Cuando todavía transitaban los carruajes a caballo por la ciudad, los berlineses no se subían a un taxi sino a una Droschke. La llegada del automóvil convirtió a la Droschke en lo que hoy llamamos taxi, aunque la antigua palabra siguió usándose por algún tiempo más. Entre amigos también se usa la palabra taxe, así como la sabe rimar el rapero Schake One desde Pankow: «Überall im Club treff ich irgendeine Atze / Glucker durch die Kehle, nachher roll ick in ‘ne Taxe».
Ahora bien: el siglo XXI ha introducido una variación en el sentido de taxe, pues se emplea asimismo en alusión al servicio de entrega a domicilio de cocaína, el cual desde hace algunos años se ha popularizado en Berlín. En este sentido, taxe funciona aquí como una abreviatura del neologismo alemán Kokstaxi.
Recuerdo una vez que estaba solo afuera de la universidad Humboldt, en pleno centro de Berlín, fumándome un pucho después de haber asistido a una conferencia. La gente iba saliendo y se amontonaba sobre la vereda, hablando con un poquito de sobreexcitación, como demostrándose mutuamente que eran más inteligentes que el conferencista.
Todos bien vestidos: elegantes trajes y vestidos, corbatas ajustadas y zapatos lustrados, en fin, la etiqueta habitual en estos eventos caretas. De pronto se me acerca un muchacho que, sorprendido ante la multitud distinguida, me pregunta: Bruda, was gibt’s denn hier? Le conté que salíamos de una conferencia, que se trataba de algo académico.
No demasiado satisfecho con mi respuesta, me preguntó si conocía a alguien de allí que pudiera necesitar algo y rápidamente me adelantó el procedimiento: Du rufst mich an und ich komm’ zu dir. Weißt du was ich meine? Le agradecí la oferta y le expliqué que acá no iba a tener suerte, pero tal vez sí en el sur de la ciudad. Nein Bruda, da unten ist heiß, me replicó. Y sí, se entiende: a veces los mercados son muy competitivos. Además, quien se pide un taxe en Berlín, generalmente espera un producto bueno con entrega rápida. No cualquiera está en condiciones de cumplir tales expectativas. En mi caso, cuando pedí un taxe por primera vez, se cumplieron las expectativas.
Me pasaron un número de teléfono agendado como «Ricarda», llamé y realicé mi pedido. A los diez minutos me llega un mensaje de audio de la misma persona con la que había hablado: «Mercedes negro, ya está llegando. Por favor, esperálo afuera». Subí al auto y me encontré con un señor calvo y de lentes, más o menos de unos sesenta años; parecía mi viejo. Inocente yo, le expresé mi desconcierto por haber hablado con otra persona en el teléfono.
Él, con la serenidad de un monje tibetano, me dijo: «siete, seis, dos, siete. Son los últimos cuatro dígitos de tu número, ¿cierto?». Sí, estaba en lo cierto. Doblemente inocente, desconfiado, le pregunté si podía probarla antes de pagar. «No es necesario, no te vamos a defraudar. Arranco el auto y te dejo en la próxima esquina, ¿ok?».
Antes de bajarme le agradecí, como si me hubiera hecho un favor, y se despidió diciéndome que le escribiera si la había pasado bien. Claro que la pasé muy bien después de ese taxe, esnifando esas rayas manchadas con sangre latinoamericana, entregándome a la decadencia anhedónica de otra noche berlinesa.
Mateo Dieste
(Montevideo, 1987) estudió filosofía e historia en Berlín, ciudad donde reside desde 2011. Autor del libro “Filosofía del Plata y otros ensayos” (2013). Entre 2019-2020 dictó un curso sobre historia global de la filosofía en la Universidad Humboldt. Ha publicado en Revista Ñ (Argentina), semanario Brecha (Uruguay) y también ha sido columnista radial de tango en Emisora del Sur (Uruguay). Aprecia la Berliner Schnauze y, si bien se mantiene leal al asado y al mate, dice que la vida sin chiles y harina de maíz sería un error. En la ducha puede alternar entre Héctor Lavoe o Rio Reiser.