El espeti es una institución fundamental de la vida social en Berlín. No se trata de una simple tienda con generosos horarios de apertura, de una «convenience store» de tipo estadounidense ni mucho menos puede asemejarse a una estación de servicio —algo así como una franquicia carente de identidad, donde uno paga el doble por cosas que se compran de apuro. No; el espeti es más bien una modalidad sui géneris del quiosco de barrio, donde además de comprar alcohol, tabaco, golosinas, periódicos o café hasta altas horas de la noche, también podemos conocer a buena parte de la fauna autóctona berlinesa.
Haga usted la prueba: vaya a un espeti, cómprese una Kindl bien fría y siéntese afuera en uno de los tradicionales Bierbänke (bancos largos cerveceros) que a menudo se encuentran sobre la vereda. Verá que al entablar una conversación no deseada con el primer personaje que se le acerque, tras haber superado esa primera sensación de incomodidad, usted habrá aprobado uno de los exámenes no oficiales más importantes de integración cultural a la capital alemana, a saber: el de acostumbrarse a compartir el espacio público con un montón de loquitos extravagantes.
Muchos no lo saben pero esta pintoresca mezcla de minishop y bar al aire que hoy llamamos espeti tuvo su antecedente histórico en la Alemania socialista. Por aquel entonces no se llamaban espeti sino Spätverkaufsstellen (puntos de venta nocturnos) y, además, en ellos no se vendía alcohol o tabaco sino más bien mantequilla, leche, huevos, fideos, salchichas, pan, en fin, artículos escasos de primera necesidad. En realidad, eran tiendas destinadas a los trabajadores por turnos, quienes necesitaban adquirir estos productos fuera de los horarios normales de apertura. Y alguien podría apresurarse a decir que, exceptuando el origen del nombre, muy poco ha quedado del pasado socialista de los espetis. Sin embargo, ¿acaso no hay nada más igualitario que la interacción humana en un espeti? No importa el idioma, la nacionalidad, apariencia o la creencia religiosa, cualquiera sabe que a la hora de finalizar una compra en el espeti, el vendedor tan sólo preguntará «Alles?» y la respuesta del cliente se reducirá a un «Alles!».
Miren que esto es la pura verdad y no exagero: cualquiera es bienvenido en un espeti. El viernes pasado, por ejemplo, estaba tomando una cerveza al frente del espeti de mi barrio; de pronto se me aproxima un hombre corpulento, con una chaqueta de cuero y bigotes tipo Hulk Hogan, preguntándome si tenía un encendedor. «Bin Stefan, ick freue mir», se presentó con un marcado acento berlinés y de inmediato nos pusimos a conversar. Muy simpático él, disfrutaba de estar en libertad después de haber pasado seis años en prisión. Stefan me contaba que había sido miembro de los Hells Angels, uno de los clubes de motoqueros considerado organización criminal en varios países, y ofreció mostrarme la calavera que aún conserva tatuada en toda su espalda. «Estuve preso porque a mis amigos se les fue la mano», me explicaba Stefan. Resulta que su hija, una niña de trece años, había sido abusada sexualmente por el novio de su ex-esposa. Stefan quiso cobrar venganza y fue a buscar al tipo con otros motoqueros. «Lo enterraron vivo hasta el cuello, yo sólo estuve ahí como espectador, pero igualmente me condenaron por intento de homicidio». Concluyó su relato y me dijo que no me vaya, fue al espeti y me invitó otra cerveza. Cuando finalmente pude despedirme, Stefan me dijo: «¡no se te ocurra ingresar a los Hells Angels, no vale la pena!». Yo le agradecí el consejo, incluso por un momento llegué a sentirme como uno de sus compinches motoqueros con antecedentes penales, pero luego volví en mí y recordé que estaba en un espeti berlinés.
Mateo Dieste
(Montevideo, 1987) estudió filosofía e historia en Berlín, ciudad donde reside desde 2011. Autor del libro “Filosofía del Plata y otros ensayos” (2013). Entre 2019-2020 dictó un curso sobre historia global de la filosofía en la Universidad Humboldt. Ha publicado en Revista Ñ (Argentina), semanario Brecha (Uruguay) y también ha sido columnista radial de tango en Emisora del Sur (Uruguay). Aprecia la Berliner Schnauze y, si bien se mantiene leal al asado y al mate, dice que la vida sin chiles y harina de maíz sería un error. En la ducha puede alternar entre Héctor Lavoe o Rio Reiser.