Hubo sí, en Berlín, una época donde el 31 de diciembre solía festejarse rompiendo todo. Se atacaba a la policía y a los bomberos, la gente se accidentaba con pirotecnia y terminaba en el hospital; había edificios desalojados por incendios, se vandalizaban tiendas y se prendían fuego algunos autos, las calles se convertían en zona de fuego cruzado y, al día siguiente, la ciudad era un paisaje de tierra quemada. La policía berlinesa recibía incluso unidades de refuerzo desde otras partes del país, pero aun así eran incapaces de controlar la situación. En fin, se trataba de una tradición local que a muchos necroturistas les hubiera encantado conocer, pero lamentablemente nunca hubo información al respecto en la guía de Lonely Planet.
El silvesta ocurría en un ambiente curiosamente permisivo, como si hubiera un acuerdo tácito de que en esa noche valía todo. Muchos buscaban drenar aquellos instintos más profundamente asociales, reprimidos con ahínco durante todo el año. Como si fuera una gran purga colectiva, Berlín cerraba los ojos y dejaba que sus habitantes hicieran con ella lo que se les antojara. Que llegaran las doce de la noche, por ejemplo, y un borracho mentepollo se subiera a un techo mojado y sostuviera con una mano la botella de champán y con la otra una cañita voladora ya encendida; que un grupo de adolescentes disparara con pistolas de salva a la policía, a los bomberos y hasta a una ambulancia; que un par de nazis borrachos se subieran a una de las losas de hormigón del Monumento del holocausto y se pusieran a mear impunemente desde allí arriba. Así era el espíritu del silvesta berlinés: el vómito catártico de una multitud tóxica que, a la hora de recibir el año nuevo, elegía manifestar su lado misántropo y autodestructivo.
Hubo sí todo esto hasta 2019, pues ahora la pandemia parece haber sepultado al extraño ritual. Ya no está permitido aglomerarse en las calles y, además, el gobierno alemán ha prohibido la venta de fuegos artificiales en todo el país. De todas maneras, sabemos que donde fuego hubo cenizas quedan, es decir: por algún otro lado se canalizarán el hartazgo y la frustración sociales.
Nadie nos obliga a participar de este ánimo generalizado de destrucción. Podemos decirle una vez que no a Berlín, que muchas gracias por la invitación pero nosotros preferimos reunirnos en silvesta para celebrar la vida. Que ya bastante nos cuesta vivir aquí, sin familia y rodeados de androides que no te entienden, como para dejarnos llevar por el impulso oscuro y cavernario de unos cuantos nativos aguafiestas. Es que sería muy aventurado concluir que hemos cambiado el sol y la alegría de vivir por el frío y el secreto deseo de morir, ¿cierto?
Ayer hablé con los hermanos Expósito y ellos me decían que lo tomara con calma, que esto es dialéctica pura, y que es algo que nos volverá a pasar tantas veces en la vida. Me recomendaron empezar a pintar todos los días sobre el paisaje muerto del pasado y así lograr cada vez que necesite nueva música, en nuevo piano. No les entendí muy bien la sugerencia, entonces leyéndome el alma me dijeron: «Vos ya podés elegir el piano, crear la música de una nueva vida y vivirla intensamente». Es más: incluso me aseguraron que de lo que se trata es de equivocarse otra vez, «y luego volver a empezar y volver a equivocarte, pero siempre vivir». Agradecido, fui y les di un beso y un abrazo a los dos Expósito. Luego Virgilio se sentó al piano y Homero me tarareó estos versos:
Vivir es cambiar,
en cualquier foto vieja lo verás.
¡Chau, no va más!
Dale un tiro al pasado y empezá,
si lo nuestro no fue ni ganar ni perder,
¡fue tan solo la vida, no más!
Al final no era tan difícil sobrellevar el silvesta de Berlín, ¿no? Sólo era preciso estar acompañado de la gente linda que uno siempre ha querido —del arte que nunca te abandona. Vamos, que todavía hoy florecerá la vida y nosotros, siempre, estaremos dispuestos a seguir.
Mateo Dieste
(Montevideo, 1987) estudió filosofía e historia en Berlín, ciudad donde reside desde 2011. Autor del libro “Filosofía del Plata y otros ensayos” (2013). Entre 2019-2020 dictó un curso sobre historia global de la filosofía en la Universidad Humboldt. Ha publicado en Revista Ñ (Argentina), semanario Brecha (Uruguay) y también ha sido columnista radial de tango en Emisora del Sur (Uruguay). Aprecia la Berliner Schnauze y, si bien se mantiene leal al asado y al mate, dice que la vida sin chiles y harina de maíz sería un error. En la ducha puede alternar entre Héctor Lavoe o Rio Reiser.