“Dicen que María Soledad aparece en la noche, vestida con un camisón blanco, y pide a los camioneros que la conduzcan hasta su casa. Algunas personas dejan un grabador encendido durante la noche a la espera de que el espíritu de María Soledad responda al enigma que intriga al país: ¿quién la mató?”
Cuento inspirado en el caso de María Soledad Morales.
Esa noche catamarqueña parecía querer no terminarse nunca al imponerse en ese cielo oscuro sobre la tierra negra de tanta noche. El chófer de colectivo de la empresa Cooperativa parecía ser parte de la noche, él también quería imponerse entre el cielo oscuro y el camino de tierra negra y de noche. Tantas veces había seguido ese recorrido que era como si él mismo se hubiera convertido en ese recorrido. No le extrañó, o acaso no dejó entrever sorpresa al ver por el espejo la imagen fantasmal de una chica en camisón saludando o levantando apenas la mano. Tampoco le sorprendió detenerse al verla, esperar con el colectivo en marcha a que ella subiera (como hubiese hecho con cualquier otro pasajero) para recién poder arrancar. Pero extrañamente en el momento en el que el chofer le abría la puerta de atrás, la chica ya estaba sentada en un asiento.
El sonido del motor alteraba la inmovilidad de esa noche. La noche era la única cosa que no se movía. Por eso el chofer debía moverse, debía seguir moviéndose llevando a cuestas a la chica, al colectivo, y a su conciencia. Después de un rato de andar volvió a mirar a la chica por el espejo. Y apenas levantando la voz le preguntó:
–¿Adónde te llevo?
–A casa –le respondió la chica.
–¿Estamos cerca? –se apuró a decir.
–Sí –contestó la chica.
–Entonces debemos estar por llegar… –le respondió él, mirando el camino por el parabrisas.
–La calle principal cambió su viejo nombre Repúblicas por el de Vicente Saadi. Cuando esa ruta conducía a las quintas la llamaban Brava porque por ella fue rechazado el Coronel Maza, que retrocedió hasta las primeras alturas del oeste dónde se rehizo para entrar luego triunfante en la ciudad que inundó de sangre.
–Entrar…triunfante… en la ciudad –murmuró la chica lentamente como dándose tiempo, pronunciando palabra por palabra, repitiendo la misma frase.
Después de un tiempo de andar la chica miró al chofer por el espejo y con un mohín travieso le hizo una adivinanza:
–¿Por qué es famosa Catamarca?
–Por la Morenita del Valle… –lo dijo casi preguntando y mirándola por el espejo.
–No. Por sus prostíbulos. Sus prostíbulos –afirmó la chica.
El polvo del camino se levantaba con más vehemencia y casi no dejaba ver la ruta al chofer.
–¿Vos no serás la Morenita del Valle, no?
–No –dijo la chica.
–Dicen que gracias a la Morenita del Valle los muertos vuelven a la vida, y los enfermos desahuciados alcanzan la salud por su intercesión. Los mudos hablan, la pólvora no arde, los precipicios y ruinas no dañan si se implora a su favor.
Ya no era el polvo sino la soledad y el silencio de los que parecía estar hecha la noche. Además del chofer, el colectivo y la chica. La voz de la chica era la que ahora rompía la inmovilidad de la noche.
–El cadáver de María So
ledad fue encontrado en el pasaje Tres puentes, por donde acabamos de pasar.
–Tres puentes –repitió el chofer con tristeza.
–El límite entre la capital y el departamento de Valle Viejo. Únicamente desde el lugar donde se encontró su cuerpo mutilado, se divisa una silueta de la Virgen del Valle sobre el cerro Ancasti. En el lugar donde antes había un bosque.
La chica miraba a través de la ventanilla mientras hablaba y ya no volvió a mirar hacia delante. Tampoco volvió a mirar al chofer.
–María Soledad. El fantasma del que todos hablan. Un alma en pena…
Al pronunciar alma en pena sintió una inexplicable sensación de cercanía. Por eso volvió a repetirla varias veces, sin querer mirarla a través del espejo.
–Las ánimas en pena vagan en la noche para cobrar cuentas pendientes…
Estuvieron andando un buen trecho en silencio. El ruido de las piedras y de las ramas secas quebrándose bajo las ruedas era lo único que se escuchaba además del sonido que hacía el motor. Antes de animarse a abrir la boca, el chofer tragó saliva se aferró con fuerza al volante y comenzó a hablar sin querer verla. Apretó las muelas y el acelerador a fondo y se confesó:
–Aquella noche estacioné el colectivo al costado de la banquina y bajé por la pendiente para ver qué había sucedido con un Fiat 147 que estaba detenido con las luces apagadas.
Había tres hombres grandes y fuert
es junto al coche. Me miraron mal, con desconfianza. Sobre los pastizales estabas vos, tu cuerpo yacía en una zanja. Estabas muerta.
–Muerta. –dijo la chica sin dejar de mirar a través de la ventana.
El chofer siguió su relato acelerando a fondo, y sin embargo tenía la impresión de haberse detenido. O era la noche la que seguía quieta.
–Yo pregunté quién te había matado. Pero me dijeron que no sabían.
–Todavía no lo saben… -dijo la chica.
–Estabas boca abajo y no podía verte la cara. Tenías el pelo mojado cubriéndote la espalda –el hombre hizo una pausa y luego prosiguió.
–Me dijeron que siguiera trabajando y no me preocupara, que ellos iban a hacer la denuncia. Uno de ellos tenía las manos cubiertas con guantes… Yo seguí con mi recorrido. A los veinte minutos pasé por el mismo lugar. ¿Ves? Por donde estamos pasando ahora… Sin embargo al hombre lo invadió la trágica certeza de que no se movían, de que ese colectivo no se había movido nunca o bien que siempre habían estado dando vueltas por el mismo lugar.
La chica nunca dejó de mirar la noche a través de la ventana.
–Todavía estaban los hombres del Fiat y tu cadáver. Pero no me detuve. Algo me impulsó a seguir. Debí detenerme pero no lo hice. Y ahora me arrepiento.
–Sigamos –dijo la chica como si despertara de un sueño.
–Adónde –preguntó el chofer con desesperación. Con la certeza nuevamente trágica de que no se habían movido nunca.
–A casa –dijo ella.
La noche parecía nueva. Parecía volver a empezar. Sin embargo la noche nunca había terminado. Porque esa noche era la misma noche que la anterior y que la siguiente. Una noche sin fin. Una noche que contenía todas las noches.
–Yo no fui la primera. En agosto se informó con lujo de detalles sobre la misteriosa violación y muerte de tres mujeres. Yo no fui la primera, pero espero ser la última.
La chica volvió a mirar a través de la ventana.
–A la única que se lo conté fue a mi madre. A nadie más. No quería hablar. Tenía miedo. No quería perder mi trabajo –dijo el chofer con amargura.
–Miedo –dijo la chica–. A mí me mató el miedo.
El chofer pareció no escucharla porque siguió con su relato:
–Nadie sabía que yo había visto tu cadáver antes de que te desfiguraran…
–Me arrancaron el cuero cabelludo.
La chica se tocó la cabeza y después recorrió con las manos su cabellera intacta.
–Sigamos –dijo él con la misma convicción que había tenido ella al decirlo.
–Sé que nunca voy a llegar a casa como también sé que no vas a llegar nunca a destino –dijo ella impasible.
La noche se coló por la ventanilla medio abierta por la que ella miraba. La noche inundó de oscuridad, silencio, y so
ledad el colectivo y allí se instaló con la prepotencia con la que se imponía fuera dónde fuera. Esa misma noche el chofer supo que cualquiera fuera el camino que tomara ya no podría salir de esa ruta, ni huir de esa noche que lo perseguiría infatigable. Supo además que ya no podría escapar de su destino circular, ni siquiera girando a izquierda o a derecha. Lo intentó varias veces. Supo que ya no podría salir de esa noche. De ese recorrido implacable que había reducido toda su vida a ese encuentro nocturno con el fantasma de la chica.
Gabriela Mársico
Buenos Aires, Argentina. Traductora y profesora de inglés. Crítica de cine y arte. Primer Premio. Concurso interamericano de cuentos. 2003. Chica Inmaterial. Primer Premio Cartas a Walsh. Universidad de Comahue. 2018. Primer Premio de novela negra Córdoba Mata 2018.