En donde yo vivo pasamos el mes de marzo metidos en casa sin salir, con diez grados bajo cero en el exterior, las chimeneas funcionando sin parar y unas ganas enormes de que asomen por la ventana los primeros rayos de un Sol que no vemos desde hace semanas.
Por este motivo el primer año que vine a Valencia justo un mes de marzo me sorprendió el clima de la ciudad, la vida en las terrazas y las calles llenas de gente. Mi empresa me había mandado a una conferencia unos días antes del comienzo de las Fallas y, como tenía algunos moscosos, había pedido permiso para quedarme una semana extra en la ciudad. Llevaba bastante tiempo con mi vida en barbecho, sufriendo por todo de modo gratuito sin saber por qué, quizá por mi tendencia al masoquismo y a no saber relativizar las cosas.
Me alojaba en un hotel cerca de la Finca Roja y solía tomar algo en un bar llamado El Refugio. Me acostumbré a disfrutar de un buen chocolate con churros todas las mañanas en la soleada terraza del establecimiento y ver cómo iban plantando la falla que estaba justo en la Plaza del Pintor Segrelles.
La dueña del bar, Elena, al ver que era extranjero y acudía a su bar de buena mañana, empezó a sentarse conmigo y explicarme lo que para ella significaban las Fallas. Me contó que había sido fallera desde niña y que sus padres le habían inculcado un sentimiento de amor hacia ellas que no conseguía explicar con palabras. Los cafés dieron paso a charlas interminables a media tarde cuando ella salía de la cocina y paseos por toda la ciudad recorriendo las diferentes Fallas y admirando los monumentos.
Me explicó que la tradición había estado a punto de desaparecer a mediados del siglo XIX cuando un alcalde irrespetuoso con los valencianos las prohibió, aunque el pueblo se armó de valor y consiguió plantar algunos monumentos. Cuando hablaba de su amor por las Fallas gesticulaba mucho, su ensortijado pelo negro se movía de arriba abajo como si fuese una polea y sus chispeantes ojos verdes se encendían aún más si cabe. Justo en la misma medida en que se encendía mi amor hacia ella.
Recuerdo que un día le conté que me gustaría escribir algo acerca de las Fallas inventándome un personaje ficticio. Sería un maestro fallero y se enamoraría perdidamente de uno de los ninots que había construido. Yo acudí al bar muy contento con mi propuesta, pensando que Elena se emocionaría por mi sensibilidad y que se dignaría a darme un beso. Todo lo contrario. Sin perder nunca su buen humor, se rió y me dijo que estaba claro que no era de Valencia, que la idea de que un maestro fallero se enamorase de su ninot era absurda porque el fin mismo de la escultura es que desaparezca gracias al poder del fuego.
A mí me costó comprender su razonamiento y me quedé un poco triste porque no había conseguido enternecer su corazón, aunque fui entendiendo un poco mejor lo que bullía detrás de la fiesta. Así pasaban los días en una Valencia casi en llamas que se me antojaba especial. Vi muchos monumentos, los primeros mirando de soslayo a Elena, los últimos agarrándola fuertemente por la mano consciente de que mi estancia en la ciudad estaba cercana a su fin. El ruido de las mascletàs corría parejo al ruido de mi corazón, enamorado de una valenciana que hablaba con sus expresivos ojos verdes y que no dejaba de embelesarme con su incontinencia verbal.
Elena era muy peculiar, hablaba a trompicones, como una ametralladora cargada desigualmente, de repente soltaba doscientas frases en menos de un minuto y, acto seguido, se quedaba callada media hora mirando al techo, aunque sus ojos seguían hablando. Podría decirse que era muy levantina, para bien y para mal, algunas mañanas me abrazaba hasta casi dejarme sin respiración y después se pasaba dos días sin saludarme aunque nos diésemos de bruces en medio de la plaza. Es algo a lo que uno se acostumbra en esta ciudad. A ella, sin embargo, se lo perdonaba todo.
La jornada de la cremà fue inolvidable. Valencia ardía, como lo hacía mi alma. Miles de monumentos que se habían preparado durante un año entero eran pasto de las llamas en busca de la regeneración. Elena estaba detrás de mí, abrazándome, con los ojos empañados por las lágrimas mientras contemplaba como su falla iba desapareciendo.
Nunca le prometí nada porque no me gusta hacer promesas a nadie. Las identifico con la falta de confianza, así que volví a Estocolmo solo. No sabía si volvería a verla, ni siquiera sabía si regresaría a Valencia, pero ese sentimiento de tristeza que llevaba invadiéndome desde hace meses había desaparecido como el fuego hizo que se evaporasen los monumentos falleros en esa noche mágica. Un pequeño detalle, nunca me acosté con ella, cosa que me jodió sobremanera e hizo que llegase a Suecia con un calentón descomunal…
Eduardo Viladés
Escritor, dramaturgo, director de escena y periodista con más de 20 años de carrera, referente en la cultura española contemporánea. Ganador de prestigiosos premios internacionales de teatro y literatura, Eduardo Viladés (1976) cultiva el teatro largo, de medio formato y de corta duración. Sus obras se representan en España, México y Estados Unidos. Formado en la escuela de arte dramático Cuarta Pared de Madrid y en el departamento de guión teatral de la Universidad de Valencia. Compagina su labor como dramaturgo y director de escena con el periodismo (Licenciado en la Universidad de Navarra, Máster en la Universidad de Valencia, Máster en Urbino), área en la que cuenta con más de 20 años de trayectoria profesional. Twitter – Linkedin – Web – Revista Vice Versa