Berlín nunca se parece a sí misma y cambia más rápido que los berlineses. Aquel originario asentamiento pesquero que siglos atrás recibiera migrantes y refugiados eslavos, judíos y hugonotes, devino en la metrópoli que hoy es hogar de sirios, iraquíes o afganos —y, desde luego, también de algún que otro latanga enamorado de su alemana. En apenas cien años, Berlín pasó de ser la capital del imperio colonial alemán (1880-1920) y la de los dorados años ‘20, a ser el centro estratégico desde el cual se organizó el asesinato de millones de personas; asimismo, pasó de ser el símbolo de la Guerra Fría con la división de un Muro inverosímil al refugio de disidentes y revolucionarios y anarquistas, para finalmente convertirse en otra meca de peregrinación para el hipsterío global a principios del nuevo milenio. Es por ello que, a comienzos del siglo pasado y sin haberlo vivido, el gran crítico de arte Karl Scheffler profetizó que Berlín estaría condenada «[…] a convertirse perpetuamente y a no [llegar a] ser nunca». Para decirlo en una palabra: Berlín ha sido siempre una obra en permanente construcción, es decir, una dauerbaushtele.
Ahora bien: decir que Berlín es una dauerbaushtele no es una manera elegante de expresar fascinación ante su transformación histórica. Por el contrario, es una forma de ponerle nombre al hartazgo y la frustración que genera la incompetencia de las autoridades locales para construir cualquier cosa. Da igual los partidos políticos que ocupen los respectivos cargos, al gobierno berlinés le resulta imposible concluir las obras ateniéndose a los tiempos prometidos y gastando el presupuesto inicialmente previsto. Los inacabables y lentísimos trámites burocráticos, la pésima comunicación que las oficinas tienen entre sí y, entre otras razones, las constantes reducciones de personal para ahorrar dinero, hacen que hayan alrededor de unas 100.000 obras por año en la capital alemana.
El hecho de que Berlín sea una dauerbaushtele explica por qué su tránsito es un caos relativamente controlado. Si bien aquí la gente que circula por la vía pública no está vitalmente amenazada ni anímicamente intoxicada como suele ocurrir en ciertas megalópolis de Latinoamérica, sí es común que afronte las consecuencias de una nueva obra en construcción. Porque todo el tiempo hay un acceso bloqueado por trabajos de mantenimiento (Bauarbeiten), un tren que es reemplazado por un ómnibus (Schienenersatzverkehr), una línea de metro que ha sido interrumpida por reformas, un cierre de calle (Straßensperrung) por la desactivación de una bomba que quedó enterrada desde la Segunda Guerra Mundial (Bombenentschärfung), y quién sabe si el día de mañana no aparece otra obra en construcción porque una vaca voladora se estrelló contra el edificio del Reichstag.
En setiembre pasado, por ejemplo, salí de casa muy feliz con ganas de triunfar en la vida y me encuentro que la Berliner Wasserbetriebe comenzó a excavar para renovar tuberías y alcantarillas a lo largo de la nueva línea del tranvía. Vielen Dank: ahora demoro más para llegar al trabajo y duermo con la certeza de que esa obra llegó para que la vea todos los días. Suerte que estamos en el primer mundo y dispongo de una aplicación que me informa en tiempo real sobre cualquier otro contratiempo vial, pues de lo contrario no sabría qué mirar a cada dos minutos en la pantalla de mi teléfono inteligente.
En cualquier caso, la condición de Berlín como dauerbaushtele no es un caos ni tan descontrolado ni tan espectacular, claro, pero es al fin el caos que hemos elegido.
Muchos rechazan esta condición de la ciudad porque les parece insoportable. Se equivocan, pues ignoran que Berlín tiene identidad artística gracias al hecho de ser dauerbaushtele. Los andamios, las volquetas llenas de escombros, los pozos rodeados por balizas, las tuberías al descubierto y hasta las vigas colgando en un mismo lugar durante años: nada de esto debería ser causa de molestia y enojo para el ciudadano sino más bien motivo de su embeleso ocular. Pues así como es necesario educarse para descubrir las sutiles metáforas de las pinturas de Brueghel el Viejo o para entender una composición musical de Arnold Schönberg, también se requiere un poco de sensibilidad artística para apreciar el alma de dauerbaushtele de Berlín. De hecho, cuando el flamante aeropuerto BER todavía estaba en construcción, era común ver a los turistas chinos sacándole fotos a la enorme obra inconclusa que estuvo allí por catorce años. Fueron los chinos —y no los berlineses— quienes supieron reconocer aquella fastuosa obra de arte al aire libre, suspendida mágicamente en esa temporalidad casi atemporal, seguramente exótica para ellos que vienen de un país donde levantar puentes y edificios parece ser cuestión de minutos.
Qué curioso, ¿no? Hay veces que Berlín es valorada primero (e incluso mejor) por los extranjeros que por quienes han nacido aquí.