El Görlitzer Park, ubicado en el barrio Kreuzberg y popularmente conocido como «el Gorli», es uno de los parques emblemáticos de Berlín. A lo largo de sus catorce hectáreas, el Gorli demuestra la casi infinita versatilidad que puede tener un ecosistema urbano, a saber: desde plazas de deporte y áreas designadas para hacer asados, pasando por un anfiteatro al aire libre, un estanque y el llamado «cráter» (una depresión topográfica circular en la mitad del parque) donde se puede ver al famoso y legendario amo berlinés delfrisbee, hasta una granja infantil con animalitos y un minigolf con luces negras (ideal para quienes desean ejercitar su puntería bajo los efectos de alguna sustancia psicoactiva). El Gorli lo tiene todo y por eso es un paraíso de recreación a cielo abierto.
Sin embargo, el Gorli también es célebre por ser —de facto— el mercado de drogas ilegales más importante de la ciudad. Producto de la desidia política y la incompetencia/corrupción policial, cualquiera puede ir al Gorli y comprar marihuana, hachís, anfetaminas (speed) o grageas de éxtasis, da igual si el comprador es un niño curioso o una abuelita elegante y decente: a los dealers no les tiembla el pulso y ofrecen su mercancía a cualquier transeúnte. De hecho, cuando mi madre me vino a visitar a Berlín, fuimos a pasear por el Gorli y cuando ella se apartó un segundo para sacar una foto, se le acercó un dealer y le preguntó si necesitaba algo. «¿Pero quiénes son estos muchachos, Mateo? ¡Me apareció uno por atrás de un árbol y casi me mata del susto!», me dijo sorprendida mi madre. Yo le dije que son ninjas profesionales, encargados de velar por la relajación de nuestra estadía en el Gorli, así que no había nada de qué preocuparse.
Poco después de haberme mudado a Berlín, cuando todavía estaba en ese limbo de inmigrante donde no hay muchos amigos ni tampoco un sentido de pertenencia hacia la ciudad, solía frecuentar a Buba en el Gorli. Si bien era mi dealer de flores, Buba me acompañaba en aquellas tardes soleadas por el parque. Le mandaba un mensaje de texto y él se limitaba a responderme siempre lo mismo: «sí amigo, aquí estoy». Nos sentábamos a reírnos de los cuervos y las ratas, escuchábamos música de nuestros respectivos países, nos debatíamos entre Messi o Cristiano Ronaldo, lo invitaba una cerveza aunque siempre me dijera que no. «Yo no quiero venir más a vender aquí, pero tengo una hija y a mis padres en Gambia, por eso el dinero del Estado no me alcanza», me contaba Buba. Su idea era conocer gente nueva, no estar todo el tiempo con otros refugiados, para así poder conseguir un trabajo normal en el futuro.
El problema es que la ley alemana de asilo no permite a los refugiados el acceso al mercado laboral (Arbeitsverbot) ni tampoco les concede libertad de movimiento (Residenzpflicht), de modo que muchos de ellos no ven mejor alternativa que dedicarse al menudeo de drogas para llegar a fin de mes. «Pero bueno, es lo que Dios ha decidido para mí, y además hoy es un lindo día», me decía Buba y se ausentaba rápidamente cuando sus colegas le gritaban a lo lejos. Buba no era dueño de su tiempo y eso se notaba en cada uno de nuestros encuentros.
Tiempo después dejé de verme con Buba en el cráter del Gorli, nuestro lugar de cita habitual. Tampoco respondía mis llamadas y mensajes, simplemente desapareció. Desde entonces, cada vez que voy al Gorli en un día soleado, evito imaginarme que le haya pasado algo malo y prefiero creer que Buba, simplemente, me aplicó un letal e implacable ghosting.
Mateo Dieste
(Montevideo, 1987) estudió filosofía e historia en Berlín, ciudad donde reside desde 2011. Autor del libro “Filosofía del Plata y otros ensayos” (2013). Entre 2019-2020 dictó un curso sobre historia global de la filosofía en la Universidad Humboldt. Ha publicado en Revista Ñ (Argentina), semanario Brecha (Uruguay) y también ha sido columnista radial de tango en Emisora del Sur (Uruguay). Aprecia la Berliner Schnauze y, si bien se mantiene leal al asado y al mate, dice que la vida sin chiles y harina de maíz sería un error. En la ducha puede alternar entre Héctor Lavoe o Rio Reiser.