En una comarca limitada por un río ancho y plateado, sus habitantes frívolos e indiferentes citadinos, disfrutaban de confort y abundancia.
Pueblo nostálgico y quejoso, centraba su disfrute en consumir con ostentación. Como en todo poblado, los vulnerados se arrinconaban en las márgenes para hacerlos poco visibles. La presencia de éstos era considerada por sus acomodados conciudadanos, como poco estética y en discordancia con la belleza de los atardeceres.
Los días transcurrían con el sonido de un quehacer frenético de lunes a viernes. Y con gritos y alaridos desenfrenados durante los fines de semana. El alcohol era la llave que permitía pasar de la rutina a una enajenada diversión. Las calles se atestaban de indolentes vecinos tratando de huir del hastío de sus vidas.
Los pobres orilleros, dejaban sus precarias casas el domingo por la noche. Recolectaban en la oscuridad los residuos de las alocadas reuniones callejeras. Desechos de comida eran transformados en exiguas almuerzos y cenas de los días sucesivos. Objetos olvidados o perdidos eran reutilizados o empeñados para calmar el hambre de los más pequeños.
Las centurias pasaron sin que las situaciones de unos y otros cambiasen.
Hasta que en los albores del siglo recién comenzado, un pequeño conglomerado de moléculas movió los lugares e injusticias estancos.
En silencio una nueva especie de virus invadió los cuerpos de ciudadanos de primer y último nivel. Los microorganismos infectaron a muchas personas en diferentes puntos del pueblo. Pero por una cuestión estratégica prefirieron las muchedumbres. Así el pasaje de un huésped a otro era más eficiente. Transportados por el aire alcanzaban las mucosas faciales por donde se introducían. En el torrente sanguíneo, llegar los pulmones era tarea sencilla. Los alvéolos funcionaban como nidos calientes y resguardados para potenciar el crecimiento de las crías.
Esto alertó al grupo pudiente que comprendió con premura las consecuencias de una propagación masiva. Así que organizados en pequeñas milicias armadas, amurallaron los barrios humildes, impidiendo la diseminación. Encerrados como ratas de laboratorio, atestiguarían la premisa darwiniana: la supervivencia del más fuerte. Morirían los que debían morir.
Al cabo de un mes la densidad poblacional de los orilleros mermó en un 50%. Los adultos y viejos morían fulminados por los microbios. Los niños más pequeños resistían durante más tiempo los embates virales. Hacinados, el virus no tenía límites. Pero si una frontera amurallada.
Mientras tanto, en la ciudad la vida continuaba con una relativa normalidad. Seguros de su omnipotencia sólo se tomaban mínimos recaudos higiénicos. Filtrar el aire en lugares cerrados, lavarse las manos con frecuencia y utilizar barbijos eran molestias soportables. Continuaron las fiestas multitudinarias en calles y plazas.
Algunos visionarios grupos inmobiliarios comenzaron faraónicos proyectos en las tierras que pronto quedarían despobladas. En poco tiempo los postergados estarían extintos. Asumirían el costo que implicaría echar abajo las murallas y trasladar los escombros. Pero el cuantioso rédito que se obtendrían de esos suelos con vista al río sería una justa recompensa.
Otro grupo económico calculaba con codicia la forma de encarar negocios de los que se obtendrían millones. El cavado de gigantescos hoyos a cien kilómetros de la comunidad había comenzado. Estipularon que en 10 años serían campos muy bien abonados con los cadáveres de los marginales. Constituirían un opíparo sustrato donde recolectar decenas de cosechas.
Pasados cinco meses, sólo quedaba media docena de niños sobrevivientes de la masacre viral en las casuchas de la ribera.
Los empresarios no estaban dispuestos a esperar otros tantos meses para un final anunciado. Al ser pequeños fuertes, blancos y de ojos claros, propusieron que se pusieran en adopción. Se abrió una lista de parejas postulantes. Los niños fueron sometidos a estudios minuciosos para constatar su salud. Ninguno presentaba rastros de los microscópicos parásitos. Y así que pronto formaron parte de las mejores familias que padecían la desgracia de la infertilidad.
Criados en pudientes hogares crecieron con todos los privilegios que su origen les había negado. Por una finalidad innata los jóvenes sobrevivientes se convirtieron en amigos y compinches. Las cualidades de inteligencia, creatividad, empatía, y criterio analítico los hacían sobresalir fácilmente. Gracias a éstas, a las conexiones familiares y a una educación de excelencia, lograron acceder a los puestos de mayor poder. Algunos años después constituyeron el grupo hegemónico de la comarca.
Formaron familias con tres hijos cada uno. Dos varones y una niña era el patrón de los géneros que se repetía en cada descendencia.
Al cumplirse el 25º aniversario de ocurrida la pandemia, los potentados camaradas organizaron un festejo para conmemorar la batalla ganada al irreverente virus. Para ello se montó alrededor de la plaza central una gigantesca réplica del invasor que sería quemada a la medianoche bajo los abucheos de la comarca allí reunida.
Frente a un sublime atardecer, la fiesta comenzó. Las bebidas alcohólicas inundaron ávidas gargantas. La música hacía vibrar músculos enardecidos. Cerca de las 12 de la noche el descontrol estaba por estallar… Pero las sirenas anunciaron con estruendo que la majestuosa fogata estaba a segundos de enceguecer pupilas y atenuar excesos.
De cada espícula que formaba al ciclópeo modelo del coronavirus, se desprendieron llamaradas de 50 metros que iluminaron el oscuro cielo. Era un espectáculo hipnotizador. A los pocos minutos la cápsula exterior se desgajó, dejando ver en su interior un ARN genómico enrollado. El abucheo fue ensordecedor al observar el poderío desnudo del germen. Inmediatamente el espiral nuclear se desplegó y eyectó un polvo que envolvió a la multitud. Como robots programados, uno a uno los concurrentes se fueron irguiendo y enfilando. Los ojos dejaron de parpadear y los rostros perdieron toda expresión.
Los seis amigos miraban el espectáculo desde la terraza de unos de los edificios construidos sobre sus otrora humildes viviendas. Brindaron juntos a sus hijos el resultado obtenido. Debajo de ellos, un ejército de esclavos estaba expectante para obedecer sus órdenes.
Uno de los niños miró a su padre y le preguntó:
–Papá, dijiste que a partir de ahora la ciudad va a tener otro nombre ¿cuál?
–Desquite, hijo…–respondió el padre con una satisfactoria sonrisa.
Beatriz Mullen
Docente jubilada dedicada al placer de la escritura creativa largamente postergado por falta de tiempo. Comenzó en esta actividad en la adolescencia y la ha nutrido durante toda su vida. En esta nueva se ha volcado de lleno a perfeccionarla. Ha realizado varios talleres y cursos siendo los dos más relevantes Laboratorio del Poeta e Introducción a la Narratología, en la Facultad de Filosofía y Letras (Universidad de Buenos Aires) en 2019.
Obtuvo el primer premio en el Concurso Literario “De Ana Frank a nuestros días” en la categoría educadores (2009). El mismo fue organizado por el Centro Ana Frank de Argentina. La obra premiada se titula Las tres páginas siguientes. En ella la autora ha tratado de continuar el relato de la pequeña mártir hasta su llegada a Auschwitz. La misma se basó en una profunda investigación sobre el peregrinaje de la familia Frank hasta el campo de exterminio.