La ventana da al pulmón del edificio. Es un pulmón enfermo, hostil. Sin embargo, al acercarse al vidrio se puede ver parte del cielo, un rectángulo perfecto de naturaleza. Me gusta, mientras Liz se ducha, ponerme a mirar esa parte del cielo. De alguna manera me llena de energía; la carga después de la descarga. Hoy, además, relampaguea.
¿Se suspenderán los entierros por tormentas eléctricas? ¿Y los vuelos entre la tierra y el cielo? ¿Se irán al infierno las personas que se mueren en un día de lluvia? ¿Será una especie de notificación para los vivos sobre el destino de los muertos?
Trato de reconstruir el recorrido que hice desde que entré al edificio hasta que Liz me abrió la puerta; primero usé el ascensor del fondo y subí hasta el último piso, hice uno más por escalera, después atravesé un pasillo con dos puertas y pequeños desniveles. Una especie de laberinto de hormigón, pero en lugar de con un Minotauro en el centro, con una paraguaya hermosa disfrazada de enfermera, veinte años, todo incluido. Con tantas vueltas, imposible no terminar desorientado.
Liz se ducha con la puerta abierta. Siempre lo hace de esa manera, supongo que no lo hará sólo conmigo, y que debe ser mezcla de exhibicionismo y seguridad (así, además de bañarse, puede controlar al loco de turno). Le pregunto si la ventana apunta al Oeste, hacia Campo de Mayo. Como era de esperar, Liz no entiende mi pregunta. Me acerco y desde el umbral de la puerta, se la vuelvo a repetir.
—Vos y tus preguntas, Pedrito —dice, con su acento paraguayo que me parte la cabeza.
De chico, en lugar de asustarme con fantasmas o con cosas de su trabajo, mi viejo me hablaba del Minotauro de Creta. Me decía que sólo comía carne humana y que cada año, siete hombres y siete mujeres entraban al laberinto para convertirse en su comida. Que eran personas que habían hecho las cosas mal, que se habían desviado del camino correcto, decía para tranquilizarme, o no. Y yo, mientras papá me hablaba sobre los laberintos, creía que alguna vez podía ser uno de esos siete hombres. Es más, estaba convencido de que cuando dejara de ser un niño, sería uno de ellos. Supongo que papá también tenía ese mismo miedo, de que el hijo le saliera desviado.
—Qué manera de tronar, Pedrito —grita Liz desde el baño.
Afuera está tan oscuro que parece de noche. Los relámpagos sobre el rectángulo son flashes. Como en casa había que nombrar a las cosas por su nombre: un trueno es el ruido que provoca un rayo; un rayo es la descarga eléctrica; el relámpago es el resplandor. Me encanta que Liz se confunda, pero más me gusta no tener que corregirla. Porque no truena, sólo hay relámpagos. Muchos. Tantos que hace un rato me sentía un actor porno en un set de filmación. Liz, cada tanto, giraba un poco la cabeza para mirarme a los ojos y pedirme que se la metiera hasta el fondo. Los relámpagos le iluminaban la espalda, el pelo negro bien oscuro, la nuca de futbolista de Cerro Porteño transpirada. Se nota que de mañana tiene más ganas que de noche. Como en todo lo demás, es mejor ser el primero que el último.
Papá también me enseñó la manera de salir de cualquier laberinto. Un clásico del viejo: dar la enfermedad y el remedio en el mismo frasco. Apenas entrás, Pedrito, tocá con tu mano derecha una de las paredes y nunca, pero nunca, la separes. Fue mucho más que una enseñanza topológica.
Es la primera vez que vengo a lo de Liz tan temprano. En el ascensor subí con un hombre de portafolio y una cara de oficinista que mataba. Ayer, apenas mi hermana me mandó el mensaje de audio con la noticia, le supliqué a Liz que me recibiera de mañana. Le mandé como seis mensajes seguidos. Ella, como buena enfermera del amor, no indagó sobre los motivos de mi urgencia. Sólo me dijo que tenía que hacer unas cosas y que recién iba a poder a la tarde. En el sexto mensaje le ofrecí el doble de plata y me dijo que iba a hacer una excepción porque me escuchaba muy necesitado. Así fue cómo me lo dijo: andás muy necesitado, Pedrito. Me gusta que Liz me llame como me llamaba mi viejo, y también me gusta que me mienta.
Una vez nos invitaron a pasar el día en el campo de un amigo de papá. Un milico que trabajaba con él. Yo debía tener ocho, nueve años. A la mañana, cuando fuimos, había un sol que rajaba la tierra, pero a la tarde se nubló oscuro. Y se largó a llover con rayos. Uno cayó en un árbol que había cerca de la casa. Lo prendió fuego enseguida como si el tronco hubiera estado lleno de alcohol. El hijo del amigo de papá se puso a festejar y yo me hice pis encima. El casero salió corriendo con el matafuego que había sacado de la camioneta, mientras mi papá y su amigo lo miraban desde la galería.
Antes de empezar, Liz prendió el velador, el que usa cuando me recibe de noche y me dijo, no sé si para empezar a calentarme, que le daban miedo los rayos. Me pidió que la abrazara y así, abrazados, le conté de la tarde del incendio del árbol y también le hablé del laberinto y del Minotauro. Ay, Pedrito, contame cosas más lindas. Entonces, mientras abrazaba al bombón paraguayo, le dije que mi viejo me había enseñado la forma de saber a qué distancia caen los rayos. Hay que contar los segundos y multiplicar por tres. El resultado da la distancia en cuadras. Física pura, Liz.
Es justo que hoy llueva. Justicia divina. Un hombre que trabajó más de treinta años en la Fuerza Aérea, se merece que su entierro sea bajo un diluvio, con el cielo como protagonista. ¿Veré, de pronto, a mi papá volando como Mery Poppins? Mientras me pongo el calzoncillo y la remera, me imagino a mi hermana vestida de negro, debajo del paraguas también negro, junto a su marido bien blanco y recto como papá. Ellos dos, solos, abrazados frente a la tumba fresca o quizás mirando cómo los sepultureros tiran paladas de tierra sobre el cajón. No, solos no deben estar; además de los sepultureros, también debe haber un cura y algunos milicos de fajina. Mi hermana me debe estar puteando por no haber ido. Siempre dando la nota, vos. Y debe estar preocupada porque se le están mojando sus zapatos. ¿Mirará los rayos en el cielo y se hará las mismas preguntas que yo?
Le junto la ropa que quedó desparramada sobre el piso (el ambo verde, la bombacha negra y me vuelvo a acostar sobre la cama. Todavía dudo de que sea un disfraz. Una de las primeras noches, Liz me contó que estudiaba de tarde y que algunas mañanas hacía suplencias en una clínica privada de Belgrano. Puede que sea verdad. ¿Por qué no? Otro día, me contó que se vino de Paraguay para estudiar y que estaba de novia con un compañero. Nunca supe si esas historias formaban parte de su personaje o de su vida. Y ahora pienso que hasta puede estar actuando el acento paraguayo que me parte la cabeza.
Liz sale con una toalla envuelta en el cuerpo. Como ya estoy vestido, me mira con una sonrisa y me pregunta si antes de irme le voy a contar por qué tenía tanta urgencia. La miro y no le puedo mentir. Ay, Pedrito, dice. Lo siento mucho.
Antes de irme, me acerco una vez más a la ventana. De mucho más grande, papá me explicó que una cuenta más exacta para calcular la distancia es multiplicar la cantidad de segundos por 3,4. Es decir, durante casi veinte años me ocultó la verdadera constante. Los rayos, en realidad, siempre cayeron más lejos de lo que había pensado. Pero también es cierto que si desde un principio me hubiera dicho que tenía que multiplicar por 3,4 no iba a poder hacer la cuenta.
Matías Dalvarade
Matías Dalvarade nació en Buenos Aires, Argentina, el 25 de agosto de 1979. Es profesor de matemática y escritor. En el siguiente blog, podrán leer algunos de sus cuentos.