No me asombra que la vicisitud del señor presidente nos regale este debate tan descomunal, peor que no lo hiciera. A veces el silencio es tan mortal como la distancia, sobre todo la distancia del que tenemos más cerca. A algunos se les olvidó la maquinaria ilusoria del estado profundo de Colombia, se les olvidó la peste, porque su peste era el señor presidente. Pareciera poco frecuente, el hecho en que los terremotos del alma, esos demonios que viajan al compás oscuro, tuviesen su fin, un fin con la caída de aquel omnipotente, de palabras que para muchos eran hirientes y a otros, las de un valiente.
Es preciso, se hace preciso, hacer justicia desde nuestros sanos juicios o quizás desde la luz de los hechos. Aunque en especial aquellos recovecos de las investigaciones; de las perversiones, de las depravaciones de sus acciones o, tal vez, las de sus detractores.
Contaré mi parte, no mi indagación bendita y engendrada desde la ingenuidad por este tema, no. Mi exilio fallido. Fueron dos los meses que duré en la isla de Tabarca, refugiado en un baño en algas fluorescentes, de posidonia oceánica. Dos meses, cautivo en ese experimento lóbrego, vestido de matorrales, rodeado de alcatraces mortales, de sangre de alcatraces; de gaviotas de Audouin, de viseras perplejas de cormorán moñudo, anegado de ese olor de aves del Mediterráneo que se cruzaba con mi dolor, un dolor con olor a el paiño, aves que se alejaban cada vez más de vista, pero con ello, mis recuerdos nunca se iban, anclados como el faro a la roca en su maridaje indisoluble con el mar. Ajeno a mí, escuchaba esas voces perdidas en hechizos, desconocidas y susurradas; la brisa era fría, liviana, tenue y me aliviaba de ese calor del día. Me cuidaba un gitano, parecía un gitano, hablaba tabarquino. En las noches cuando me amarraba a esa viga del techo de una barca vieja, en una cocina al aire libre, me rociaba sangre de alcatraces entre letanías de su lengua gitana. -Para que no escapara-, decía, y que para que en las noches se alejara el espíritu de la muerte. Al principio, pensaba que todo eso era para que yo no me fuera en uno de esos barcos, pero con los días entendí que, este señor gitano, creía que un espíritu me llevaría al mar de nuevo para mi muerte. Yo le gritaba: los vampiros en Mediterráneo no existen viejo “pendejo”.
En las orillas, mi vista se perdía en el infinito mecer de los líquenes verdes cristalinos que bailaban con lo que parecía luciérnagas, o tal vez, a veces pensaba que mis ojos se volvían de sal, salados los sentía y albergaban su grata nostalgia, con las dos gaviotas que se camuflaban entre sus besos sobre un mástil del puerto en unas noches interminables. Sentía alivio de haber salido vivo, cojo, herido, incompleto, pero vivo; hediondo a la esparraguera blanca, a la bufera y al látigo de los espinos blancos entre un conjuro incomprensible, sin la más mínima certidumbre, atajado en una fragilidad única, viendo un cielo ilógico de nubes que viajaban al oeste.
Cuando estuve cuidado por el gitano, él sanó mis heridas, cuidándome como otro habitante más de la isla. Me rescató de un naufragio personal a un par de horas de la tragedia. Decía que como de seis metros de largo era la tabla de madera en la que estaba aferrado, él me encontró flotando; flotando, ese era otro olor espantoso, era un listón salobre, adoquinado de un cemento verdoso, que lloraba entre sus grietas una agüita que creo tragué con tierra. A la deriva, el cielo era más pequeño que mi mano, pero de un azul más grande que el todo. A la deriva, solo recuerdo que cuando él se acercó en su lancha, ese sabor salado se perdía lento cuando sentí el olor de las algas y de un pedazo de tierra, la isla de Tabarta.
Había sido tirado ahí, lejos de la costa para un olvido irremediable, casi muerto, casi a mar abierto. Tirado por esos vampiros sin colmillos, pero con balas, muchas balas. Aunque a mí no me importaban las balas, ni lo mucho que poseían, sino que bastó una sola, en un momento eterno, para llevarse a mi Manuela. Mi pobre Manuela, mi pedazo de divinidad que hizo de sus alas su equipaje; el 11 de septiembre, su día, quizás las 3:00 p.m. su hora. La hora, en que cuando se disipaba el eco del disparo, perdido con el aleteo de las aves; en su celular, en un video decía la noticia: a esta hora el presidente pide una plegaria por los muertos.
Ustedes me preguntarán ¿pero cuáles hechos? Yo no sé. Solo puedo decir, que huimos de América, del crimen de aquella mujer llamada Luna; aun así, mataron a mi mujer en medio de un puerto, me tiraron al mar, lejos de la costa de Alicante; me salvó un gitano brujo y ahora, estoy desecho y dueño de algunos rezos, y uno de esos rezos me hace pensar que esto es el sueño de niño de nueve años, llamado Marcos, Marcos Vela.
Luis Felipe Vásquez Aldana
(Barranquilla, 1974) es un escritor colombiano de ficción histórica del Caribe. Ha publicado dos novelas de corte histórico alternativo (ucronía), dos libros de relatos juveniles, un poemario y una última novela de ficción histórica sobre el Caribe llamada Los impostores del Paraíso.Es publicista, mercadólogo, con estudios humanísticos en Historia de Hispanoamérica, en cambios sociales y culturales de finales del siglo XX (1970-1990), y en cultura, arte y política en Hispanoamérica, en la Universidad del Norte (Barranquilla) y Máster en Marketing y Dirección Comercial de la Escuela Europea de negocios, EUDE de España.