Sentí un ruido fuerte e insistente adentro mío, y comprendí que algo no estaba bien. Miré hacia los costados y solo vi risas, excesos, cansancio. Buscaba, examinaba y no comprendía la causa de ese ruido que no quería cesar. Notaba en rededor rostros desesperados de gente sin conciencia que solo quieren seguir sin pausar; y escuchaba al ruido en aumento dentro de mi Ser. Disparé hacia el baño, sin querer mear ni algo parecido, solo intentando alejarme de mi grupo para calmar mi cabeza. Ya con el mingitorio enfrente, seguí viendo seres perdidos que pretendían agotar su existencia en esa misma noche. Buscaban destruirse allí mismo, como si eso fuera posible. Automáticamente entendí que yo no debía estar allí. Ese no era mi lugar, lo comprendí con tal certeza que solo atiné a buscar la salida e irme rápidamente sin saludar.
Ya en las calles, con una noche fría que me acompañaba, deambulé y pensé que hacía en esa ciudad. Comprendí, mientras caminaba y sentía un frío que golpeaba mis huesos, lo solo que estaba. Anduve durante varios kilómetros esquivando borrachos y almas perdidas por el vicio de la noche, hasta llegar a mi casa. Ni bien ingresé a mi mono-ambiente, lejos de estar a salvo, volví a sentir con mayor peso la soledad de mi alma. Me senté sobre una silla incómoda, con los brazos apoyados en una mesa diminuta y observé el tétrico espacio a mi rededor. Me fui al baño a verme al espejo e intuí con lo que me iba a encontrar. Efectivamente, la sensación que tenía en el pecho me la reflejó esa imagen; me vi desencajado. Volví a la mesita, observé hacia los costados y noté paredes húmedas, un espacio muy pequeño, muebles horribles y la canilla que goteaba sin cesar hace meses. Me incorporé, observando la ventana e intenté explayarme hacia el horizonte con la mirada y, a través de ese observar lejano, percibí una ciudad que siempre me pesó e instantáneamente noté el cansancio interno. “No más”, pronuncié despacito. Volví a la única silla que tenía y siempre había odiado por el terrible dolor de espalda que me generaba, y medité sobre mi estado. Sonreí al darme cuenta lo desencajado que estaba. Yo no pertenecía allí, no era parte. Solía realizar el ejercicio de abstraerme de mí mismo, como si mi alma se alejara de mi cuerpo y me observara a la distancia, y no podía entender donde me encontraba. Volví a tomar conciencia de la gota de la canilla que insistentemente caía y golpeaba la pileta de la cocina. Ya estaba harto de esa maldita gotera. Hacía meses que necesitaba que pare y continuaba todos los días atormentando mi cerebro. Cada vez que le prestaba atención, caía una gota con más peso. Intenté cerrarla, una vez más, y al darme cuenta de que no podía, tuve bronca, mucha bronca. Sentí dentro mío el paso de la angustia hacia la bronca. No podía ser tan inútil. Escupí la canilla y luego con ganas la golpeé con mi puño. Me lastimé, con dolor intento llorar por la desesperación y el odio que cargaba. Observo como mi saliva chorrea por el metal de la canilla y la gota volvió a caer, pesadamente, ocasionando como un estruendo dentro de mi cerebro. Empiezo a golpear desesperadamente con ambas manos a la canilla, a la pileta de la cocina y me terminó cortando la mano. Comienza a chorrear sangre. Me siento y me cubro la herida con un trapo. Observo la sangre traspasar la tela y caer en el suelo. La veo desparramarse por el piso blanco y me gusta la imagen cruda, de ese suelo que va quedando rojizo. Un aire frío recorre la espina dorsal e invade mi cabeza. Me mantengo estático por miedo a lo que estoy pensando. Sí, lo estoy pensando. La muerte. Sé que la quiero; sonrío porque ya van varias veces que coqueteo con esa posibilidad y le voy perdiendo el miedo. Intuyo que se me van agotando las opciones de aferrarme a algo que me impida salir de esta existencia absurda y doliente. Me repongo de esa silla incómoda, me acuesto en el suelo frío y me quito el trapo. Miro como voy manchando el suelo con toda la sangre que se va esparciendo y escucho, cada vez con más insistencia, el golpe de la gota que pega más y más fuerte. No aguanto más, me saco toda la ropa y quedo recostado desnudo en el suelo. Percibo el frío que entra por mis huesos. A los pocos minutos empiezo a temblar e instintivamente trato de descifrar si es por el frío que siento, por la sangre que fui perdiendo, o por la electricidad que me produce saber que estoy al borde del suicidio. No logro distinguir qué de todo eso es lo que me hace tiritar, cuando de pronto me encuentro riéndome a carcajadas por lo que está sucediendo, mientras la vista se me va quedando nublada y al cuerpo lo siento cada vez más tieso. Me pesan las pupilas y me disuelvo en un contexto más suave, amigable y tranquilizador; siento que alguien apoya mi cabeza en su falda y me acaricia lentamente el pelo de una manera dulce y tierna.
Al abrir los ojos, estoy perdido. Durante algunos segundos pienso que lo he hecho, pero enseguida advierto que no estoy muerto. El dolor que percibo me devuelve rápidamente a mi existencia terrenal. Notó que ya es de día y una nueva jornada está iniciada. Me repongo, me siento en el suelo, intentando comprender lo sucedido cuando escucho la gota caer e inmediatamente sé lo que tengo que hacer. Me meto en la ducha caliente, me lavo la herida, observo mi cuerpo morado en varias partes. Me visto, preparo un té y empiezo a organizar mi jornada. Otro día más sin esperanza, con dolor, abandono y tristeza. Pero de eso se tratan mis días y, sin más, estoy condenado a transitarlos.
Diego Somoza
Diego Somoza, escritor de Misiones, Argentina.