Aclaremos desde el principio que el delirio de pequeñez no es una patología descripta en los manuales de psiquiatría, sino una pequeña chanza —un invento— que hacemos desde el Ministerio de Turismo Interior y para intentar explicarlo vamos a contraponerlo con el delirio de grandeza. Como su nombre lo indica, el delirio de grandeza es la percepción exagerada que un sujeto puede tener de sí mismo, sintiéndose especial y superior con respecto a los demás hasta un punto delirante, fuera de la realidad. Ahora bien, el delirio de pequeñez es justo lo opuesto, es percibirse siempre en inferioridad y desventaja, en todo un bicho raro que no logra sentir y comportarse como el promedio de la “gente normal”.
La idea de este texto nace de haber escuchado en mi consulta —no pocas veces— a personas que pueden pasarse horas hablando de manera enfática mal de sí mismas: ser el peor de la clase, el que tiene menos habilidades entre los amigos, el que siempre se equivoca y tarda más en aprender; donde lo bello, lo cool, lo admirable son atributos exclusivos del otro. No podríamos decir que se trata de un delirio —porque no es para tanto—, pero sí producto de una autoestima empobrecida. En ocasiones la vida nos pone contra las cuerdas y sufrimos una serie de percances no muy alegres, no se lo puede negar, pero llegar a sentirse el más desgraciado en todo momento, es otra cosa. Podríamos hablar aquí de depresión, sin embargo, me gustaría que nos quedemos más del lado lúdico del tema que entrar en descripciones sobre trastornos y demás yerbas. Obvio que si uno se siente deprimido estará bien que busque ayuda.
Bien, tanto el delirio de grandeza como el de pequeñez comparten la característica de ser sistemáticamente autorreferenciales. Es decir, cada suceso del entorno se referirá a nosotros ya sea para bien o para mal. Para el megalómano, el que padece o disfruta de grandeza, estos sucesos vienen a confirmar su superioridad y trascendencia; y para el que se siente insignificante será también una confirmación de lo poco que vale respecto a otros. Y aquí radica el problema: sentirse el mejor o peor de todos, pero nunca uno más del montón, un igual.
No hace falta desplegar aquí un tratado de filosofía o de psicología profunda para comprender que es imposible ser el centro de atención del universo de forma continua. Y a esto hay que entenderlo y no olvidarlo: las personas siempre estarán más preocupadas de sí mismas que por los demás —atareadas con su yo, con su deseo y el modo de procurarse satisfacciones—; por lo tanto, lo que pueda pasarnos, según el punto de vista de ellos, quedará relegado a un segundo plano.
También es cierto que de una forma u otra todos nos sentimos raros cada tanto —como sapos de otro pozo o Gregorio Samsa de Kafka—, ya que la vida es y será un incesante conflicto con el entorno, donde con cierta frecuencia suceden hechos que nos importunan y nos frustran, pero que al fin y al cabo debemos intentar cambiar o aceptar. En cada individuo existe una comparación constante entre la realidad exterior y el yo interior, y estas dos dimensiones parecen excluirse: el mundo y yo, la gente y yo, mi familia y yo, mi pareja y yo. ¿Se entiende? Es ineludible la categoría de pensamiento binaria: adentro/afuera. Abusar de estas comparaciones puede hacernos sentir más solos de lo que realmente estamos.
Existe, sin embargo, una tercera posición que es muy importante: nosotros. El otro y yo aparecemos en el mismo bando, pertenecemos al mismo grupo y somos de similar categoría (no habría un mejor o un peor). El amor, cosa que tan bien nos hace —y no solo el amor romántico, sino fraternal—, se construye con el otro, entre dos o más mortales en condiciones equivalentes ante la vida.
Suele afirmarse que cuando el agua no corre, se enturbia y se pudre. Pasa lo mismo con lo que pensamos y sentimos, sin la palabra —que es el puente hacia el otro— tendremos mayor probabilidad de equivocarnos y de enfermarnos, ya que sin la comunicación se pierde el punto de referencia sobre un sinnúmero de cuestiones vitales. Aunque suene trillado y hippie, los Beatles tenían razón: All you need is love. Y es entonces cuando el pequeño o la pequeña comienzan a crecer.