El término ‘jamsterear’ es una de las bonitas herencias que nos ha dejado la pandemia. En un mar de adjetivos calificativos que reflejan la ira, el hartazgo y aun la misantropía que hemos experimentado desde 2020, este verbo describe la acumulación de productos considerados escasos en algún momento crítico.
A diferencia de lo que hace un hamstercito cuando se mete granos y pedacitos de verdura en sus abazones para luego depositarlos en su guarida de invierno, el Homo germanicus suele llenar su carrito de supermercado con azarosos objetos que considera de primera necesidad, como por ejemplo pan rallado, aceite de girasol, papel higiénico o crema de manos. Así, estas llamadas Hamsterkäufe («compras acaparadoras») sugieren una conducta más bien impulsiva y poco meditada, incluso voraz, cuyo fin parecería ser asegurarle a esta especie de homínidos que siempre podrá fritar milanesas, limpiarse tras abandonar a un amigo por el inodoro y al final tener las manos perfumadas.
Nadie sabe muy bien cuáles son los motivos para jamsterear. Hay veces que son los expertos de la Bundesamt für Bevölkerungsschutz und Katastrophenhilfe quienes recomiendan ir a jamsterear un poco, es decir, los funcionarios públicos que la tienen bien clara con el tema de las catástrofes y por eso quieren protegernos. Otras veces son las asociaciones de productores las que pronostican escasez y entonces nos incentivan a jamsterear. En cualquier caso, quien jamsterea debería recordar que gracias a la política de previsión de crisis iniciada en los años ‘60, Alemania dispone hoy de unas 800.000 toneladas de alimentos (arroz, lentejas, arvejas, etc) almacenados en 150 depósitos secretos a lo largo de todo el país. El Estado alemán ya jamsterea por nosotros y aquí no hay escasez sino abundancia.
Yo no sé si habrá sido el destino o una mera casualidad pero el hecho es que hoy tuve una pesadilla horrible. Soñé que amanecía en cuatro patas, con un impulso incontrolable por dar vueltas alrededor de la cama y explorar cada rincón a su alrededor. Me metía por debajo de las sábanas, entre las almohadas, abriendo y cerrando rápidamente mis narinas como si estuviera a punto de encontrar una pista. La suavidad del colchón y las sábanas se confundía con la de mi bello pelaje, con lo cual me resultaba fácil desplazarme por cada recoveco. Pronto advertí que este deseo de búsqueda se agudizaba por unos largos y finos bigotes que ahora me hacían muy sensible a cualquier olor. Me cago en Dios: ¡soy un hámster!
Quise salir de mi cama pero no podía resistir la tentación de inspeccionar todo lo que pudiera encontrar allí. Hallé un envoltorio abierto de alfajor y me lo chupeteé todo. Mi perdición total fue haberme topado con ese paquete de Studentenfutter en la mesita de luz: nueces, almendras, pasas, avellanas, qué locura, me lo comencé a meter todo en la boca. Carlos Villagrán, el actor que interpretaba a Quico en El Chavo del 8, nunca hubiera sido capaz de tener los cachetes inflados así.
Sonó el teléfono y era mi madre pidiendo signos de vida por videollamada. Atendí presionando con el hocico porque mis manos se habían convertido en unas patitas muy delgadas.
—Mi amor, ¿qué te pasó en la cara?
—Soy un hámster vieji, mirá cómo tengo los cachetes.
—Ah no, pero así no podés salir a la calle Mateo.
—Es que estoy recién levantado.
—Mirá si te confunden con una rata.
—Vos quedáte tranquila vieji que yo me pongo pretty y no sabés cómo quedo. Un peluchito para acariciar.
—Bueno, ¿tenés que ir a trabajar hoy?
—Ya estuve trabajando bastante, ¿no ves cómo tengo los cachetes?
—Ay pero no trabajes tanto mi amor, después andás estresado.
—Vos sabés cómo soy: se me cruza una semilla o un granito de cualquier cosa y, si hay espacio, pa’ dentro.
—Eso es de gordo, Mateo.
—No vieji, es para la familia. Yo sólo acumulo para los demás.
En un arrebato de lucidez, tomé conciencia de lo que estaba haciendo y dejé de jamsterear por un segundo. Ya estaba despierto pero me sentía muy raro. Había un extraño vacío que no era existencial. Creí poder cubrirlo yendo a buscar una pizza congelada XXL al supermercado. Una vez allí adentro, recorriendo los pasillos y encandilado por las luces, no logré encontrar las heladeras pero sí la sección de latas y conservas. Tuve una reminiscencia del impulso de jamsterear y de hecho metí ocho latas de porotos negros en mi canasto. Yo nada más quería una pizza, ¿por qué también llevé cosas que no necesitaba? No sé, pero igual una jamstereadita no le hace mal a nadie.