“Haga todo al pie de la letra, señor Soler, y le aseguro que no derramará ni una gota de sangre” fue la advertencia que escuchó Josep antes de recibir las instrucciones para su nuevo trabajo. Bueno, si es que se le puede llamar “escuchar” a esa descoordinación entre unos tímpanos sintiendo vibraciones y a un cerebro desentendido de todo presente en favor de las memorias de un lejano verano universitario, el verano de las votaciones:
“Josep. Volviendo al tema de las votaciones para aprobar esa ley contra los criminales… ¿Crees que con la nueva condición, que quien sabe de qué novela de ciencia ficción la ha sacado el gobierno, más gente va a votar?” Decía su amiga con la voz parsimoniosa como para no ofender la calma del río.
El joven pensaba por un momento. Sus ojos se mantenían cerrados pero inundados de la luz naranja del verano
“Yo voté ayer a primera hora”. Respondía sin mirarla.
El río se llevaba las ramas caídas y las meditaciones somnolientas.
La voz del instructor retumba entre las paredes de cemento de la sala, cortando las tibias memorias de Josep: “El primer paso es preparar la camilla. Ubíquela junto a aquel mueble de acero. Adentro están los instrumentos médicos. Observe esas dos correas. Van en el brazo del paciente. Esta de abajo probablemente se imagina para qué es, es para hacer un torniquete y así resaltar la vena donde usted va a aplicar la inyección. La otra correa es la que seguramente se le escapa. Esa va a restringir el movimiento del brazo. Muchos de los pacientes en este punto todavía no están convencidos de poder recibir la inyección, y puede que a último minuto se tornen… obstinados. Tome la jeringa de dentro de la bandeja, insértela en aquel pequeño envase de vidrio y hale del émbolo para succionar el líquido y llenar el receptáculo.” Josep pasaba su dedo distraídamente por el material afelpado de las correas amarradas a la camilla, percibiéndolo como un santuario de calidez entre la frialdad clínica de los implementos.
“Mi abuela me acaba de dar una noticia y, honestamente, la noté alegre. Ganó el Sí. La ley se aprueba” Se jactaba él, mientras masticaba despreocupadamente la torta con café que le habían preparado.
“Yo creo que en cuestiones de crímenes contra personas la gente se deja llevar por los primeros sentimientos, por los impulsos” se lamentaba la amiga, dejando caer los hombros decepcionados. “Juzgan con más severidad al que asesina a alguien que a quién da la orden de matarlo.”
El tranvía suena en la calle y dentro en la casa la tapa de la olla tiembla, dejando escapar vapor que inunda todo con olor a comida casera de abuela.
“La persona que sea capaz de seguir ese tipo de órdenes es un peligro para todos”, era el seco ultimátum de Josep.
“El frasco de vidrio debe quedar vacío. Hay que usar todo el líquido para garantizar que el procedimiento sea efectivo y sin sufrimiento. Sostenga la jeringa con la aguja mirando hacia arriba, golpéela suavemente en el costado para que las burbujas de aire floten a la superficie y presione para extraer el exceso de aire ¿Todo bien hasta ahí? Bueno esa fue la parte fácil. Ahora entramos en contacto con el paciente. Ubique la vena que se vea más prominente en el antebrazo, tensione la piel con sus dedos e inserte la jeringa en un ángulo de 45 grados. Inserte la aguja de manera que el fluido se inyecte en la dirección del flujo sanguíneo. Una vez adentro, hale el émbolo un poco: si ve que entra sangre color rojo oscuro, la aguja está en posición y podrá continuar con el procedimiento.”
“Josep, la gente se pregunta si esos criminales tienen derecho a vivir, pero yo creo que se deberían preguntar si nosotros tenemos el derecho de matarlos. A lo mejor sí que se lo preguntó el hombre que hizo esa última ejecución hace tantos años y por eso renunció.”
“Matar.” Murmuraba Josep mientras las palomas lo miraban a él y a su amiga desde los cables de la energía. “Si hay que hacerlo… hay que hacerlo. Por la seguridad de todos”.
“Entonces no te importa que no haya más empleados estatales dispuestos a hacerlo, y que por haber votado a favor ahora tu estás obligado a ser candidato en el sorteo que escogerá al próximo verdugo.” Apuraba ella amargamente, en una amalgama de afirmación y pregunta.
“Señor Soler, llegó el día y llegó la hora. Escuche, es entendible que el paciente tenga nervios, tiemble, o lo que sea. Y que usted tenga nervios y tiemble también es entendible, por supuesto, pero no aceptable. Hay que garantizar la comodidad del paciente en todo momento.”
El condenado fue conducido a la sala según el ensayado protocolo. Las instrucciones fueron cumplidas. Los instrumentos utilizados, limpiados y puestos de nuevo en su lugar. Los medios fueron informados de la hora del deceso y las noticias fueron esparcidas por cada televisor. Josep ya llevaba más de tres horas acostado sin poder dormir, recordando ese momento de parálisis y la voz firme que lo terminó:
“Por favor señor, hágalo ahora…
Señor Soler, es una orden.”
Josep sentía que ya no estaba sobre su cuerpo el peso de esa terrible tarea. Pero allí recostado en silencio no podía dar fé de alguna especie de alivio. Donde estaba la carga ahora pesaba un vacío. El vacío de una labor que no iba a encontrar burocracia capaz de solventarla por eficiente que fuera. Muchos injustamente muertos merecían la vida, y a los vivos que merecían la muerte se la rapamos con diligencia, pero llegado el día de nuestro arrepentimiento ¿Podríamos dárselas de vuelta?
J. Sebastian Gómez P.
Exingeniero informático nacido y criado en Bogotá, Colombia. Explora fusiones conceptos de múltiples áreas de la experiencia humana aparentemente disparejas y las expresa a través de distintos medios artísticos. Instagram.