Cuando en aquel octubre del 2008, estando aún en Argentina, me alistaba para emigrar hacia la capital teutona, mi prudente madre me aconsejó: «Tienes que comprar un abrigo bueno, mira que en Alemania hace frío». Por ahorrarme unos euros no le hice caso, en su lugar tomé —como único recaudo—una cita del gran Macedonio Fernández, la cual transcribí en una hoja de cuaderno, doblé en cuatro y llevé conmigo en el bolsillo:
«Recién llegado por definición es: aquella diferente persona notada enseguida por todos, que llegando recién a un país de la clase de los diferentes, tiene el aire digno de un hombre que no sabe si se ha puesto los pantalones al revés, o el sombrero derecho en la cabeza izquierda, y no se decide a cerciorarse del desperfecto en público, sino que se concentra en una meditación sobre los eclipses, ceguera de los transeúntes, huelga de los repartidores de luz, invisibilidad de los átomos y del dinero de papá, y así logra no ser visto».
No sé muy bien por qué asumí que esa frase sería un amuleto que brindaría protección y abrigo a mi ser, al menos de algún tipo, sin sospechar siquiera lo que el otoño berlinés me tenía reservado.
¿Cuáles son los motivos para emigrar? Varios: conflictos bélicos o razones políticas; cuestiones económicas o académicas; o haberse enamorado de una persona que vive en el exterior —seguro que habrá más—. En un principio, el recién-llegado o la recién-venida disfruta de una maravillosa luna de miel con la ciudad de acogida, todo es estimulante: estrena piso; si tiene suerte, ya viene con un contrato o consigue pronto un trabajo; conoce lugares y personas novedosas; se anota en un curso de idiomas o en la universidad y, como si fuera poco, goza de libertad para confeccionarse una vida desde cero sin importar mucho su pasado.
Con el correr de los meses el recién-llegado o la recién-venida comienza a pensar en lo que ha dejado —la familia, el idioma, la cultura, el ser local— y transita un duelo por el cual tendrá que aceptar o resignar parte de su pasado. Echa de menos su lugar de origen, lo idealiza y se recuerda a sí mismo adaptado y más o menos feliz —si bien, a veces, estas reminiscencias de un pasado mejor son exageradas. A este proceso se le suma la ansiedad de la constante adaptación: todos los días se enfrenta a situaciones desconocidas —por ejemplo, idiomáticas— que requieren de una descomunal inversión de energía. De tanto adaptarse, experimenta un estrés que se va acumulando —ahora la novedad se siente con agobio y frustración—, lo que desemboca en una serie de desarreglos que impactan directamente sobre su autoestima. De pronto, está inhibido, teme, duda, se angustia y evita encuentros con los locales. Es típico que llegue un periodo de enojo y aparezcan resistencias en forma de generalidades: «Todos los alemanes son iguales». En la mayoría de los casos estos sentimientos van disminuyendo de manera proporcional al manejo de los nuevos códigos, es decir, cuando se va integrando.
Sí, recién-llegados y recién-venidas, existe una sintomatología específica del inmigrante y se trata de un proceso normal que, en mayor o menor medida, experimenta toda persona al emigrar. Y esto es muy importante de entender y remarcar: se trata de una dificultad normal y general, pero la respuesta de cada individuo será particular, dependiendo de su personalidad y experiencias pasadas.
Con frecuencia, el inmigrante se agobia más de la cuenta y sus mecanismos de defensa o adaptativos fallan. Y, cuando ello ocurre, cae en regresiones a mecanismos más primitivos e infantiles. Nos aniñamos y enfadamos, nos sentimos inferiores hasta cuando compramos el pan. De pronto, el saber y la autoridad están por completo en el campo del otro. Reaparecen conflictos que creíamos superados y, no pocas veces, sufrimos síntomas nunca experimentados.
Dicen, no sé si las malas lenguas o las buenas o los entendidos en la materia, que el proceso de inmigración duraría entre uno y dos años, el tiempo necesario para sentirse cómodo y adaptado a la nueva cultura. En mi caso particular, que llevo casi catorce en Berlín, algunas cosas me siguen haciendo ruido. Pero también he de decir, en honor a la verdad, que cada logro que aquí se realiza vale más que todo el oro del Perú.
Maximiliano Luis Freites
Maximiliano Luis Freites.
Licenciado en Psicología en la Universidad Nacional de Córdoba (Argentina). Desde el 2008 vive y atiende su consultorio en el barrio de Neukölln, Berlín. Escribe de a ratos. En enero del 2021 publicó su primer libro de relatos “La mueca de la hoja” (Editorial Abrazos)