Ascenseur pour l’Echafaud – Miles Davis
Lo dijo la noche: solo somos espectro del pasado inaudito corroyendo estos huesos de pterodáctilo sobre el pecado original. No hay pena ni dolor ni sueño. Ni siquiera la fugaz forma en relieve de un amor. Días austeros como la fase final de una premonición antes del sueño. No se necesita viajar tan pronto a las fauces de un dios suicida que nos arranca la piel para poder sentir la vida regándose en nuestros poros. Pero vimos los cadáveres y nunca supimos qué hacer o cómo actuar. Quienes desaparecieron fueron mi madre y mi hermana y mi abuela y todas aquellas que pude haber conocido en el momento de penumbra. No se necesita ir a otros planetas para amedrentar a la madre, para decir lo que verdaderamente se tiene que decir. Pues la palabra es la pulsión; una memoria fragmentada que nos vuela los sesos en el momento que nadie observa o pretende no observar. En la avenida principal, la escena es abierta, en cámara lenta: plano general tan gigante que extrae la desolación y la ansiedad de los cuerpos. Son dos personas. La muchacha le abre los brazos y él enciende un cigarrillo abrazando el cuerpo de ella. Todo se congela tan estrepitosamente que el mar no puede contener la exactitud. Nadan los peces por las bocas sagradas del mal. Mi flor es una especie de naufragio que se promulga hasta el exilio. Hacen el amor mientras la misma cámara prosigue sus cuerpos desnudos y sudados y extasiados por el colérico vino que significan sus pechos juntos. Ella lo monta a caballo por ladera e imagina otros cientos de perros salvajes navegando por mares infinitos hasta volar por el acantilado. En la memoria, hubo un asesinato no hace mucho tiempo cuando los ojos se cerraron en la noche. Cuando los disparos cubrieron las grandes ciudades. Te amo, dijo ella. Y vio nacer de su vientre un cuadrangular hexágono digno de un signo zodiacal. Pensó, tal vez, que eran los símbolos sagrados de tierras olvidadas y sintió paz. Pero quince metros arriba del cielo, sobrevolando la quimera que significaba su mundo, pudo observar no solo a aquellos perros en las laderas sino también a los mismos niños y niñas que ella conoció. Y la lágrima salió por sus mejillas. La pipa de vidrio contenía el cristal del oráculo. Pero tan solo la visión era para aquellos que podrían desaparecer de su propio pedestal y aceptar la amapola del apocalipsis; el dolor es parte del credo, ella pensó. Y como una madre bondadosa e inocente les dio el pecho mientras ellos le rechazaban. Era un crimen sin cometido, le dijeron al desfigurado detective cuando éste sintió la pulsión en el pecho. Es un gato o un leopardo lo que salta sobre su mesa para quedarse ahí durmiendo frente a las fotos de los cadáveres descuartizados. El personaje pensaba en el futuro y sobre todo en las esferas. Decía que las esferas eran bombas de jabón donde todo aquello que sentimos se transfiguraría en el goce. No era así. El futuro era incierto como un manantial lleno de rosas y estiércol. Se dijo así mismo que los cuerpos rondando por las carreteras eran partes de una misma orden secreta. Pero bajo los edificios, ciertas personas fumaban cigarrillos adormeciendo los músculos y un pequeño hedor a marihuana con heroína confundían el lugar con un manicomio. Pensó en aquellas mentes suturadas por la tarde y también por la noche. Imaginó a su compañero de celda en las fuerzas armadas, mordisqueándose las uñas antes de adentrarse a un viaje psicodélico. No hace falta otras realidades alteradas en la conciencia para predecir la muerte de aquellos que no saben moverse con el viento. Mientras camina, los disparos le sumergen en corridas por callejones terriblemente franqueados por voces y rostros y manos que lo obligan a despertar. Observó su cuerpo flotando en un vacío tan negro que solo pensó en los ojos de ella como faroles en el camino. La muchacha había desaparecido por una calle un tanto extraña. Parecía subirse al auto de un fantasma. Así la vio recorrer las calles vacías mortificando su fuero interior y así poder decir te quiero. No se arrepintió cuando la encontró en su propia habitación con los rayos de luna entrando a destiempo por la ventana principal de un 8vo piso de ultratumba. Puedo oler a muerte y meado y mierda, se dijo. Pero el crimen no se resolvió y siguieron violando a las niñas dentro de la noche. Una sonrisa pequeñita y triste se asomaba en sus mejillas mientras el detective pensó, en la forma del olvido. Se quedó quieto entre la sombra y el destello de luna y observó a dos prostitutas caminar a la deriva. Sonaba una canción de Héctor Lavoe a la distancia. Y el club nocturno seguía abierto y se preguntó si tal vez una copa más no haría daño. Caminó lentamente. Entró al lugar. Se sintió acompañado y solitario y miró los otros sitios y aquellas personas con síndrome animal, con parches y tatuajes, sin dedos y sin uñas, sin esperanzas y sin anhelos, con el corazón en la mesa o en su garganta y le hicieron sentir felicidad. No la podía cambiar. Ni tampoco ver el sueño de un elefante caminando por el descampado africano. Ni observar por fin cómo una hiena corría por el desierto. Tal solo tenía una botella de cerveza y la brisa fresca de la noche. Caía nieve estaba claro. Hacía frío. Un frío que congela el pensamiento. Pequeño mono aterido de frío. El cuerpo de ella se reflejó distante hasta sentarse con él. Ella dijo que todo estaba bien, mientras encendía un cigarrillo fino y blanco como la misma nieve. Y juntos vieron caer los copos, hasta que aquello formase una barrera entre la realidad y el sueño. Y por fin despertar.
Pedro Mieles Cantos
Guayaquil, Ecuador. Poeta fundador del romanticismo visceral; 24 años. Cuento finalista publicado en marzo 2020, Miami, Florida, Revista editorial “La nota latina” Concurso internacional, cuéntale tu cuento a La Nota Latina. Un poema publicado en la revista editorial “Nefelismos” Venezuela 2020. Un poema publicado en la revista editorial “Teresa Magazine” México 2020. Dos poemas publicados en la revista “Herederos del Caos” California 2021. Instagram