Recibe el nombre de «bergjainis» aquella población berlinesa que concurre asiduamente al Berghain, el Templo Universal de la Technokultur que no tiene paragón en el resto del mundo y cautiva a los turistas globales como si fuera un fruto prohibido. Los bergjainis se pueden reconocer como postadolescentes relativamente nuevos en la ciudad, bellos pero distantes, cuyo idioma es principalmente el inglés y su mundo el de la comunidad internacional; generalmente están vestidos de negro y, tal vez por alguna determinación genética, andan por la vida con una formidable cara de culo —algo así como la encarnación misma del retrato que Leonardo hizo de Ginebra de Benci.
Muchos opinan que los bergjainis no son más que una escoria de la gentrificación que padece Berlín desde hace años, alegando que su mera presencia en la ciudad equivale al aumento de los alquileres y al desplazamiento de los más desfavorecidos hacia los barrios periféricos, de modo que lo mejor sería expulsarlos para así salvaguardar la salud del pueblo alemán. Pero bueno, qué fácil se indignan los muchachos hitlerianos, ¿no? Siempre tan creativos a la hora de inventarse un enemigo.
Lo cierto es que los bergjainis no son ninguna amenaza, sino más bien una especie berlinesa en peligro de extinción, dado que su hábitat natural —el Berghain— ha sido clausurado temporalmente por la pandemia. Así, la actitud indiferente y engolada, el semblante tan cuidadosamente inexpresivo, la predilección por el cuero negro, en fin, toda esa maravillosa combinación estética que hace a la «sprezzatura» misma del bergjaini, hoy no es otra cosa que una manifestación de la nostalgia. Claro, una nostalgia cool y a la moda, pero nostalgia al fin.
Cuando voy al parque y advierto allí a todos los bergjainis con gafas de sol, reunidos en un pícnic sin comida pero con botellas de Sekt, entregados a las contorsiones espasmódicas que desata una playlist de Ostgut en Spotify, yo suspiro porque me conmueve ver hasta dónde llega el ser humano con tal de sobrevivir. Los bergjainis no se rinden e insisten en revivir, aunque imposible, al menos un sólo segundo de vida adentro del Berghain. No pretenden crear un Fondo de Solidaridad para Bergjainis Desclasados 2020, ni tampoco aspiran a organizar algún tipo de fiesta compensatoria con distancia social y tapabocas. No; los bergjainis son gente digna, fiestera, única y auténtica, absolutamente especiales y además super cool, que jamás se dejarían doblegar ante una nueva tendencia —aun cuando ésta venga de la mano de una crisis pandémica.
«Je suis bergjaini» rezaba una de las pancartas de la gran manifestación que tuvo lugar el verano pasado, en el Landwehrkanal, en contra de la extinción de las discotecas berlinesas. Se trataba, indudablemente, de una consigna visionaria; y, además, solidaria: porque hoy somos muchos los que empatizamos con los bergjainis. Incluso quien jamás haya ingresado al Berghain, seguramente habrá adivinado lo que intento decir, a saber: que los bergjainis nos recuerdan la vida que tuvimos, lo bien que la hemos pasado en Berlín, lo duro que le dimos en esas jornadas maratónicas al borde del colapso nervioso en una pista de baile, mezclándonos con las criaturas más exóticas que se pueden encontrar en esta viña del Señor.
«Lindo haberlo vivido pa’ poderlo contar», me diría ahora mi abuela recordando a un cantor de mi tierra, pero yo sé que todavía no es momento de recordar. Hablo desde el futuro y lo sé: volverá pronto el día en que podamos ir todos juntos al Berghain, esperaremos mil horas en la cola hasta llegar a Sven, para luego recibir gozosos su «Heute leider nicht» y así, hermanados con los bergjainis aledaños, habremos purgado nuestra alma berlinesa en un inolvidable ritual postpandémico.
Mateo Dieste
(Montevideo, 1987) estudió filosofía e historia en Berlín, ciudad donde reside desde 2011. Autor del libro “Filosofía del Plata y otros ensayos” (2013). Entre 2019-2020 dictó un curso sobre historia global de la filosofía en la Universidad Humboldt. Ha publicado en Revista Ñ (Argentina), semanario Brecha (Uruguay) y también ha sido columnista radial de tango en Emisora del Sur (Uruguay). Aprecia la Berliner Schnauze y, si bien se mantiene leal al asado y al mate, dice que la vida sin chiles y harina de maíz sería un error. En la ducha puede alternar entre Héctor Lavoe o Rio Reiser.