– ¿Estáis pasando bien? – inquirió, solícito, Cayo Licinio Andrónico, Gobernador romano de Alejandría.
– ¡Estupendo! – repuso, complacido, el obeso Senador Marco Cornelio Gallo, trasegando su enésima copa de vino – Sois un gran anfitrión, Ilustre Andrónico.
– Noble Gallo, esas palabras son en extremo generosas…
– ¡Mera justicia, querido Andrónico! Sois digno representante del Imperio.
La fiesta estaba en su apogeo. Una legión de esclavas acudía de un lado a otro colmando, cuantas veces fuera menester, las copas del sinfín de invitados con el aromático vino de sus crateras inagotables. Sobre las innumerables mesas se ofrecían todo tipo de manjares, exóticos y refinados, traídos de las más recónditas regiones del vasto Imperio romano hasta la cosmopolita ciudad de Alejandría.
– ¿Qué os causa tanta preocupación, Andrónico?
– Tranquilizaos. No está a vuestro alcance remediarlo, distinguido Gallo; pero valoro vuestro interés – respondió el Gobernador – Sólo echaba en falta la presencia de una persona muy especial para mí.
– ¡Lo tengo! – bromeó el Senador, engullendo un pajarillo almibarado – ¿El Arzobispo Cirilo, quizás?
– Por todos los dioses, no nombréis a ese fanático en este recinto ¡es de mal agüero! Además, aborrece a la persona que acabo de mencionaros.
– Gente como… “él” – la voz de Gallo se tornó confidencial – hace desear que Teodosio no impusiese el Cristianismo como Religión Oficial del Imperio…
– Más aún – Andrónico trocó una confidencia por otra – hace lamentar que no prosperaran las iniciativas de Juliano y Eugenio para restaurar las antiguas divinidades.
– ¡Emperadores! ¡Dioses! Unos y otros pasan, sólo Roma permanece porque es Eterna – declamó, con patriótica unción, el Senador.
– Eterna, decís bien – admitió el Gobernador – aunque dividida entre los muy Augustos Honorio y Teodosio II.
– Mejor dejemos la política de lado – propuso Gallo, al ver que ingresaban en terreno peligroso: una cosa era criticar a los gobernantes del pasado y otra, muy diferente, aludir a quienes detentaban el poder en ese mismo instante – Aún no me decís a quién aguardáis con tanta impaciencia.
– Hipatia – respondió Andrónico y su semblante se iluminó.
– ¡Ah, Hipatia! ¿Quién es ella? ¿Alguna famosa cortesana?
– Senador Gallo, sé que estáis de paso por Alejandría mas, no obstante el escaso tiempo que lleváis aquí, es poco menos que imperdonable que no conozcáis a Hipatia – reprochó el Gobernador, con severidad inapropiada para un huésped – ¡Es una mujer maravillosa! Directora de la Gran Biblioteca, Jefe de la Escuela Neoplatónica de Filosofía, Astrónoma, Física, Matemática…
– ¡Oh sí, sí! Y seguramente será una anciana cascarrabias, acaso coja o corcovada, con más pelos en el rostro que dientes en la boca – se mofó el obeso Gallo.
La andanada que Cayo Licinio Andrónico se aprestaba a disparar fue interrumpida por algo infinitamente más elocuente: la propia Hipatia hizo su ingreso en el amplio salón. Los corrillos cesaron su parloteo; hasta los esclavos detuvieron, por un fugaz momento, el continuo abanicar con que procuraban atenuar los efectos del tórrido mediodía egipcio; todos los presentes se hallaban pendientes de la entrada de Hipatia. El boquiabierto Senador dejó escurrir un puñado de dátiles que acababa de introducir en sus fauces marmóreas.
La recién llegada avanzó con paso majestuoso, inclinando graciosamente la cabeza a derecha e izquierda. Sus cabellos eran casi tan negros como las tinieblas de la ignorancia que se empeñaba en disipar, contrastaban con la sencilla túnica blanca cuyos pliegues enmarcaban su cuerpo. Promediando ya la cuarentena, Hipatia se le representó al Senador Gallo (y no sólo a él) tan apetitosa como una delicada fruta en su justo punto de sazón.
– ¡Salud, Cayo Licinio!
– ¡Bienvenida, Hipatia!
– ¡Vuestra demora nos tenía en ascuas! – terció el obeso Senador, enjugando con el dorso de la mano el hilo de saliva que manaba de la comisura de sus labios.
– Querida Hipatia, hace apenas un instante le hablaba de ti al Senador Gallo, aquí presente, que confesó no saber nada de tu persona ni tus múltiples actividades – reveló el Gobernador con malicia.
– Me avergüenza reconocerlo, pero así es – se apresuró a intervenir el aludido, con la proverbial habilidad retórica de que solía hacer gala en el Senado – Aunque, al mismo tiempo, le expresaba al Gobernador Andrónico mi ferviente deseo de conoceros. Alto honor y placer que tengo la enorme dicha de que ahora se materialice ante mis ojos admirados…
– Senador – la voz de Hipatia era gélida, sus ojos carbones encendidos – me aduláis en demasía, basándoos en atributos absolutamente perecederos. No me preocupa la belleza sino el conocimiento. “Ars longa, vita brevis”, Senador Gallo.
– ¡Exquisita! – aplaudió el otro, sin acusar el golpe – Habladme de vuestra ciencia entonces. ¿Cómo es que una joven mujer está dirigiendo la Gran Biblioteca de Alejandría que, si no me han informado mal, atesora más de setecientos mil volúmenes?
– Senador – replicó Hipatia con agudeza – si existe una mujer capaz de regir los destinos de la mitad oriental del gran Imperio Romano ¿por qué razón no podría haber otra que hiciese lo propio con nuestra Biblioteca?
– La Regente Pulqueria, a quien aludís – respondió Gallo, amoscado – sólo desempeña tan alto cargo hasta la mayoría de edad de su Augusto hermano, el Emperador Teodosio, que a la sazón cuenta con catorce años.
– ¡La recta y virtuosa Pulqueria! – ironizó Hipatia – ¡Cristiana ortodoxa si las hay! ¡Amiga personal del Arzobispo Cirilo! Mucho me temo que no soltará su presa con tanta facilidad; continuará siendo la eminencia gris detrás del trono y, acaso, hasta llegue a coronarse como Emperatriz.
– Con vuestra venia, Senador Gallo. ¡Vamos Hipatia! – Andrónico le asió un brazo, con firmeza, para alejarla de una polémica que no prometía acabar en nada bueno.
– Hipatia – reprochó el Gobernador, una vez a solas – tu sinceridad sólo te gana enemigos.
– No les temo. Tampoco los busco. Simplemente, no reparo en ellos.
– Acaso, si repararas, evitarías algo irreparable – murmuró con pena él – ¿Por qué no abandonas tantas preocupaciones y constituyes, de una buena vez, una familia?
– Una familia contigo ¿verdad? querido Cayo – coqueteó ella.
– Bien sabes que sería mi máximo anhelo – se quejó él – Pero no me refería a mí en particular… ¡Por Júpiter que no te han de faltar pretendientes!
– ¿Pretendientes, dices? ¡Pretenciosos! ¡Eso es lo que son! – resopló Hipatia – Hombres ansiosos por someter a una mujer independiente para probar su hipotética superioridad. Sin olvidar a esos curiosos a los que placería averiguar si, entre los conocimientos que he adquirido en la Biblioteca, se cuentan algunas formas exóticas de hacer el amor…
El Gobernador Andrónico se ruborizó ante la franqueza de su invitada.
– ¡Todos ellos son sólo de estiércol! – aseveró Hipatia y, dulcificando el tono, añadió – Apenas uno es merecedor, si no de mi amor, de mi amistad incondicional.
Su mano suave acarició el rostro de Cayo Licinio y depositó un beso leve en la rasurada mejilla.
Un guardia se presentó, poniendo fin a tan tierna intimidad.
– ¡Salve, Andrónico! La patrulla del Puerto informa que el Arzobispo Cirilo ha congregado una multitud en las dársenas y, tras arengarla violentamente, la ha lanzado enardecida contra la Gran Biblioteca. ¡Van armados de antorchas, piedras y conchas marinas, señor!
– Mi capa ¡rápido! – solicitó Hipatia al instante.
– ¡No vayas! – se horrorizó Andrónico – ¡Arriesgas tu vida!
– Mi lugar está allí – Hipatia se liberó del abrazo protector y se encaminó a la salida.
– ¡Regresa! ¡No puedes enfrentarte sola con esa chusma! Enviaré un destacamento para que los dispersen…
– Llegarían demasiado tarde. Mientras reúnes a tus hombres, aquellos fanáticos no dejarán piedra sobre piedra en la Biblioteca…
Hipatia traspuso los purpúreos cortinados.
A la salida del palacio, Hipatia desechó la idea de retornar en la silla de manos que la condujera hasta allí, era lenta en demasía. Recordó los papiros y pergaminos, escritos prolijamente por laboriosas manos, y no pudo evitar estremecerse. Al pie de la escalinata piafaba, tascando el freno, la cuadriga de Andrónico. Hipatia no vaciló: haciendo a un lado al sorprendido auriga, empuñó el látigo y lo hizo restallar sobre los caballos que, dando briosos relinchos, salieron catapultados hacia adelante como una tromba marina.
Bajo el fortísimo sol de la tarde alejandrina, muchos creyeron ver a Palas Atenea rediviva recorriendo la ciudad, con el manto flotando a los cuatro vientos, aguijando sus solípedos corceles.
Hipatia dejó atrás un acueducto. De súbito, un carro tirado por bueyes, que emergía de una calle transversal, estorbó su precipitada carrera. El ancho de la calzada (equivalente a seis metros apenas) hacía imposible rebasar el obstáculo. Se vio en la necesidad extrema de atravesar una plaza: pasó como una exhalación bajo los pórticos que circundaban el ágora. Desembocó en una vía de tránsito más importante, cuyo calibre (unos diez metros) le permitió avanzar con mayor celeridad al encuentro de la turba. Topó con ellos a la altura del Serapeum.
– ¡Son Palabras del Señor! ¡Están escritas en el Libro! – vociferaba el Arzobispo Cirilo – ¡Del Árbol de la Ciencia, del Bien y del Mal no comerás, porque perecerás! Así que, de cierto os digo ¡penetrad en este templo abyecto del paganismo! ¡Rasgad los manuscritos con esas conchas marinas y que el fuego sagrado de vuestras teas los consuma hasta que no queden ni cenizas!
– ¡Así sea! – bramó la muchedumbre enfervorizada.
– ¡Atrás, todos vosotros! – ordenó Hipatia – ¿Acaso comprendéis lo que estáis a punto de hacer? ¿Queréis destruir conocimientos atesorados a lo largo de siglos? ¿Deseáis que las tinieblas se abatan sobre la Humanidad y una era de oscurantismo sobrevenga hasta que llegue algún lejano, por ventura, día en que la verdad nuevamente resplandezca?
– ¡No la escuchéis! – aulló Cirilo, desde un improvisado púlpito – ¡Muerte a la apóstata, adoradora de Serapis!
– ¡Muerte! ¡Muerte! – fue la vocinglera respuesta de la multitud, al tiempo que numerosas piedras eran arrojadas desde su seno.
Uno de los proyectiles impactó el hombro izquierdo de Hipatia. Bramando como una leona herida, aguijó los caballos, precipitándose en medio de la marea humana.
Otra pedrada, más certera que las anteriores, la golpeó vigorosamente en la nuca. Hipatia se desplomó del carro, por fortuna, ya sin conocimiento. El manto y la túnica fueron reducidos a jirones exponiendo ese cuerpo alabastrino, por tantos codiciado; varios de los asaltantes fueron embargados por la violenta pasión de poseerlo antes de arrancarle la vida.
– ¡No permitáis que el demonio os tiente despertando vuestros concupiscentes deseos! – graznó el Arzobispo enarbolando su nudoso cayado – ¡Arrancad su carne pecadora tal como habéis hecho con sus vestiduras!
Las beatas se apresuraron a obedecer lo que su guía espiritual indicaba: las conchas marinas comenzaron la macabra tarea, las llamas se encargarían de finalizarla.
Apenas humeantes restos calcinados quedaron de la lozana Hipatia; sólo cenizas de las ciento veintitrés tragedias originales de Sófocles, de las obras de Esquilo y Eurípides, de Euclides, Dionisio de Tracia y Herófilo, Apolonio de Pérgamo, Eratóstenes de Cirene y Galeno, Aristarco de Samos, Herón de Alejandría, Claudio Ptolomeo y Beroso de Babilonia, los setenta y tres libros de Demócrito.
Las diez Salas de Investigación, las Salas de Disección, el Salón Comedor, el Observatorio, las fuentes, las columnatas, ya no eran más que ruinas; los Jardines Botánicos, sólo hojas mustias.
Los desgarradores alaridos de las bestias quemadas vivas en el Zoológico aún estremecían el aire.
Cuando, finalmente, las cohortes del Gobernador Cayo Licinio Andrónico acudieron al lugar, los incendiarios se habían dispersado por la ciudad, exigiendo a gritos la canonización del Arzobispo Cirilo.
¿Para Mayor Gloria de Dios?
Luis Antonio Beauxis Cónsul
Nació en Montevideo, URUGUAY, el 4 de Enero de 1960. Cursó estudios en la Facultad de Medicina sin llegar a doctorarse. Es jubilado bancario. Está casado con Leonor Díaz de Vivar y tienen dos hijos (Rodrigo y Joaquín). Publicó su primer relato en 1980, desde entonces ha obtenido Premios en diversos Concursos de Narrativa y Poesía, a nivel Nacional e Internacional, integrado varias Antologías, participado en medios de Prensa y ha publicado cuatro libros de relatos: “Ficciones en su tinta” (E.B.O. 1992), “Cuenticulario”(Signos 1993), “Otras memorias”(Arca 1994) y “Un puñado de sol” (A.E.B.U. 2004).Facebook – Twitter