El Volkspark Hasenheide, conocido por muchos como «el Hasen», es un parque que ocupa 47 hectáreas en el barrio de Neukölln. Este hermoso oasis de libertad, ubicado entre la Columbiadamm y la Hasenheidestraße, fue concebido en el siglo XVII por Friedrich Wilhelm como un recinto para cazar liebres (‘Hase’ significa en alemán, justamente, liebre). Dos siglos después, Friedrich Ludwig Jahn reclutó en el Hasen a unos cuantos jóvenes no para dispararle a las liebres sino para realizar entrenamiento físico.
Conocido como el «padre de la gimnasia» (Turnvater), este señor construyó allí en 1811 el primer centro de gimnasia del mundo, con el fin de preparar a los jóvenes para la guerra contra las fuerzas de ocupación napoleónicas. Todos allí eran iguales, hacían ejercicios juntos, se tuteaban y se llamaban por nombre de pila. Es un espíritu igualitario que todavía hoy se mantiene, precisamente alrededor del monumento que se ha erigido en honor de Jahn, donde cualquier tipo de gente se reúne para comprar y vender estupefacientes sin importar nombre, edad o nacionalidad.
En el Hasen se puede experimentar de todo. En invierno, cuando se da el milagro y cae nieve como si el planeta no fuera un horno, es posible lanzarse en snowboard desde una montaña de escombros de casi 70 metros de altura: la Rixdorfer Höhe. En las noches de verano se pueden ver películas al aire libre en el Freiluftkino Hasenheide, un teatro natural construido en los años ’50. Justo al lado se encuentra el Rosengarten (jardín de rosas), sitio ideal para enamorados con ganas de darse besitos en público sin que Berlín los odie por ello. Desde allí se ve el legendario Hasenschänke, un pequeño quiosco-cantina donde uno puede sentarse a ver los partidos del mundial de fútbol tomando cerveza y comiendo Bockwurst. Del otro lado, sobre la Columbiadamm y no muy lejos de la bellísima mesquita Şehitlik, está la pista de skate: templo de mi deporte favorito donde cualquiera es bienvenido y los skaters nos divertimos sin afán de competencia. En fin, también los niños pueden ir a molestar a los burros y a las cabras en el pequeño zoológico del Hasen (aunque los padres deberían fijarse primero si nadie ha cometido una barbaridad, tal como como sucedió en enero de 2018 cuando se robaron a una oveja y la carnearon a unos pocos metros de allí).
La gerontocracia alemana ve en el Hasenheide al símbolo de la perdición juvenil: un montón de muchachos eufóricos con hambre de fiesta, sexo y alcohol. Ciertos distraídos lo confunden con un espacio sagrado a causa del templo hinduista que está erigido en la Hasenheidestraße. Tampoco faltan los que consideran a este parque un mero reservorio de drogadictos, holgazanes y neurodisidentes made in Germany. Lo cierto es que si uno mismo visita al Hasen, podrá comprobar que a menudo la percepción de la realidad es una cuestión bastante caprichosa. Y así lo viví yo, efectivamente, la semana pasada.
Era un día soleado, precozmente primaveral y con el cielo limpio de un solo color. Jonas me escribió un mensaje de texto como en nuestras épocas de gloria: «Lust auf die HH?», abreviando al Hasen con las dos haches. Yo le respondí que sí, obviamente, y que llevaba unas birras del espeti. El punto de encuentro sería como siempre en la große Wiese, es decir, en la extensa pradera ubicada hacia el lateral suroeste del parque.
A los pocos minutos arribó el primer personaje de lo que sería una larga jornada con nuevos y curiosos amigos. Era un jamaiquino que acababa de salir del trabajo y, al vernos a lo lejos, nos gritó «¡ding-dong!» como si estuviera imitando el sonido de un timbre y nos conociera de toda la vida. Saludó con un choque de puños y se presentó como «the real Lord Johnson», distinción que ni Jonas ni yo pusimos en duda. La conexión fue inmediata porque justo estábamos escuchando «To live and die in L.A.» de 2Pac, artista que Johnson confesó admirar. A continuación, quiso saber de dónde era yo y, ni bien se lo revelé, él reaccionó exclamando «¡Suárez!» y amagó con morderme el hombro. Abría la boca y masticaba el aire haciéndome ñañañañaña, repitiendo el chiste en intervalos de aproximadamente diez o quince minutos.
Pronto divisamos a lo lejos a Kristin, una lugareña que frecuenta el Hasen con su perrita Ola que es un problema para los hispanoparlantes: porque hasta el día de hoy, cuando escucho a esta mujer llamando a su perra, sigo dándome vuelta como un pelotudo creyendo que alguien me está saludando. ¡Ding-dong!, le dijo the real Lord Johnson a Kristin y ella nos saludó a todos, pero rápidamente se perdió al pasar al lado de los 48 serbios que se reúnen a jugar a las bochas en la große Wiese.
La tarde empezaba a caer. Nosotros seguíamos allí felices, jugando al frisbi y todavía acompañados por the real Lord Johnson. Dos por tres él se me acercaba al grito de «¡Suárez!» y amagaba con morderme el hombro, pero después se entretenía con otra persona que llegaba atraída por su mágico ding-dong. De hecho, fue por causa de su extraño magnetismo que al hacerse la noche éramos ya más de veinte personas haciendo karaoke con 2Pac.
Creo que habían pasado seis horas desde que llegamos con Jonas. Después de dos o tres ding-dong de the real Lord Johnson, la situación ya parecía una fiesta clandestina organizada al aire libre. Supongo que por cosas así es que a los medios amarillistas les gusta difamar la imagen del Hasen, diciendo que los que andamos por ahí somos esto o aquello y que deberíamos abstenernos de ser felices, etc. Sin embargo, nunca nos quitarán la experiencia de haber sentido que ese día, sin saberlo, practicábamos el ritual de recibir a la primavera en el querido —y nunca bien ponderado— Hasenheide.