La Lela está triste, me pinta las cejas con un pulso muy irregular. Siempre le dije, “Lela no te olvides de pintarme las cejas y los labios”. Aunque no lo está haciendo con el lápiz que me gusta, me mortifica ver su cara de tristeza. Puedo sentir el sabor a mar de sus lágrimas mientras caen en mi boca y escuchar los garabatos que murmura cuando intenta perfeccionar el maquillaje. Nunca supo teñirse bien el pelo, ahora que la tengo encima puedo ver sus raíces albas entre el delgado cabello castaño.
Con los años el Alzheimer fue comiendo mi memoria, comencé a olvidar lo que había de almuerzo. Entraba varias veces a la cocina.
– Juana ¿Qué hay de almuerzo?
– Porotos granados, señora.
– ¿Tienen albahaca?
– Sí, señora.
Cinco minutos después.
-Juana, ¿Qué vamos a almorzar?
-Señora María, comeremos porotos granados con harta albahaca.
Y así varias veces hasta que los platos humeantes eran servidos en la mesa del comedor. Luego, tuve la obsesión por la limpieza, me sentaba en el bidet al despertar, antes de almorzar, a la hora del té y al acostarme. La Lela me retaba, “María ya es suficiente, qué tanto te lavas mujer por Dios”.
Pobre Lela, está triste. Ha dejado de llorar y ahora me ordena el cabello humedeciendo la peineta dentro de un vaso con agua. Me hubiera gustado agradecer todo lo que hizo por mí, pero ni yo misma lo sabía, sólo hasta ahora. No recuerdo si en el testamento le dejé los cántaros de cobre o el joyerito de cristal que tanto le gusta.
Sentada a mi lado en la cama la Lela descansa su mentón en la palma de la mano derecha, ahí están sus uñas diminutas y sus dedos patituertos por la artritis, tiene puesto el anillo de esmeralda que le regalé, brilla junto con sus ojos verdes. No sé en qué piensa, pero me tapa los pies con una frazada, da tres golpecitos y abandona la habitación.
Al pasar el tiempo mi mente quedó en blanco y comencé con el desesperante capricho de hacer agudos sonidos con la garganta, como un quejido, un permanente timbre que volvía loca a la Lela. “María calla mujer”, me decía subiendo el volumen de la radio para poder escuchar las noticias. Luego continuaba, “María anda con Juana al balcón para ver las gaviotas”, aún más fuerte ese lamento horroroso. Entonces la Lela sacaba el envoltorio de un caramelo de frutilla y me lo embutía en la boca, chupaba el dulce y el silencio volvía a la casa.
La puerta de la habitación se abre lentamente, crujen las bisagras oxidadas por la humedad, pero no entra nadie, miró el techo tableado donde en las esquinas cuelgan algunas finas telas de araña. La Juana nunca hizo bien la limpieza.
Me siento inmóvil, apretada y fría, me gustaría salir de este camastro de fierro y recorrer la casa para dar una mirada y saber quiénes andan por ahí metiendo bulla, pero mi cuerpo es tan pesado, siento como si hubieran vertido cemento sobre mí.
Ahí viene la Lela, entra silenciosamente como si no supiera que estoy muerta, como si al despertarme pudiera volver de la muerte. Tras ella vienen dos hombres muy poco apuestos y vestidos de traje oscuro. Es mi final, lo sé, se acerca la hora en que me meterán en ese cajón. Los sepultureros me toman como si fuera una muñeca vieja de trapo y me introducen en el ataúd, pero mi otra mitad queda afuera, sentada en la cama junto a la Lela, miro como mi cabeza se tambalea cuando me acuestan en la cama funeraria.
Ahora soy liviana como una pluma de colibrí, tomo la mano de la Lela entre las mías y siento como apoya su cabeza en mi hombro. “No estés triste hermanita, por fin serás libre de tan pesada mochila que cargaste al cuidarme todo este tiempo”. Me mira con sus ojos inundados y vuelve a reposar su pequeña cabeza en mi hombro.
Los hombres se van de la habitación y ahí nos quedamos por un rato, solas, inmóviles y en paz.
“Lela quiero regalarte el joyerito de cristal para que te acuerdes de mí y agradecer tu paciencia por cuidarme con amor todo este tiempo”, le dije. La Lela levanta su cabeza y me dice, “anda tranquila María, aunque no lo recuerdes, me dejaste una hermosa carta anoche donde me pedias perdón por ser tan testaruda y mal genio, me dejaste el joyerito de cristal y también los cachivaches de cobre”. Se pone de pie, besa mi mejilla y finaliza diciendo, “nos vemos luego, yo creo que los sepultureros vendrán cerca del mediodía a buscarme- camina hacia la puerta, pero se devuelve “Ah lo olvidaba el joyerito y los trastos de cobre se los dejo a la Juana” – luego sale de la habitación y cierra la puerta, que esta vez no emite ningún sonido.
Alejandra Truffello Hurtado
Es una periodista, chilena, de 45 años, que vive en los verdes valles de la Región de O´Higgins en Chile. Escribe desde niña, pero sólo el año recién pasado se lo ha tomado en serio, tomando cursos de literatura he intentado perfeccionar su escritura.
Tiene clara cuál es su pasión por lo que no dejará pasar más tiempo y no cesará hasta concretar su anhelo, terminar su novela. El haber creado ese texto con disciplina y perseverancia ha sido una de sus satisfacciones más grandes, ya que cada página ha sido una obra propia y no ajena. Instagram