Carmen se sobresaltó al oír el mando de la tele caer al suelo.
Su pelo negro estaba recogido en el elaborado moño que siempre se hacía para dormir. Le encantaba el pelo rizado, pero era un regalo que la genética se había negado a concederle. Sus ojos azules, tan azules y cristalinos que siempre parecían estar bañados en lágrimas, escrutaron la oscuridad en busca de aquello que la perseguía desde hacía meses, pero no se dejó ver.
Nunca se mostraba ante ella.
—No te tengo miedo— mintió a la oscuridad con una amenaza implícita en la voz, como si pretendiera darle a entender a lo que fuera que la acosaba que era él quien debía temerla a ella.
Carmen era una mujer rebelde. No se sobrevivía a una dictadura estando en el bando equivocado y siéndolo, pero ella (en su infinita rebeldía) lo había logrado… y desde luego, no iba a permitir que nada la aterrara estando en su propia casa.
Además de rebelde, también era una ávida consumidora de todo lo relacionado con lo paranormal y lo esotérico, aunque jamás se había tomado nada de aquello en serio. Las cosas cambiaban de posición cuando no miraba, despertaba en lugar a los que no recordaba haber llegado, desaparecían cosas…
El mando de la tele debía de haberse encontrado hacia el centro de la mesa, junto a la bombonera de cristal, sin posibilidad alguna de caer. Y, sin embargo, allí seguía: en el suelo.
Carmen trató de controlar sus temblorosas manos formando puños con ellas.
—Márchate —ordenó.
La oscuridad se revolvió enfurecida a su alrededor. La mujer alzó las manos para protegerse de un golpe que nunca llegó. Oyó su atemorizada respiración acompañada del fuerte latir de su corazón. Bajó las manos lentamente, sin saber bien qué esperar.
La luz que entraba de la calle por las ventanas del salón había desaparecido y en su lugar se encontraba una cara blanca cubierta parcialmente por pelo canoso, largo y ondulado… y sin un cuerpo que la sustentara.
Gritó con toda su fuerza y terror, acción que la criatura imitó como un macabro juego, y cayó estruendosamente en su intento por huir dentro de la bañera golpeándose la cabeza con el grifo. ¿No estaba en…?
Unos pasos torpes, pero rápidos resonaron en el pasillo. Una luz cegadora disipó la oscuridad y un anciano apareció ante ella.
—¡Madre de Dios, Carmen! —Exclamó llevándose las manos a la cabeza.
El hombre se apresuró a ayudar a su mujer, pero fue rechazado con gritos incomprensibles, bofetadas, y zarpazos que se volvían cada vez más débiles. La sangre empapaba la oscura bata azul.
—Soy yo, mi amor. Soy yo, soy yo, soy yo…
***
Juan lloraba como no había llorado en su vida (y temía no parar de hacerlo nunca) en la sala de espera de urgencias mientras su médico de cabecera y amigo de toda la vida le echaba la reprimenda que sabía que merecía.
—Te lo he pedido por activa y por pasiva, Juan. Su estado es muy grave y es por cosas como la de esta noche que debe estar en una residencia. No puedes estar pendiente de ella las veinticuatro horas, necesita ayuda… los dos la necesitáis.
El anciano asintió.
—¿Cómo ha podido ocurrirnos esto a nosotros? —El llanto creció en volumen, intensidad y desesperación—. No lo entiendo, no lo entiendo… ¿qué voy a hacer sin ella? Si es todo lo que tengo… No se acordaba de mí, Manuel. Con lo que hemos pasado, Dios mio…
Una mano en su hombro intentaba servir de consuelo, pero no lo conseguía. Nada lo conseguiría nunca más.
—El alzheimer arrasa, viejo amigo, y tras él no queda nada.
Libertad Feo
Libertad Feo ha vivido toda su vida en el mismo lugar, rodeada de la misma gente. Educada desde la más temprana edad para ser buena, compasiva, sana de pensamiento y servicial. A Libertad Feo le gusta ser así, por supuesto, y nunca cambiaría su forma de ser por nada… pero su amor por la lectura, su hambre de conocimiento y su permanente ansia por escribir le han otorgado una forma diferente de rebeldía; un lugar donde ser salvaje, donde no tener piedad ni pedir disculpas. Blog personal