La mañana me recibió con la mano de Cárdenas zarandeándome marcialmente del hombro y un café negro caliente sobre la mesa. Abrí los ojos y sin decir nada. Me incorporé sobre el respaldo del sillón y acomodé la frazada que Amanda, según me enteré luego, había puesto sobre mí para abrigarme durante la noche. Tomé el café con ambas manos y le di el primer sorbo que bastó para traerme al mundo de los vivos. El calor pasó de mi boca hacia el pecho y finalmente al estómago. Pasaría un rato hasta que le diera un segundo sorbo.
Mientras soplaba la superficie del café, Cárdenas se sentó en frente mío del otro lado de la mesa y Amanda en la cabecera construyendo un triángulo perfecto. Ambos se veían ojerosos pero limpios. Cárdenas tenía aún el pelo mojado y parecía más despierto que el resto.
-Faltan unas facturas –bromeó Cárdenas.
-¿Qué hora es? –pregunté a modo réplica.
-Las once y cuarto, casi. Te dormiste todo, Jones.
-No podía más con mi vida –contesté.
Por un segundo pensé en preguntarles lo mismo pero cualquiera hubiera sido la respuesta no quería saberla.
-¿Qué pensás hacer? –pregunté ya dejando de lado la charla banal.
-Terminar mi café.
-Ajá ¿Y después?
-Voy a esperar. A las 7 ya será de noche y entonces me voy para la morgue.
-Nos vamos –corregí.
-No hace falta que vengas. Tengo todo bajo control.
-Ya vi. Decime a qué hora nos encontramos –sentencié dejando la taza vacía sobre la mesa mientras me levantaba.
Cárdenas ensayó una sonrisa a modo de respuesta que intentó ocultar tras la taza.
-¿Está abierto abajo?
-Si.
-Listo. Manteneme al tanto.
Enfilé hacia la puerta y salí camino hacia las escaleras. No quería quedarme esperando el ascensor, la presencia de Amanda me afectaba lo suficiente como para querer rajar de ahí lo antes posible.
Salí por Bollini camino a Santa Fe. Harían unos menos dos grados que en mi estado se sintieron mucho peor. Coqueteé con la idea de tomarme un taxi pero sólo me quedaba un billete de dos mil pesos, ningún tachero me lo iba a aceptar para un viaje tan corto. Crucé Peña pensando en doblar hacia Bulnes para tomarme el subte pero, si un tachero no me iba a parar, mucho menos me iban a aceptar un boleto de ciento cincuenta pesos con dos mil.
Me abrigué el pecho cruzando los brazos y apuré el paso por Beruti de la mano derecha. Los árboles estaban casi pelados y las hojas amarillas que hasta hace unos días decoraban las calles se confundían con el barro en la banquina, aglomeradas algunas contra los desagües de las alcantarillas prometiendo ayudar a la inundación del barrio si una lluvia arreciara. Pero si alguna precipitación cayera, sería nieve a esta altura del partido.
En la esquina con Coronel Díaz me frenó el semáforo que recién había cambiado. Mirando hacia abajo noté por primera vez que mi cuerpo. A mi lado me acompañaba una señora con un tapado de piel que parecía debatirse internamente si decirme algo o no. Por último, abrió la cartera buscando algo. Sacó un billete de cincuenta pesos y lo extendió hacia mí. Hubiera sido una escena un tanto dantesca si no fuera porque preferí ignorarla y porque también el semáforo cambió justo dándome vía.
Al llegar a la otra esquina me tenté con entrar al viejo centro comercial. Si la calefacción funcionaba, podría calentarme un rato y de paso, hacer cambio para tomarme un taxi. Entré por la puerta que estaba debajo del puente que comunica a ambas secciones y para mi suerte, la calefacción si estaba funcionando ese mediodía. Casi que me sentí en una película de Luis César Amadori. Yendo camino hacia la escalera imaginé la escena en blanco y negro con un traveling que tomara desde frente. No tenía sombrero pero en mi escena sí, uno gris con franja negra haciendo juego con mi sobretodo reflejando el mundo interno del hombre que está perdido instantes antes de encontrarse con la dama joven y rica de buena familia que está atrapada en su mundo a punto de casarse con un viejo miserable que ha engañado a todos para quedarse con la riqueza y jamás amarla ni hacerla feliz.
El tacto de mi mano fría en el rostro me devolvió a la realidad y al tercer piso. Sin hacerle caso al lapsus de consciencia que había tenido, me apresuré hasta el mostrador de la cafetería.
Un pibe de no más de veinte años me tomó el pedido y el billete de dos mil pesos automáticamente. Esperé al costado hasta que llegó mi cappuccino grande con mi nombre escrito en el vaso de cartón: Vlas.
Con el viaje asegurado hasta casa y el cuerpo ya caliente, decidí dar una última vuelta por el por dentro hasta tomar la escalera mecánica hacia la salida.
Antes de llegar a la esquina de la pasarela camino a las escaleras me pareció ver la silueta de dos personas que conocía en una de la cabecera de una de las largas filas de mesas del patio de comidas. Dejé pasar a las personas que apuradamente se dirigían hacia la casa de electrodomésticos y encaré hacia ellos.
Pasé por frente de ella pero no me vio. Se los veía distraídos en la mirada del otro con las manos entrelazadas escuchándose atentamente. Doblé por la esquina de la mesa y detuve entre ambos del lado de la cabecera que quedaba libre ignorando a la señora con los niños que quería pasar para sentarse en lo que parecía ser la última mesa libre del local. Sus miradas se encontraron con la mía obligándolos a separarse y a ensayar una salida rápida que nunca llegó.
-Disculpen si los inoportuno en esta hora, queridos amigos –dije- tan sólo quería decirte, querido Genaro, que no gastes el tiempo de personas bien intencionadas con una mentira tan absurda.
-No, Blas, espere. Por favor, no es lo que usted piensa. Jésica y yo somos compañeros de trabajo y es una muy buena amiga.
-Sí, una gran amiga veo. No te pases de listo conmigo, pelotudo. Ustedes tienen pensado rajarse con la guita de tu mujer a Italia –dije señalando a Jésica- por eso tenía el pasaporte recién sacado. Tu mujer te encontró con ella a menos de un mes de irse y se las tomó. ¡Y lo bien que hizo!
-No, no, no. No es así –titubeó- Le explico…
-No quieras explicar nada, imbécil. Sé muy bien que nunca radicaste la denuncia en la comisaría.
-¿Cómo que no la radiqué? Claro que sí, estuve tres días seguidos ahí esperando y…
– Se acabó el cuento, gil. Ya fue.
Antes de que arremetiera con otra mentira de dos pesos me las tomé ante la atenta mirada de todos, en especial, de la señora con los niños que parecía ya haberse olvidado de la mesa que aún estaba libre.
Estos dos eran tal para cual, dos psicópatas que apelaban a distintas flaquezas de las personas para conseguir lo que quisieran. Genaro era el típico hombre sensible y desgarrado con cierta inmadurez emocional que conmueve, como un niño que intenta lograr algo por todos los medios sin conseguirlo, un orgulloso perdedor que busca hacer creer que es inofensivo. La otra, no es más que una trepadora clásica que consigue siempre lo que quiere a cambio de ofrecerte un universo que hasta entonces no creías que era posible. Te miente descaradamente sin que le tiemble el pulso, hasta que es momento de avanzar una vez que te haya chupado la sangre, se va sola hacia un nuevo lugar, dejándote sin nada. Realmente se merecían.
A mitad de camino, hacia las escaleras, recapacité sobre mis acciones y volví a ellos que habían permanecido callados cabizbajos.
-Por cierto, tu novia… la mejor noche de mi vida en años. Ojalá te dure lo suficiente.
Mientras ambos discutían en un tono símil-patético y anodino-falto de emociones reales me retiré sintiéndome el protagonista hábil que siempre tiene todo bajo control, ese personaje digno de Raymond Chandler. Caminé triunfal entre carcajadas internas hasta la parada de taxis en Santa Fe y Coronel Díaz. Cabeceé al chofer que estaba atento al retrovisor desde el asiento delantero con un cigarrillo a medio terminar.
-¿Te jode el humo, flaco? –me preguntó al subir.
-Para nada.
-Mirá que lo apago, no hay drama.
-Fume tranquilo, amigo. Lo único que necesito es que me lleve hasta Pasaje del Signo y Medrano.
-¿Seguro no te jode? Bueno… -dijo permitiendo que el tema y su inseguridad se atenuaran.
Este Genaro era un verdadero psicópata, pensé recostado en el asiento trasero con la mirada perdida en la calle a medio llenar. El tipo había logrado engañarnos a Cárdenas y a mí y a unos tantos vecinos de su edificio. Eso sí que requiere dedicación por tan sólo un puñado de pesos que a la semana valdrían mucho menos. Tal vez por eso había invitado a Jésica a almorzar en un patio de comidas o quizás era su naturaleza miserable actuando en todos los órdenes de su vida.
El taxi salió quiniento pesos, por lo que le dejé mil redondeando a modo de propina para evitarme sacarle cambio. El tachero, feliz, me agradeció varias veces hasta que llegué a la puerta del edificio.
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