Extorsión, robos espectaculares de película, fraude fiscal, lavado de dinero y narcotráfico son algunas de las actividades preferidas de la mafia berlinesa. Esta gente está organizada en forma de clan, concretamente en grandes familias multiculturales cuyos miembros han sido socializados de acuerdo a la lógica endógena de una «sociedad paralela» (Parallelgesellschaft), esto es: una estructura jerárquica y patriarcal fortalecida por lazos de sangre, lealtades por nacimiento, matrimonios forzados, altísimas tasas de reproducción (alrededor de doce a catorce hijos por familia) y, desde luego, la predisposición al ejercicio de la violencia.
Muchos de estos delincuentes o bien llegaron «de yapa» con los refugiados de la guerra civil libanesa (1975-1990), o bien se criminalizaron aquí. El gobierno alemán cometió el error de recibirlos sin querer integrarlos: no les concedió permiso de trabajo, les limitó su libertad de movimiento, no les permitió enviar a sus hijos a la escuela. Años más tarde, cuando ya era demasiado tarde, tampoco se quiso poner este asunto en la agenda por miedo a posibles acusaciones del tipo reductio ad Hitlerum por parte de la oposición.
En ciertas partes de Berlín, los clanes controlan la prostitución y aterrorizan a los vecinos. Hay lugares donde estos grupos se han convertido en verdaderos ejércitos que pueden movilizar a varios cientos de combatientes en pocos minutos. El Estado alemán ya no puede controlar a estas «sociedades paralelas», e incluso son ellas mismas las que deciden cómo solucionar los conflictos: en ocasiones, la propia familia designa a un «juez de paz» que emite una especie de «fallo» sobre la cuestión en disputa; en otras, sencillamente se impone la ley del más fuerte.
El poder de esta mafia ha sustituido al Estado de derecho. La mayoría de las veces, los miembros del clan ni siquiera tienen que amenazar para ello —basta con mencionar sus nombres para que sea suficiente: Rammo, Abou-Chaker, Miri, Al-Zein, Chahrour, etc. En algunos barrios se ha establecido una justicia paralela donde las leyes alemanas se han vuelto obsoletas. La policía tampoco puede hacer mucho, pues los clanes la superan en número. Hay familias que en sólo tres generaciones han alcanzado varios cientos de miembros: todos ellos emparentados entre sí y todos ellos movilizables en pocas horas. Muchos de los que pertenecen a la segunda o tercera generación han nacido en Alemania, pero de todas maneras hacen valer la pretensión de poder de la familia aun fuera del mundo del hampa: en las escuelas primarias, por ejemplo, cuando algún «Clan-Kind» le mete la pesada a sus compañeritos de clase y nadie hace nada por miedo a las represalias. El poder de la familia impide cualquier sanción.
Ahora bien: Berlín no está cooptada por la mafia. Aquí no hay territorios infranqueables, «peajes obligatorios» o dinámicas cotidianas que dejen entrever el predominio indiscutido del crimen organizado. Es cierto que si uno pasa por algunas calles de Neukölln, como por ejemplo la Wildenbruchstraße o la Puderstraße, podrá identificar algún que otro timbre o placa con el nombre famoso de un clan. Pero la atención sobre el caso se debe, ante todo, a que hoy es un fenómeno mediático que cautiva el interés de millones. Esto no sólo lo demuestran las exitosas series 4 Blocks (TNT) y Dogs of Berlin (Netflix), la telenovela de Bushido o la malísima autobiografía del autoproclamado «Padrino de Berlín» Mahmoud Al-Zein, sino además las recurrentes portadas de algunos diarios amarillistas como el B.Z. y el Berliner Kurier.
Con todo, no deja de ser interesante la clasificación sociocultural que reciben estos clanes mafiosos. Me refiero nuevamente al tema de las «sociedades paralelas», aunque no en relación a la imagen racista que algunos medios propagan sobre la población berlinesa de origen árabe y turco, sino a ese modo de estar en la ciudad sin ser parte de ella: pasarse un montón de años viviendo aquí, sin estar en contacto con alemanes, desconociendo cuáles son las reglas generales de convivencia en este país. Llegar una hora tarde sin avisar, por ejemplo, no atenerse a los compromisos verbales, garronear a un amigo cuando se puede, mostrarse pudibundo ante la expresión libre y desprejuiciada de una persona, prestar atención cuando habla un hombre pero no cuando lo hace una mujer o, digamos, creerse más listo que el Finanzamt y pretender no pagar impuestos haciendo uso de la «viveza criolla».
En fin, se trata del choque entre latangas integrados y latangas que viven en sociedad paralela. Mientras que los primeros han asimilado la estructura mental y el ritmo de vida locales, los segundos continúan anclados a la estructura mental y el ritmo de vida de su país de origen. Así, cuando el integrado conoce a aquel otro individuo que proviene de la sociedad paralela, debe hacer algo así como un esfuerzo de «recordar cómo se hacía antes», esto es: hacer a un lado toda su experiencia de inculturación, para así poder entenderse con alguien que sigue sin enterarse que vivimos en Alemania.
No obstante, pienso que todos llevamos una Parallelgesellschaft adentro, puesto que la asimilación total es imposible —además de repudiable, claro. De lo que se trata es de no imitar a los clanes y sucumbir a la tentación de autosegregarnos cada día más; en suma: zambullirnos en la vida berlinesa para volvernos ciudadanos plenos de esta ciudad. Por eso es importante evitar juntarse con el malandraje del barrio, portarse bien y no andar robando, ¿se entiende?
Mateo Dieste
(Montevideo, 1987) estudió filosofía e historia en Berlín, ciudad donde reside desde 2011. Autor del libro “Filosofía del Plata y otros ensayos” (2013). Entre 2019-2020 dictó un curso sobre historia global de la filosofía en la Universidad Humboldt. Ha publicado en Revista Ñ (Argentina), semanario Brecha (Uruguay) y también ha sido columnista radial de tango en Emisora del Sur (Uruguay). Aprecia la Berliner Schnauze y, si bien se mantiene leal al asado y al mate, dice que la vida sin chiles y harina de maíz sería un error. En la ducha puede alternar entre Héctor Lavoe o Rio Reiser.