En Berlín no utilizamos la palabra ‘metro’, ni el argentinismo ‘subte’ para designar al tren subterráneo local. No; aquí decimos ‘uban’ y, según el contexto, le ponemos artículo masculino o femenino. Así, mientras que subirse al uban es una alusión al vagón que nos traslada, quien se queja de la U8 a las cinco de la tarde, naturalmente se está refiriendo a una de las líneas de este transporte público.
Del mismo modo que no hay reglas gramaticales para hablar del uban, tampoco parece estar muy claro todo lo demás. Porque a lo largo de diez líneas y 173 estaciones, en una red de 146 kilómetros, el uban no siempre circula por donde su nombre lo indica, esto es: por el túnel, sino que ocasionalmente lo hace sobre soportes de acero (tren elevado), sobre trayectos desmalezados y nivelados (sobre todo en la U1, entre Podbielskiealle y Krumme Lanke) o sobre un terraplén (en la U6, entre Kurt-Schumacher-Platz y Borsigwerke; y en la U2, en la terminal de Ruhleben).
Al mismo tiempo, incluso la propia función del uban no está del todo clara, pues a menudo oficia de discoteca itinerante, tarima política y pasarela de friquisapiens —aunque también, claro está, de urinario público y de abastecimiento para yonquis mutilados y en silla de ruedas que otrora fueron personas con dignidad.
Es cierto que durante un largo tiempo, ciertos berlineses envidiaban los palacios subterráneos del metro de Moscú y otros, un poco más vanguardistas, anhelaban la belleza inverosímil del de Estocolmo. También un par de loquitos se golpeaban el pecho al recordar que los norcoreanos de Pionyang, hasta el día de hoy, viajan en antiguos vagones de la BVG (la compañía berlinesa de transporte). Felizmente, desde el año pasado ya podemos enorgullecernos de la flamante extensión de la línea U5 y de sus tres nuevas paradas en el corazón político de la ciudad. Fueron apenas 25 años construyendo esos 2,2 kilómetros más de uban, después de haber gastado un total de 540 millones de euros, y los alemanes se quejan. Hay veces que no los entiendo.
De cualquier manera, con o sin grandes reformas, el uban es por definición un no-lugar —tal como los aeropuertos y estacionamientos de supermercado— donde la gente sólo está de paso: se transita sin habitar el espacio. Tal vez por esto mismo uno respire allí el «pulso a la ciudad». Cuando tomo el uban el lunes por la mañana, digamos, me asumo como un inmigrante civilizado con trabajo precario que no atenta contra la moral y las buenas costumbres. Pero cuando llega el fin de semana y sé que el uban berlinés funciona toda la noche, me gana la barbarie y de pronto me siento rodeado de gremlins enfiestados al grito de «subíte al camión/ al camión de la locura/ andamos toda la noche/ meta vino, meta basura».
Es que hay que admitirlo: el uban berlinés lo tiene todo —basta realizar apenas un sólo viaje para verlo. Ya esperando en el andén, me entretengo observando a los ratoncitos que van y vienen por los rieles de la estación. Luego, adentro del vagón, todo el mundo hundido en sus pantallas, menos un viejito con pinta de haber vivido la guerra y el violinista balcánico al que nunca aplauden. Una mujer de pelo lacio muy largo, acelerada, entra y lo primero que hace es abrir la ventana, para después quedarse al lado de la puerta inspeccionando con asco a una familia turca. En el otro extremo del vagón, la Berliner Fenster (la televisión para pasajeros del uban) informa que Alba Berlín salió campeón y que Harrison Ford perdió su tarjeta de crédito en Sicilia, mientras que una pareja de jóvenes discute indignada la exposición que vieron de Santiago Sierra. Poco antes de llegar a destino, pasa un indigente y, al aproximarse la estela de podredumbre que lo acompaña, algunos pasajeros se tapan la nariz con absoluta indiscreción. Salgo del uban y, cual reminiscencia platónica, me deslumbro ante una nueva realidad. ¿Habrá sido mucho vino y mucha basura?
Mateo Dieste
(Montevideo, 1987) estudió filosofía e historia en Berlín, ciudad donde reside desde 2011. Autor del libro “Filosofía del Plata y otros ensayos” (2013). Entre 2019-2020 dictó un curso sobre historia global de la filosofía en la Universidad Humboldt. Ha publicado en Revista Ñ (Argentina), semanario Brecha (Uruguay) y también ha sido columnista radial de tango en Emisora del Sur (Uruguay). Aprecia la Berliner Schnauze y, si bien se mantiene leal al asado y al mate, dice que la vida sin chiles y harina de maíz sería un error. En la ducha puede alternar entre Héctor Lavoe o Rio Reiser.