El Instituto Iberoamericano de Berlín es una institución no universitaria de humanidades, cultura y ciencias sociales que está especializada en América Latina, el Caribe, España y Portugal. Su proyección internacional y enfoque multidisciplinario hace que investigadores, artistas y curiosos se acerquen a este recinto para servirse de los 28 kilómetros de libros que alberga. Es que la biblioteca del ibero —como se le llama popularmente al instituto— es la más grande de Europa sobre estas culturas.
El ibero tiene, actualmente, unos 3700 usuarios registrados. Son gente que pide libros prestados, estudia en la sala de lectura, explora el archivo histórico o asiste a un concierto en la elegante sala «Simón Bolívar» del subsuelo. Entre esos usuarios estuvo David Viñas, quien escribió Indios, ejército y frontera (1982) en base a las investigaciones que realizó en el ibero. Lo propio hicieron Antonio Skármeta y Mario Vargas Llosa con la documentación histórica para sus novelas Ardiente paciencia (1985) y La fiesta del chivo (2000), respectivamente. También hoy está Samanta Schweblin, quien ha confesado ir al ibero para llevarse prestados algunos libros de editoriales cartoneras argentinas. Así que ya están informados los muchachos del Bild-Zeitung: en el ibero es posible atrapar celebridades literarias, in fraganti, desnudándose el alma y encorvando el cuerpo ante el fetiche predilecto.
Cuando me mudé a Berlín y vivía sólo en una pocilga relativamente aislada de la ciudad, solía ir al ibero a buscar algo para leer. Fue fascinante descubrir que allí podía encontrar autores queridos —incluso libros publicados por amigos y conocidos— con mayor facilidad que en mi propio país. Paradojas de la desigualdad global: vivir en Berlín nos da el privilegio de conocer todavía mejor a nuestro lugar de origen, puesto que el ibero nos brinda acceso a un acervo cultural que allá no está disponible.
El ambiente del ibero es como una reminiscencia de lo que hemos dejado atrás al mudarnos a Berlín: el murmullo en español, la risita traviesa que se escapa detrás de un anaquel, las miradas despiertas y expresivas de la gente de uno, dos que se coquetean cuando salen a fumar un cigarrillo, el viejo inútil que pide asesoramiento para sacar fotocopias porque quiere chusmear, etc. De allí que, aunque oficialmente pertenezca a la Fundación Patrimonio Cultural Prusiano (Stiftung Preußischer Kulturbesitz), el ibero poco tenga de «prusiano». Incluso cuando uno se ha pasado varias horas metido allí adentro y concluye su jornada, hay una afable recepcionista que siempre te despide con un «schönen Feierabend», dejando la reconfortante sensación de que uno ha cumplido un horario de trabajo como cualquier hijo de vecino y ahora puede ir a buscar su cervecita y salchicha al pan.
Algunos me dirán que el ibero sí es prusiano, es decir, que es un espacio más bien rígido y disciplinado: burocrático. Sin embargo, yo le tengo cariño porque allí pude encontrar libros que me hicieron compañía cuando era un sudaca recién llegado a la capital alemana. Pienso que es por esta sencilla razón, y no tanto por su prestigio institucional, que el ibero se merece un lugarcito en el corazón del latanga berlinés. Porque antes que un monumento a la alta cultura, el ibero es un lugar de encuentros y desencuentros: de amor y desamor.
Mateo Dieste
(Montevideo, 1987) estudió filosofía e historia en Berlín, ciudad donde reside desde 2011. Autor del libro “Filosofía del Plata y otros ensayos” (2013). Entre 2019-2020 dictó un curso sobre historia global de la filosofía en la Universidad Humboldt. Ha publicado en Revista Ñ (Argentina), semanario Brecha (Uruguay) y también ha sido columnista radial de tango en Emisora del Sur (Uruguay). Aprecia la Berliner Schnauze y, si bien se mantiene leal al asado y al mate, dice que la vida sin chiles y harina de maíz sería un error. En la ducha puede alternar entre Héctor Lavoe o Rio Reiser.