Bebió lentamente de la copa el fruto de Dioniso. El vino había sido cuidadosa y secretamente preparado por su amigo Zenón. Realizó la libación en el pequeño altar cerca de la ventana. Encendió tres cirios y quemó incienso. Con su cítara entonó el himno: “Hijo de Semele, nacido dos veces,/ tu fruto trae el dulce recuerdo y el éxtasis sagrado, Evohé/ ilumina la noche oscura del espíritu/ ayúdanos, Dioniso Zagreo, Evohé./ Somos parte de tu séquito de coribantes en la danza sagrada/ que tu fruto nos inspire con la santa memoria de nuestro origen, Evohé”
Se recostó en el triclinio Entornó los ojos. El sol se había puesto en el Cerámico y la primavera bañaba Atenas con un Noto ligero y sinuoso que ascendía desde el Pireo. Los recuerdos, como traídas por la Musa de la Memoria, llegaron desde lejos al espíritu de Diodoro. Afloraron las imágenes del final de la Escuela. Un edicto del emperador Justiniano ordenaba el cierre de las Escuelas de Filosofía.
En la hora tercera desde que el sol se levantó llegaron los soldados. Damascio había dado libertad a alumnos y profesores para permanecer allí o –lo que parecía más prudente- para marcharse. Diodoro, como bibliotecario, llegó al amanecer y se acomodó en la sala de lectura, leyendo esta vez las Meditaciones de Marco Aurelio, el emperador filósofo. Era su manera de burlarse de Justiniano, un “Nerón del espíritu” como sostenía Damascio. Los soldados fueron amables, les dijeron simplemente que se marcharan porque tenían que clausurar el edificio. Uno de ellos había sido alumno de Isidoro y aunque no habló, insinuaba una sonrisa cómplice.
Lo peor vino después. Por la tarde llegaron los monjes de negro que obedecían directamente las órdenes del obispo. Rompieron las puertas y, sin contemplaciones, quemaron el edificio y todos los libros. Antes, habían destrozado estatuas y altares en un ultraje feroz. Los rescoldos tardaron muchas horas en apagarse y el calor que desprendían fue remitiendo poco a poco como si la Escuela misma agonizara con ellos.
Un mundo había desaparecido definitivamente con esas cenizas. El mundo griego no se inició con la filosofía sino tal vez con los aedos y los cantos de Homero pero terminó cuando el edicto del emperador cristiano acabó con ella. El poderoso mar del cristianismo, un océano devorador, había abatido definitivamente la playa dulce y muy discreta en que se había convertido la Academia de Platón y, tal vez para siempre, lo inundaba todo ya.
Damascio con Isidoro y Simónides huyeron a Persia. Cosroes los acogió. Se reunieron brevemente con ellos antes de la partida y él se abrazó al maestro como a un padre. Buscó trabajo después en el taller de instrumentos musicales de Simmias y allí permaneció muchos años hasta que las manos perdieron la destreza y flexibilidad necesaria. Como sus amigos, había conseguido una enorme habilidad para parecer cristiano.
Ahora recordaba el último curso de Damascio. Fue sobre Eleusis, el mito sagrado de Deméter y su hija, la Core divina. El rito de iniciación más profundo, más hermoso y más importante del mundo griego. Y su trágico final. Alarico abatió el santuario de la diosa pero no fue el bárbaro sino los monjes que lo acompañaban quienes realmente destrozaron todo reduciéndolo a ruinas.
Trágico y sorprendente paralelismo: el rito que mejor simbolizó el espíritu de los griegos y una de los estandartes más brillantes de su cultura unidos por un mismo y bárbaro final en dos tiempos. Los soldados volvieron enseguida de la Escuela. Alarico fue invitado al día siguiente a visitar Atenas. Los monjes hicieron el resto.
El mito, explicaba Damascio, lo transmitió el himno de Homero divino que aún se podía consultar en la Escuela. Perséfone era la hija de Deméter, la diosa del trigo, de la vida, la madre primordial. Hades se enamoró de ella y la secuestró aprovechando el amor de la hija por las flores. Hizo crecer un macizo majestuoso de narcisos y Perséfone se propuso arrancarlos. Lo consiguió pero del hueco enorme salió el dios de las tinieblas en su carro terrible y se la llevó a su reino.
Su madre la buscó y en esa tristísima tarea llegó a la llanura de Eleusis donde la recibieron las hijas del rey Celeo. Su madre buscaba una nodriza para su hijo y la diosa, convenientemente disfrazada, se ofreció a ello. Por las noches ponía al niño en el fuego y lo frotaba con néctar. Iba a hacerlo inmortal. Sin embargo, fue descubierta y llena de cólera se presentó en toda su grandeza y advirtió a la madre de su torpeza. Ordenó, que le construyeran un templo para dar a conocer sus secretos. Efectivamente, recordaba Damascio, a los griegos se les dio entonces el secreto de la inmortalidad. La visión. La manifestación de la Verdadera Identidad.
Diodoro recordó su iniciación. Con Zenón, Hermócrates y Fedro. Fue en los Campos Aquerónticos. Tres días de ayuno y profunda meditación, vestidos de lino blanco. El kykeon y la música sagrada La música era el escalón final hacia el Sentido. La danza maravillosa en torno al fuego en la noche sagrada. Y el estribillo de la canción: «Ojala que el sol brille para ti durante mucho tiempo y que la Luz que hay en tu interior te guíe a lo largo del camino». Ser uno con la Luz en la Luz.
Diodoro se durmió profundamente.
Jose Ignacio Eguizábal
(1957) Escritor y ensayista. Ha publicado algunos libros, entre otros: Hölderlin no estaba loco (2013), Y no olvidaremos. Terrorismo y Libertad (2014). Nietzsche, el entusiasmo y el análisis (2018). El exilio del alma. Sobre María Zambrano (2019), Entre la niebla (relatos) 2019. De la música (2010). Ha recibido algunos premios: Odón Betanzos de ensayo (NY, 1999). Breve de ensayo Oliva Sabuco (Sevilla 2012), literario, Ateneo Español de México, (2015). De ensayo, Universidad Nacional de Costa Rica, (2015). De relato, Letras Libres (2018). He publicado en Claves de Razón Práctica, Ínsula o Cuadernos Hispanoamericanos. El relato Un sueño forma parte del libro De la música que acaba de aparecer, Editorial Camelot.