedes dos eran la consumación del deseo a tiempo completo.
—Exactamente, ¡qué bien lo has dicho! Estás inspirado hoy, ¿eh?
—Me siento el algoritmo de Google.
—Madre mía… El caso es que este cabrón sabe que yo estoy en pareja con Fabián y que incluso soy la mamá de Olivia.
—¿Pero vos todavía sentís algo por él?
—¡Que no, Mateo, cómo se te ocurre decir eso! Yo he trabajado para rehacer mi vida. No me arrepiento de mis aventuras con él, pero ahora quiero estar con mi familia. Soy feliz así y él lo sabe. ¿Entonces por qué me envía este puto mensaje?
—Porque es un resabio de aquel pasado compartido: de la intensidad sin profundidad que tuvieron.
—Lo dices con esas palabras y se entiende, pero al vivirlo te dejas llevar.
—Clari, el tipo es un narcisista. Él nunca te quiso, vos fuiste un medio para consumir una experiencia. Eras una «cosa» para él, digamos.
—No me hagas las comillas con los deditos que no lo soporto.
—Te digo algo: ¿sabés lo que es él?
—¡Pues una mierda!
—No, es un zombi berlinés: un muerto resucitado que viene a interferir en tu vida con los lastres de aquel pasado superintenso. Pero contigo la vida siempre puede más, Clari, ¡a vos no te para nadie!
—Joder, no me hagas llorar que ya estoy borracha.
—Vení, dame un abrazo guacha. Mirá, le robamos una botella para el camino al pelotudo de Henrik y nos vamos al bar de casa que allá no hay zombis, ¿dale?
—¡Venga, salgamos de aquí!
Mateo Dieste
(Montevideo, 1987) estudió filosofía e historia en Berlín, ciudad donde reside desde 2011. Autor del libro “Filosofía del Plata y otros ensayos” (2013). Entre 2019-2020 dictó un curso sobre historia global de la filosofía en la Universidad Humboldt. Ha publicado en Revista Ñ (Argentina), semanario Brecha (Uruguay) y también ha sido columnista radial de tango en Emisora del Sur (Uruguay). Aprecia la Berliner Schnauze y, si bien se mantiene leal al asado y al mate, dice que la vida sin chiles y harina de maíz sería un error. En la ducha puede alternar entre Héctor Lavoe o Rio Reiser.