Sonríe mientras está recostada en la cama al lado de Ramiro, su novio. Es una sonrisa que esconde un secreto o una mala intención, enigmática como la de la Mona Lisa. Ramiro ronca cavernosamente y a ella parece no importarle, se echa boca abajo y asume una postura de esfinge del desierto egipcio para velar sus sueños y se pregunta qué estará soñando Ramiro. Le acaricia los cabellos y él cambia de posición dándole la espalda. Arantxa suspira y lo observa sin moverse durante diez minutos. No puede descansar y se siente aburrida: el apagón ha obligado a todos a meterse a la cama temprano. Son casi las cinco de la mañana y se ha pasado casi toda la madrugada sin poder pegar los párpados. Intentó cerrando los ojos y contando ovejas, pero ninguna se asomó. Cada vez que cerraba los ojos algo la distraía: el viento que golpeaba traviesamente los quitasueños colgados del jardín, un perro ladrando a lo lejos, un gato recorriendo un techo cercano o la sensación que alguien camina dentro de la casa procurando hacer el menor ruido posible. Arantxa es consciente que no ha dormido casi nada desde hace dos meses aproximadamente. Sí, casi dos meses, desde la vez que salieron en auto hacia algún lugar cuyo nombre no puede acordarse.
Al otro lado, en la otra habitación escucha los ronquidos de Mauricio, el hermano menor de su novio. Abre los ojos y sonríe, pues se ha acordado de la vez que Ramiro los presentó y ella no pudo aguantar la risa. Es que, según ella, Ramiro tuvo la culpa por haberlo descrito de manera graciosa los días previos a conocerlo. Cuando ella lo vio soltó una carcajada explosiva que a todos causó extrañeza; ella, llorando de la risa, movía las manos tratando de excusarse. Ramiro no sabía dónde esconderse ni qué explicación darle a su hermano ni a su familia. La madre de Ramiro atinó, con un gesto que denotaba preocupación, a traer un vaso con agua de la cocina. Arantxa sorbió un poco, pero al ver a Mauricio nuevamente estalló de risa salpicando a todos con una lluvia mezcla de agua y alegría. Mauricio, a los ojos de Arantxa, era más gracioso de lo que lo había descrito Ramiro con su palidez fantasmal y su cuerpo rollizo. Arantxa, después de vivir sus quince minutos de ataque de risa, logró calmarse, pero no pronunció casi palabras aquella primera vez que se reunieron con la familia de su novio. Ramiro por su lado repitió muchas veces durante esa velada que su novia estaba más loca que una cabra.
El canto de un gallo, a lo lejos, le anuncia que está amaneciendo, aunque la penumbra le indica que lo más probable es que Ramiro siga durmiendo. Hace algo de frío, pero Ramiro continúa con ese hábito de dormir ligero de ropas. Arantxa recuerda las veces que han discutido por eso y las contadas victorias que ella ha obtenido para que él se abrigue con un pantalón o una polera. Es una escena curiosa esa de verlos en la cama: él durmiendo destapado y casi desnudo y ella con unas ropas de dormir abrigadoras y tapada hasta las orejas con la frazada. Nuevamente canta el gallo, el jodido gallo que le recuerda que se está acabando la noche, el gallo de mierda que parece que no tiene nada más que hacer. Ramiro se mueve en la cama, se recuesta boca abajo con las manos bajo la almohada. Ella está mirando el techo, pero lo ve de reojo. Como quisiera que él abriera los ojos y la mire o que, de pronto, sus dedos recorrieran el corto camino que hay hasta sus pechos y se los acariciase. Hace tiempo que no lo hace, casi dos meses también, casi el mismo tiempo desde que ella no duerme bien.
Arantxa se levanta de la cama movida por unas ganas tremendas de caminar descalza por el jardín. Camina hacia la puerta del dormitorio y mira a Ramiro durmiendo boca abajo, como si no hubiera sentido que ella se ausentaba de su lado. Camina procurando no hacer ruido a través del pasadizo que lleva al jardín y, sin dudarlo, abre la puerta trasera de la casa sintiendo el aire helado de la mañana que recién está llegando. Respira hondo para que el aire llegue a lo profundo de sus pulmones. Los aromas de las flores comienzan a llegar hasta su nariz y ella sonríe y siente cierto privilegio de ser parte de esa escena bucólica. Aún en el cielo se visualiza la luna como una doncella abandonada en el medio de un salón de baile. Los pies de Arantxa se humedecen por el rocío que reposa en el césped y la brisa forma pequeñas ondulaciones en su camisón. Siente una tranquilidad inmensa que solo se interrumpe por el canto del mismo maldito gallo.
Ingresa a la casa y cierra la puerta con cuidado para no hacer ruido. Recorre el pasadizo de puntillas y se asoma al dormitorio de Mauricio. Mira tiernamente cómo duerme; le recuerda la imagen de un bebé acurrucado. Ingresa a su dormitorio y lo observa más de cerca y sonríe. La imagen de Mauricio ya no le produce risas, sino ternura. Ternura. Conforme lo fue conociendo se fue dando cuenta que no era el papanatas del que hablaba Ramiro. Muchas cosas de las que hablaba Mauricio podrían haber sido interpretadas por Ramiro como inmadureces, pero a los oídos de Arantxa llegaban a un nivel de verdades absolutas y reveladoras. Mauricio tenía ciertas ocurrencias que hacían que Arantxa riera frescamente a pesar del gesto de desaprobación de Ramiro. Se acerca un paso más y ve en sus facciones una belleza extraña e intrigante. Mauricio abre los ojos somnolientos y hace un esfuerzo grande por ver a aquella mujer que lo observa en la penumbra. No dicen palabras; se quedan mirando como un par de bestias que buscan reconocerse. En el silencio se cruzan sus miradas, la de ella ya acostumbrada a la oscuridad, la de él como la de un resucitado que trata de averiguar qué está sucediendo. Ella abre su camisón y le muestra sus senos, pequeños y con los pezones levantados y endurecidos por el frío. Mauricio estira una mano como procurando alcanzarlos, pero ella rápidamente se vuelve a tapar mientras que, sonriendo y de puntillas, abandona la habitación de Mauricio y retorna a la de su novio, quien sigue durmiendo su séptimo sueño. Ella se recuesta en la cama y cierra los ojos.
Son las siete y media de la mañana y Ramiro ingresa a la cocina. Pone a hervir agua y a buscar algo para tomar desayuno. Solo hay pan y algo de queso; será motivo para ir más tarde a comprar algo de jamón. Bosteza estirando los brazos. Arantxa se percata que Ramiro se ha levantado y lo busca en la cocina. Un minuto después Mauricio, arrastrando su pesado cuerpo, también ingresa a la cocina. Arantxa y Mauricio se miran; él baja la mirada y se sonroja, ella sonríe. Sale vapor de la tetera. Ramiro se sirve café en una taza marrón. Recuerda que hoy su madre vendrá a visitarlo como lo ha venido haciendo cada tres días desde hace dos meses. Bebe un poco y saborea el líquido. Alguna vez su padre comentó que no hay nada mejor que beber una taza de café para alejar las penas. Algo de razón tendría, pues no le estaba resultando tan difícil superar los recuerdos del accidente de hace dos meses donde él iba manejando y Arantxa y Mauricio fallecieron a la luz de la luna rumbo a un lugar cuyo nombre no quiere acordarse.
Jorge Quispe Correa
Lima (1972). Licenciado en Administración de Empresas por la Pontificia Universidad Católica del Perú (Lima, Perú). Master Internacional en Liderazgo por EADA Business School (Barcelona, España). Master en Dirección de Divisiones y Entidades Financieras por la Universidad Autónoma de Barcelona (Barcelona, España). MBA por Centrum Católica (Lima, Perú). En 1994 obtuvo mención honrosa en los JUEGOS FLORALES DE LA PONTIFICIA UNIVERSIDAD CATÓLICA DEL PERÚ por el cuento “Los perros anónimos”. Tercer lugar en el XIV CONCURSO LITERARIO BONAVENTURIANO DE POESÍA Y CUENTO CORTO 2018 (Categoría Cuento) convocado por la Universidad de San Buenaventura Cali, Colombia por “Ausencia y otros cuentos”. Finalista en el 2019 en el “XVI CONCURSO LITERARIO GONZALO ROJAS PIZARRO” en Chile por el cuento “La otra Antígona”. Mención honrosa en la “VIII BIENAL DE POESÍA INFANTIL ICPNA 2019”, Lima, Perú por el poemario “Visitando a la abuela Estela” (Poesía) (2019). Sus escritos han sido publicados en Colombia, Chile, México, Argentina, España y Perú en antologías, revistas y blogs. Ha publicado dos libros “Trazos primarios” (2001) y “Pasajeros de lo efímero” (2019).