Sabemos que las agencias turísticas presentan a Berlín como «the coolest city in the world». El History Channel, en cambio, muestra que aquí hubo nazis, batallas espectaculares, un muro y, desde luego, comunistas. Por otra parte, ciertos periódicos nacionales suelen indignarse ante la suciedad, el caos y la cantidad de inmigrantes que tiene la capital alemana. Pero muy pocos destacan a Berlín como el ágora teutona por excelencia, esto es, como una ciudad altamente politizada donde se concentran las manifestaciones más significativas del país. De allí que no sea nada extraño recibir invitaciones del tipo: «El domingo hay una demo en contra del aumento de la vivienda. ¿Vamos?». Porque, efectivamente, las así llamadas demos —es decir: las protestas, marchas o manifestaciones públicas— constituyen uno de los bastiones de la vida social berlinesa.
Todas las demos suscitan, casi sin excepción, alguna controversia. Claro que por allí radica la gracia de vivir en democracia, pero al mismo tiempo es una consecuencia directa de llevar un conflicto de interés a la agenda política. En Berlín vamos a una demo porque estamos a favor de la redistribución de la riqueza y nos sumamos al movimiento Fridays for Future, porque queremos un nuevo convenio colectivo para el personal universitario, porque hay que denunciar la especulación inmobiliaria o porque nos solidarizamos con los productores agrícolas de Brandeburgo, con el sindicato berlinés de los trabajadores metalúrgicos, las víctimas de un ataque neonazi en Neukölln o con la resistencia kurda en contra de los Lobos grises. Sí, las demos de Berlín son casi siempre glocales: transcurren en una localidad concreta pero se proyectan a una dimensión global.
El conteo de los participantes a una demo es, también, una cuestión política. Mientras que los organizadores tienden al autobombo, la policía busca minimizar la repercusión de cada aglomeración. (En octubre de 2015, por ejemplo, tuvo lugar una megademo en contra del Tratado de Libre Comercio entre la Unión Europea y Estados Unidos: según los organizadores asistieron 250.000 personas, la policía en cambio contó a 150.000). Los medios, naturalmente, hacen lo de siempre: difundir imágenes de vandalismo y poner énfasis en el desorden, aunque raras veces explican cuáles son las condiciones estructurales que a menudo dan origen a la indignación colectiva.
Cuando un latanga va a una demo berlinesa por primera vez, se plantean varios interrogantes al mismo tiempo: ¿por qué la policía acompaña sin agredir? ¿Por qué hay tanto loco suelto disfrazado de cualquier cosa? ¿Se viene aquí a bailar y a beber, o a protestar en contra del sistema? En efecto, no es fácil dejar de ver a la policía como enemigo: porque aquí no salen a matarnos sino a protegernos —¡aun cuando hayan demasiados racistas al interior de la policía berlinesa! Tampoco es fácil entender qué es lo que hace un señor disfrazado de Napoleón III en un 8M, gritando «¡Viva Perón!» con acento curioso y marchando atrás del colectivo NiunaMenos Berlin. Y, desde luego, no deja de ser un poco desconcertante el omnipresente punch-punch-punch de la música techno, en una demo con pancartas anticapitalistas y activistas llamando a la lucha de clases.
Con el tiempo, uno se acostumbra y acepta esa extravagante fusión entre demo y rave al aire libre. Los agoreros de turno, obviamente, dirán que el consumismo hedonista ha colonizado a la militancia: que sólo bailamos, nos drogamos y luego acabamos siendo unos cosmopolitas despolitizados. Sin embargo, para el latanga quizás lo opuesto sea lo cierto, ya que en una demo berlinesa nadie te pregunta de dónde sos, qué estás haciendo aquí, cuánto tiempo te querés quedar, ni te hablan en inglés por hablar mal alemán. Estar en una demo berlinesa es darse cuenta de que sí sos parte de la ciudad, y que pese a los mil y un choques culturales diarios, no somos tan diferentes como pensábamos. Sentirse parte en una demo berlinesa, entonces, es también formarse como ciudadano y, por qué no, un modo de sanar la política.
Mateo Dieste
(Montevideo, 1987) estudió filosofía e historia en Berlín, ciudad donde reside desde 2011. Autor del libro “Filosofía del Plata y otros ensayos” (2013). Entre 2019-2020 dictó un curso sobre historia global de la filosofía en la Universidad Humboldt. Ha publicado en Revista Ñ (Argentina), semanario Brecha (Uruguay) y también ha sido columnista radial de tango en Emisora del Sur (Uruguay). Aprecia la Berliner Schnauze y, si bien se mantiene leal al asado y al mate, dice que la vida sin chiles y harina de maíz sería un error. En la ducha puede alternar entre Héctor Lavoe o Rio Reiser.