Mientras tomo el último trago, miro dentro de mi taza de té casi vacía, que se oscurece hacia el fondo, en el torbellino de cercos y dibujos grabados en las paredes internas, que me arrastran hacia dentro. Y separo la taza de mis labios porque por un momento siento que me falta el aire y que me ahogaré, si no me aparto.
Ya hace horas que ha amanecido y no sé qué hago en este apartamento, desayunando al lado de un desconocido, que mastica una tostada en silencio, un hombre extraño del que apenas sé nada, tan solo conozco su nombre, su cuerpo desnudo y su olor, que ha impregnado pocas horas antes en mi piel. La cercanía de su presencia no me provoca agrado ni repulsión, simplemente me resulta un ser ajeno y me tienta a deslizarme hacia el vacío de mi taza de té, que ahora lamento haber terminado por haber perdido la oportunidad de desaparecer con el último sorbo.
Me visto despacio y el hombre me acompaña hasta la puerta.
Los brazos me cuelgan inertes y noto cómo me presionan levemente las costillas al recibir un abrazo blando que esperaba sin desear. Y giro mi cabeza ladeada, que apenas roza su mejilla, no para escuchar las palabras que me susurra al oído, cuyo significado entiendo pero no comprendo, sino para encontrar el halo de luz que a estas horas debería atravesar el amplio hueco de la escalera desde el zaguán —cuatro pisos más abajo—, donde el portón acristalado de la entrada ya le debería haber permitido el paso. Y entonces siento miedo por si la noche se hubiera tragado con ella la puerta de salida. Me angustia pensar que, cuando baje los escalones, la oscuridad se hará cada vez más profunda y quedaré ciega, con las manos sujetas a la barandilla sin poder irme, porque no habrá nada.
Pero seguramente mi temor resulta infundado; simplemente es demasiado pronto y los rayos débiles que ahora atraviesan con dificultad el cielo gris, no han conseguido sortear los edificios, ni escurrirse aún por las fachadas hasta alcanzar la calle, la acera o el portal, porque todavía pasean por los tejados de pizarra nevados.
Probablemente, como la capa de nieve sobre las tejas, todo permanecerá inerte durante unos meses, como el fantasma del portón acristalado, el zaguán oscurecido y las sombras espectrales de los escalones que llevan hasta la vivienda.
Solo la primavera logrará borrar a los fantasmas que habitan en la garganta del edificio, cuando los primeros rayos de sol tornen visibles a las motas doradas en suspensión del hueco de la escalera, cuya danza circular y serena no se verá nunca más interrumpida por mis pasos y mi aliento acelerados al subir precipitadamente los peldaños.
Hace varios años era inevitable remover el aire, por la ilusión de alguien que te espera, la embriaguez del enamoramiento, el deseo irrefrenable, la frescura de desnudar sin preguntar en nuestro pequeño apartamento del cuarto piso.
Sin siquiera sospechar que la desidia es un veneno, que sube los peldaños, más etéreo y veloz que tus jadeos. Y sonríe con madurez y experiencia al ver la premura de tu deseo y se deposita invisible a tu alrededor y cobra fuerza, mientras observa con laxitud cómo conviertes a tu alma gemela en un extraño que desayuna a tu lado, que te abraza sin saber ya cómo hacerlo, que se despide de ti cuando ya sabe que te fuiste hace mucho por una puerta invisible, de donde nunca más vas a volver.
Beatriz Schleich
Beatriz Schleich nació en Castellón de la Plana en 1970. Se diplomó en Ciencias Empresariales por la Universidad de Valencia y se licenció en Traducción e Interpretación por la Universitat Jaume I de Castellón. Realizó el master en Traducción especializada alemán-español a distancia por el SELM (Sociedad Española de Lenguas Modernas) de la Universidad de Sevilla, el master CIEL (Comunicación Intercultural y Enseñanza de Lenguas) en la Universitat Jaume I de Castellón.
Actualmente estudia Enfermería en la Universitat Jaume I de Castellón.