Hablar de un ecknaipe es referirse a otra de las columnas vertebrales de la vida social berlinesa. Se trata del bar más tradicional de la ciudad, ubicado por lo general en una esquina (de allí la palabra Eck, en alemán), donde viejos y jóvenes —hombres y mujeres, extranjeros y vecinos— se reúnen a compartir una cerveza fría recién salida del grifo. Con un diseño interior de madera, fotos de recuerdo en la pared, cortinas crochet amarillentas y a veces unas guirnaldas carnavalescas colgadas por ahí, el ecknaipe es un punto de encuentro que permanece abierto hasta altas horas de la madrugada. Allí, entre nubes de humo y una rocola poseída con oldies endemoniados como «Aserejé» de Las Ketchup, la existencia humana se prolonga sobre un taburete en la barra, probando suerte en un tragamonedas y lanzando el dardo a un tablero; jugando al futbolito o al billar, siempre con alcohol pero nunca con algo para picar.
Hay quienes sólo conocen a los ecknaipen desde afuera y nunca se han animado a poner un pie adentro: los consideran un antro desagradable, mugriento, cuyo personal es antipático y su clientela una escoria de la sociedad. Lo cierto es que no hay que presentar credenciales de ningún tipo para ingresar a un ecknaipe berlinés, pues allí cualquier persona es bienvenida: da igual si es un turista recién llegado del aeropuerto o un alcohólico del barrio sin compañía.
El ecknaipe tuvo su renacimiento en los años ’50, cuando todavía habían escombros de la Segunda Guerra Mundial en Berlín. Por aquel entonces, tanto en el Este como en el Oeste de la ciudad, ya existían varios ecknaipen por cuadra. La gente acudía a ellos para reencontrarse y charlar, volverse Stammgast (‘cliente habitual’), amortiguar los infortunios laborales y las peleas domésticas o, en fin, para compensar un eventual Weltschmerz alemán: sentir un hastío —o apatía— ante todo lo que te rodea, coqueteando con la depresión, casi siempre a causa de la sobreinformación sobre las injusticias del mundo.
Actualmente, el ecknaipe está siendo víctima de ese cíclope descomunal que anda suelto y azota a Berlín, a saber: la gentrificación. Por esta razón, siempre he vivido cada noche en un ecknaipe como si fuera la última —por ejemplo cuando estuvieron de visita los padres de Paula, mi amiga mexicana de Neukölln.
Era un viernes de primavera y yo les había sugerido ir al Bechereck, mi ecknaipe de confianza en el Schillerkiez, pero no tuve suerte porque el papá de Paula vio que ofrecían mezcal en otro y se le antojó ir a ése. Paula intentó convencerlo de que este no era el lugar más apropiado para pedir mezcal, pero él ya no escuchaba razones. Y no le sirvieron mezcal sino tequila. Se lo trajeron, además, adornado con una rodaja de pepino y una hoja de menta, dos hielos y un pocillo con azúcar rubia. Ante semejante aberración, él suspiró para sí como diciendo «perdónalos Mayáhuel, no saben lo que hacen» y, resignado, se acabó hasta la última gota de ese mejunje.
Luego apareció un borracho alemán que, al escucharnos hablar en español, comenzó a gritar «¡sí, sí!, ¡ándale, ándale!». La mamá de Paula preguntó: «¿qué le pasa a este patán, acaso tiene un retardo?». Yo le expliqué que no, que así son los borrachos aquí. A continuación, el tipo fue a la barra para que le rellenaran su jarra con cerveza y, después de dar un trago bastante largo, un señor berlinés que estaba a su lado comentó: «Mensch, du willst dir wohl da drin verheiraten!?» (loco, ¿querés casarte ahí adentro?).
Se hicieron las seis de la mañana y allí quedábamos los últimos mohicanos: Paula, sus papas, el patán retardado, el señor berlinés y yo. Cual ritual sagrado de Feierabend, la dueña del ecknaipe nos invitó a todos una ronda de licor de hierbas. Mientras sonaba «Griechischer Wein» de Udo Jürgens, nos despedimos y, así, se escribía otro capítulo en la historia del ecknaipe berlinés.
Mateo Dieste
(Montevideo, 1987) estudió filosofía e historia en Berlín, ciudad donde reside desde 2011. Autor del libro “Filosofía del Plata y otros ensayos” (2013). Entre 2019-2020 dictó un curso sobre historia global de la filosofía en la Universidad Humboldt. Ha publicado en Revista Ñ (Argentina), semanario Brecha (Uruguay) y también ha sido columnista radial de tango en Emisora del Sur (Uruguay). Aprecia la Berliner Schnauze y, si bien se mantiene leal al asado y al mate, dice que la vida sin chiles y harina de maíz sería un error