Existen varios rituales de iniciación a Berlín. Algunos pasan corriendo por debajo de la Puerta de Brandenburgo, sintiéndose Eliud Kipchoge al romper el récord mundial de maratón en 2018; otros piden un Currywurst en un Imbiss y esperan intuir la presencia de un ángel, a la manera de Bruno Ganz y Peter Falk en Der Himmel über Berlin (1987).También están quienes ingresan a una discoteca con la inocencia y ternura del bebé-sol de los Teletubbies para luego salir con el evidente retardo del pobre Tinky Winky. Yo, en cambio, hubiera preferido dar una vuelta completa con el rinban, es decir: recorrer las 27 estaciones, esos 31 km, trazando una circunferencia imaginaria sobre el cielo encapotado de Berlín.
Es que se trata de una condición sine qua non de la capital alemana: porque sin el chirrido de las ruedas deslizándose sobre los rieles, sin los tropezones de elefante que da el tren cuando atraviesa ciertos tramos, sin el olor gomoso del aceite y polvo de frenos, sin el rojo y ocre de sus vagones, en fin, sin rinban Berlín no sería Berlín.
Quien da una vuelta completa con el rinban puede descubrir todo el centro de la ciudad en apenas 60 minutos. Desde el velódromo local y la pomposidad soviética de la avenida Frankfurter Alle, pasando por ese inverosímil oasis de libertad llamado Tempelhofer Feld, hasta la nunca parisina Torre de radio (Funkturm) entre Westkreuz y Messe Nord/ICC o el mayor puerto fluvial de Berlín en Westhafen; sí: todo eso se puede apreciar desde una ventana del «tren-anillo».
El rinban fue inaugurado hace 150 años con un primer tramo que iba desde Moabit a Schöneberg. En principio fue concebido para trenes de carga pero rápidamente se expandió hacia el tráfico de pasajeros. En 1903 se realizó el primer viaje de ida y vuelta, con un tren a vapor que tardó más de dos horas, y a partir de allí surgió el nombre que históricamente le dieron los berlineses, a saber: el «Vollring» (anillo completo). Después de la guerra y antes que la construcción del Muro en 1961, el rinban era el medio de transporte que unificaba a la ciudad pasando sin detenerse por las fronteras de cada sector. Por aquel entonces, los berlineses del Este y del Oeste se sentaban uno frente al otro y sólo el paisaje urbano que veían por las ventanas les permitía saber por qué lado de Berlín iban transitando. Luego, el Vollringestuvo interrumpido por más de 40 años y recién en 2002 pudo renacer como tal.
Berlín nos hace pocos pero valiosísimos mimos. Uno de ellos es, indiscutiblemente, la ventana del rinban. Sentados en el vagón, a la espera de llegar a destino, nos fiamos de un recorrido previsible que invita a descansar el necesario sentido de alerta que requiere la supervivencia urbana. En realidad no percibimos al mundo exterior, sino más bien a una serie de fotogramas vivenciados que se disparan con la energía cinética, esto es: imágenes fugaces y diversas, agolpadas por la velocidad, pero nunca disonantes con la serena melodía que sugiere el trayecto del rinban.
Fabio Morábito, en su bello libro También Berlín se olvida (2004), escribió que tal vez «[…] la secreta vocación del S-Bahn no es sólo adherirse a las ventanas, sino penetrar algún día en ellas, viajar muros adentro para explorar el Berlín que no vemos y volver al exterior después de haber recorrido cuartos, cocinas, alcobas, espejos, gritos de niños y adulterios». Hay algo de cierto en esa observación puesto que el rinban ofrece la posibilidad de olvidar por un segundo las preocupaciones cotidianas, de imaginar un mundo mejor —aunque también de fugarse a una realidad más soportable que la del manicomio lúgubre y hediondo que a menudo nos rodea en el transporte público de esta ciudad.
Para el Nando Gambetta, otro residente fugaz de Berlín al igual que Morábito, el rinban era una tentación irresistible. A diferencia de la mirada contemplativa y distante del flâneur ítalo-mexicano, el Nando metía los pies en el barro. Nos veíamos después de su Feierabend, sólo por una horita, cuando él ya estaba abatido tras una larga jornada de trabajo rellenando y empacando hamburguesas. Hablábamos al otro día y me contaba lo de siempre: que le había ganado el peso de los párpados y se había pasado de su estación. Solía entonces maldecir a dios cuando despertaba y, acto seguido, le rogaba no dormirse de nuevo. Ninguna de las dos acciones tenían resultado.
«Ayer creo que di dos vueltas. Si no fuera por una vieja que entró al rinban gritando en contra del capitalismo, seguro daba otra más», me whatsappeó Nando tras nuestro último encuentro. Con el tiempo la malicia popular lo bautizó «el Trompo» por haberse convertido en «el muchacho que rota con el rinban».
Con todo, pienso que al entregarse a la fuerza centrípeta del rinban, el Trompo Gambetta hacía suyo el tiempo circular de los antiguos griegos. En la filosofía de Aristóteles, por ejemplo, todo lo terrenal se desarrolla cíclicamente en un proceso infinito. De allí que alguna vez el Trompo, encogiendo los hombros y con la voz cansina que lo caracterizaba, me lo haya explicado así: «Yo cuando me paso una vuelta con el rinban, ya que estoy le doy otra. Total, ¿qué más da?». ¡Ay, cómo extraño la imperturbabilidad del Trompo ante las adversidades de la vida! Su corta estancia en Berlín nos dejó una gran lección de vida, a saber: que es mejor no quedarse dormido en el rinban.
Mateo Dieste
(Montevideo, 1987) estudió filosofía e historia en Berlín, ciudad donde reside desde 2011. Autor del libro “Filosofía del Plata y otros ensayos” (2013). Entre 2019-2020 dictó un curso sobre historia global de la filosofía en la Universidad Humboldt. Ha publicado en Revista Ñ (Argentina), semanario Brecha (Uruguay) y también ha sido columnista radial de tango en Emisora del Sur (Uruguay). Aprecia la Berliner Schnauze y, si bien se mantiene leal al asado y al mate, dice que la vida sin chiles y harina de maíz sería un error. En la ducha puede alternar entre Héctor Lavoe o Rio Reiser.