La Auslenderbejorde es el lugar en donde, quienes no disponen de un pasaporte europeo, tramitan su permiso de residencia en Berlín. En esta oficina, la más grande de Alemania, 700 funcionarios públicos deciden sobre el destino de unas 400.000 almas: sirios, palestinos, nigerianos, chinos y estadounidenses, suizos, turcos nacidos en Berlín o, en fin, cualquier latanga (→) ha sabido alguna vez sentirse orgullosamente Ausländer (→) al ingresar allí.
Pronunciar la palabra ‘Auslenderbejorde’ en una conversación, a menudo genera escalofríos y reaviva sensaciones de incertidumbre, de recuerdos traumáticos, o incluso nos hace volver a la eterna pregunta de todo migrante en Berlín, a saber: ¿me quedo o me voy?
Uno no se refiere a la Auslenderbejorde con demasiado cariño, por ello es que algunos la llaman «el Purgatorio», «Mordor» o, lisa y llanamente, «el infierno». Sucede que esta oficina se ha convertido en sinónimo de hacer colas interminables desde la madrugada, esperando afuera con ese frío de agujas que penetran cualquier abrigo y se hunde en los huesos, para finalmente apelmazarse con desconocidos en la lucha por conseguir un Wartenummer, un número de espera.
Una vez llegué a la Auslenderbejorde a las dos de la madrugada. Habían diez hombres esperando en la puerta de entrada. Se me acercó uno y me dijo que debía poner mi nombre en la lista para que, una vez abierta la oficina, nos pudieran llamar por orden de llegada. Me tocó ser el número cuarenta, aunque yo sólo veía a esos diez hombres esperando. Fue allí cuando conocí a Nischal, un muchacho nepalí que se rehusaba a poner su nombre en la lista. «Yo estoy aquí desde la medianoche y aquí no había nadie. ¡Ustedes no trabajan aquí, no tengo por qué obedecerles!», le decía al jefecillo que llevaba la lista. Chiquito pero con carácter, Nischal permaneció aferrado a las rejas del portón. Le ofrecí un mate y no le gustó, pero charlamos y nos hicimos amigos.
Una hora antes de que abrieran el portón para hacernos esperar adentro de una carpa, comenzó a llegar muchísima gente y todos parecían conocer el procedimiento de antemano: anotarse en la lista, hacer la cola y esperar a ser llamado. Sin embargo, Nischal no cedía: «¡Ustedes no trabajan aquí, no pienso anotarme en la lista!». Yo siempre al lado de él, presentía que estaba en lo cierto. De pronto se baja de un auto un gordo enorme vestido con un conjunto deportivo blanco, se apodera de la lista y empieza a controlar a cada uno de los inscriptos. Se le acercan tres centinelas y le explican que Nischal no había acatado el procedimiento. Los cuatro hombres se volvieron hacia nosotros, con un vozarrón y acento eslavo el gordo le gritaba «¡idiot, idiot!» a Nischal, yo no sabía qué hacer, pero él se mantuvo imperturbable.
Finalmente, abrieron el portón y ahí nos lanzamos todos contra todos, a empujones y codazos hasta ingresar a la carpa. Obtuvimos los números de espera, nos sentamos y Nischal me llamó la atención sobre lo que estaba pasando: dos de los centinelas que acompañaban al gordo, estaban ahora revendiendo números de espera a las familias que habían llegado sobre la hora. La mafia de los Wartenummer no había podido con mi amigo nepalí. Qué alivio saber que ahora podíamos esperar tranquilos hasta la apertura de la oficina, a las nueve de la mañana, aunque fueran apenas las cuatro y media de la madrugada.
Mateo Dieste
(Montevideo, 1987) estudió filosofía e historia en Berlín, ciudad donde reside desde 2011. Autor del libro “Filosofía del Plata y otros ensayos” (2013). Entre 2019-2020 dictó un curso sobre historia global de la filosofía en la Universidad Humboldt. Ha publicado en Revista Ñ (Argentina), semanario Brecha (Uruguay) y también ha sido columnista radial de tango en Emisora del Sur (Uruguay). Aprecia la Berliner Schnauze y, si bien se mantiene leal al asado y al mate, dice que la vida sin chiles y harina de maíz sería un error. En la ducha puede alternar entre Héctor Lavoe o Rio Reiser.