El viejo Octavio vivía en la casa que había construido en los años sesenta. Como admiraba a Le Corbusier la vivienda resultó moderna y funcional, de vanguardia para una calle tranquila de Buenos Aires. Espacios abiertos, ventanales apaisados, líneas claras y una fachada limpia.
Su esposa Elena decoró los interiores según las revistas de la época; sofás de cuero, butacas de terciopelo, alfombras de colores y lámparas de aluminio.
“La casa es el estuche de la vida…” era la frase favorita de Octavio.
El dormitorio de María José, la única hija del matrimonio, estaba en el primer piso. En el garaje podía verse un Peugeot 404 y con el tiempo una Coupé Taunus. Aquel era el sueño de una clase media conservadora que desconfiaba del Peronismo.
Pero algo consumió la energía de aquel lugar. Nadie supo qué pasó en noviembre del setenta y seis, pero a partir de entonces Octavio se quedó solo y perdió las ganas de vivir.
Con el paso del tiempo la casa se fue deteriorando. Se despegó el empapelado, se sulfató la batería del auto, la humedad ganó los cimientos y Octavio se transformó en un viejo ermitaño.
Una noche oscura dos pibes armados saltaron por los techos y entraron en la casa de Parque Chas. Como adentro había poco dinero se desquitaron con Octavio, que estaba por cumplir los ochenta.
Lo golpearon, pero no llegaron a matarlo. Al recuperarse de los golpes el viejo instaló un circuito con varias cámaras de seguridad. A través de una aplicación podía ver las imágenes en el teléfono celular.
Ese verano hubo un apagón general y a partir de entonces se produjo algo inexplicable… La luz volvió al barrio con picos de tensión y se quemaron equipos electrónicos. En la casa de Octavio la cámara número tres, que cubría la sala de estar, comenzó a transmitir de forma intermitente hasta que dejó de funcionar.
Antes que el viejo pudiera avisar al servicio técnico el dispositivo se recuperó de la nada. Sin embargo, esa cámara volvió a la vida de una manera singular. Transmitía como siempre, en tiempo real, aunque ese tiempo ya no correspondía al presente.
Como si hubiese abierto una pequeña ventana al pasado el equipo número tres comenzó a espiar las situaciones que transcurrían en la sala, pero a principios del setenta y seis.
Lo primero que vio fue a su esposa mirando una telenovela. Ella estaba sola, sentada en el sofá, arreglada como siempre, esperándolo con una pollera escocesa, las piernas cruzadas y un vaso de whisky en la mano.
El viejo se quedó un rato mirando hasta que se vio entrar a sí mismo, venía del estudio con ese aire canchero y ganador que tenía a mediados de los setenta.
Al rato bajó María José a saludarlo, que estudiaba Filosofía y militaba en el centro de estudiantes.
Y esa, aunque intrascendente, fue la primera de muchas escenas que volvieron del pasado; cumpleaños, navidades, discusiones, peleas.
Cuarenta años después el viejo descubrió que Elena se arreglaba para salir a la hora de la siesta y que su hija se besaba con Lorena, una compañera con la que se juntaba a tomar mate y leer poesías de Pyzarnik.
El viejo se volvió esclavo de aquel sistema de vigilancia, pasaba días enteros sin comer. Perdió pelo y se le empezaron a marcar los huesos del cuerpo. Andaba desarrapado y pálido, con la mirada perdida.
—¡Ahí viene el fantasma! —gritaban los chicos del barrio al verlo…
Siempre había alguno que le tiraba con moras o nísperos maduros que crecían en los baldíos de por ahí.
Una madrugada el viejo vio cómo María José escondía un calibre 22 en el interior del sofá.
Poco después el viejo se vio a sí mismo abriendo la puerta y franqueando el paso a una patota del Proceso. Se le secó la garganta y le empezaron a temblar los brazos, que ya eran como ramas de una parra enferma.
Entraron a la casa cuatro tipos de civil. Buscaban a María José, que se había quedado a dormir en lo de Lorena.
Se mostraron amables y educados. La esperaron fumando relajados, Octavio hasta jugó una partida de ajedrez con uno de ellos.
María José apareció cerca del mediodía. No tuvo tiempo de sorprenderse, al ver la patota una fuerza invisible la empujó al otro lado de la sala, a los brazos del padre.
En ese momento el viejo se ilusionó pensando que las cosas sucederían de otra manera. Se imaginó empuñando el revólver y peleando a los tiros.
Pero sucedió lo contrario, algo mínimo, un gesto discreto.
El joven Octavio hizo una fuerza contraria a la de María José, apenas una leve intención, la suficiente como para que su hija comprendiera que no habría pelea, ni tiros, ni nada.
Y así terminó la espera del viejo, en silencio, encorvado sobre el celular, con los ojos enrojecidos, como un fantasma que manchado de moras y nísperos va desapareciendo en la penumbra de su propio tormento…
La puerta de calle se abre un par de días después. El aire está viciado adentro. Es la primera vez que María José vuelve a la que fuera su casa. La vecina que acaba de avisarle, se persigna desde el umbral mientras se tapa la nariz con un pañuelo.
La hija, que ya tiene sesenta años, percibe el olor a cigarrillos negros que fumaban los de la patota. Al atravesar la sala piensa en el revólver que aún está escondido dentro del sofá.
La mujer va con indiferencia hasta el cuerpo sin vida del padre. “La casa es el estuche de la vida…”, recuerda.
Al quitarle al viejo el teléfono de entre las manos el aparato se desbloquea. Por un instante María José consigue ver una escena efímera del pasado. Pero la batería se agota y la pantalla se apaga para convertirse en un espejo oscuro que refleja la imagen de su propio rostro.
Fredy Torres
Argentina, 1971. Estudió Diseño de Imagen y Sonido en la Universidad de Buenos Aires. Se perfeccionó en guión y dirección con varios maestros nacionales (Feldman, Ickowicz, Leiva Müller).
En 2006 fue becado por el programa País del Festival de Cine de Mar del Plata (programa “semillero de talentos”). Trabajó tanto en cine como en televisión, alternando entre el documental y la ficción.
Entre sus múltiples trabajos como autor se destacan el cortometraje para Historias Breves 2 “Líneas de Teléfonos” (1996), dirigido por Marcelo Brigante, ganador de numerosos premios internacionales (Bilbao, Oberhaussen, Cartagena, Bonn), el documental “El Nuremberg Argentino” (2004), dirigido por Miguel Rodríguez Arias, nominado al Cóndor de Plata a mejor guion y ganador del premio DerHumaLC; y la miniserie “Evita, un mito argentino” (2005), producida por Román Lejtman, ganadora del premio Martín Fierro a mejor documental y finalista a los premios INTE.
En 2010 dirige su Opera Prima “La Campana”, estrenada en multisalas de Buenos Aires e interior y calificada de Interés Especial por el Instituto de Cine argentino.
Como guionista free lance destaca la adaptación de la novela “La plegaria del vidente” (2012), dirigida por Gonzalo Calzada, nominada al Cóndor de Plata por mejor guion adaptado.
Actualmente escribe el guion del próximo largometraje de Gonzalo Calzada.