A juzgar por la esquina de Acoyte y Rivadavia uno podía pensar que de a poco que el frío polar del otoño porteño se iba alejando llamando a la gente a salir de a poco y pasear por las galerías de Caballito como siempre. Los ocho grados de máxima pronosticada para aquel fin de semana de abril eran una bocanada cálida para la semana de temperaturas insólitas que habían sacudido los abrigos de todos.
Yo sentía una primavera especial. La noche con Jésica había sido tan inesperada como única, algo que necesitaba contarle ya a alguien o más bien, a Cárdenas, que no aparecía por ningún lado. Se me dio por tomarme libre esa mañana y relajarme en algún café de la avenida. Caminé por José María Moreno hasta Rosario, doblando a la izquierda casi llegando al Parque Rivadavia había un café pequeño y muy acogedor donde servían verdaderas medialunas, sin despreciar a las de Varela Varelita de la noche anterior.
La población del café estaba integrada casi íntegramente por señoras mayores, salvo por una mesa de la esquina junto a la ventana en la que desayunaba una familia joven con su nena que no pasaría de los cinco años. Pedí un americano en jarrito, tres medialunas de manteca y el diario.
-¿Cuál quiere?
-El que tengas disponible, quiero leer el suplemento deportivo solamente.
Desde la ventana podía ver a algunos curiosos que merodeaban por los puestos del parque. No hacía mucho había visitado después de algún tiempo las librerías de usados del parque Rivadavia para liquidar mi aguinaldo en algunos ejemplares baratos que tenía mente desde hacía rato. Había ido con un morral grande creyendo que iba a poder llevarme como diez libros pero los precios eran una locura. Lo que en mi opinión tendría que haber estado a unos trescientos, cuatroscientos pesos, estos tipos lo vendían a mil doscientos, apenas unos mangos menos que lo que te cobraban por los nuevos en las librerías comerciales.
El diario llegó con el americano y las medialunas que se veían perfectas, calientes y suaves. El suplemento deportivo revisaba en las primeras páginas los partidos de la noche anterior. El que me tocó ver a mí tenía media página solamente en donde el mejor jugador había recibido un cinco por parte de los llamados expertos. Por esta vez, era imposible no estar de acuerdo. La sexta página le dedicaba un recuadro al incidente del otro día en el estadio de Midfields.
“… según informaron fuentes policiales, el incidente del pasado martes en el estadio porteño de Midfields FC en horas previas al partido definitorio por la promoción dio como saldo la muerte de la mano derecha del líder de la barra, Bebu Velasco, identificado por los testigos como Diego el hueso Tesone, quien, según trascendió a miembros de la prensa, habría sido asesinado de un balazo en la nuca por opositores de la barra disidente. El inspector Alberto Dutari de la Policía Federal Argentina informó a este medio que “se tomaron todas las medidas de seguridad pertinentes para prevenir enfrentamientos” y agregó que “este hecho fue un triste e inevitable acontecimiento”. La causa fue caratulada como homicidio simple por el juzgado del fiscal Amenábar quien solicitó paciencia en el esclarecimiento de los hechos. Hasta este momento la policía no ha dado con ningún sospechoso. Por lo pronto, se ha citado a prestar declaración al presidente de la institución, Norberto Grandío el próximo lunes en horas de la mañana…”
Una llamada al celular interrumpió mi desayuno, lo atendí enseguida esperando que fuera Cárdenas.
-Blas, ¿dónde está el pendejo?
-Gordo, ¿qué hacés? ¿Qué pasa? -contesté socarronamente.
-Bien, estoy tratando de ubicar a Márquez, se suponía que tenía que estar hace media hora en la redacción y no llegó todavía.
-Ni idea, che. Ayer cuando me fui a la noche todavía estaba trabajando. Quizá se quedó hasta tarde con algo. Viste que trabaja duro el pibe.
-Mirá que sos pillo vos ¿O te pensás que no sé que los dos andan detrás de algo?
-Gordo, querido. Me extraña.
-Querido las pelotas, Blas. Venite ya que tenemos que hablar.
-Hablamos por teléfono, no te pongás así.
-Venite, tenés veinte minutos.
-Andá a cagar… ahora voy
Apuré el café, pagué con propina y me guardé las medialunas en una servilleta.
-Disculpe, ¿le molesta si me llevo el suplemento?
-Lleve nomás.
Tomé un taxi en la esquina y fui para la redacción un tanto molesto. El Gordo era buen tipo, nunca se calentaba y esta vez no había sido la excepción pero tampoco le gustaba que le fueran con secretos por detrás en su diario. Me tranquilizaba saber que en menos de cuarenta minutos iba a estar libre camino a casa para seguir con la noticia y poner de fondo algún partido matutino de Inglaterra.
Media hora tardé en llegar a la redacción. El lugar estaba casi vacío, un par de internos alternaban entre redactar alguna nota menor y las noticias que estaban de fondo en el televisor. Caminé hacia el fondo donde estaba la oficina del Jefe de redacción. Golpeé suavemente tres veces.
-Pasá –gritó seco desde adentro.
-Gordito, querido. Buen día. Te traje una medialuna.
-Metétela en el orto –dijo sin despegar la mirada de esta.
Se la dejé en el escritorio y la agarró casi al instante. Cerré la puerta y me senté frente a él. Tan sólo cinco minutos necesitaba para explicarle la situación mientras comía la medialuna.
-Che, no pasa nada raro. Este asunto es una punta que me tiraron anoche y le pedí al pibe que me diera una mano, resulta que…
-Ahorrate las excusas, Blas –dijo terminando de comer.
El Gordo se levantó, caminó hasta la puerta, la abrió apenas y miró hacia la redacción. La cerró y se volvió a sentar.
-Una moto me dejó esto hoy sin remitente.
De un sobre color madera sacó una pendrive y me lo mostró.
-¿Qué es? ¿Fotos comprometedoras? –bromeé.
-Es un audio de la policía. Tomá, ponete los auriculares, yo ya lo bajé a la computadora. Escuchá.
-No escucho nada.
-Pará que tarda en arrancar.
Un fuerte e inesperado sonido de estática de radio me arrugó el rostro obligándome a quitar los auriculares.
-Bajá un poco que me vas a matar.
Me puse el auricular derecho y esperé algunos segundos mientras el ruido continuaba. Lo único que se podía distinguir al principio eran sonidos de ropa y algunos clics de lo que podía ser la radio portátil.
La puerta se abrió detrás de mí pausando la grabación.
-¿Me buscabas, Olaviaga?
El Gordo se levantó de la silla y caminó hasta Márquez que denunciaba en su rostro una noche de mal sueño y una posible pelea con su novia.
-Esperame afuera, pendejo, ahí voy.
-Dale, ya tengo en el teléfono al jefe del operativo de seguridad que estuvo en el quilombo del otro día.
-Está bien, esperame afuera te dije. En un minuto lo atiendo.
El Gordo cerró la puerta y me miró.
-Bancame un segundo que tengo que entrevistar al cana este y después hablamos. Guardate el pendrive.
-¿Quién es el tipo este?
-Este tiene que haber sido el chanta de Armenteros. Este siempre anda en algo.
-¿El jefe de seguridad?
-No, Blas. Me refiero al tipo que mandó el material. Quedate acá que ya vengo, tenemos que hablar.
Después que salió, saqué el celular. No tenía más batería. Agarré uno de los cables de la computadora y lo conecté. Había llegado pensando que me iba a comer una de esas broncas del Gordo que duran un minuto porque su buen genio no le permitía estar enojado más que ese tiempo a encontrarme con esta situación inesperable. Estaba claro que no iba a volver temprano como lo había supuesto en un principio.
Me saqué el abrigo y lo tiré sobre una de las sillas, ahí adentro debían de hacer como veinticinco grados, temperatura a la que sentía muy desacostumbrado como le pasaba a la mayoría de los porteños. Tomé un vaso del bidón y me serví agua fría, bebí el primer vaso sintiendo una sed que crecía en mi boca. Tomé varias veces más, no recordaba cuando había sido la última vez que había tomado agua. Quizá era hora de elegir fuentes más saludable de hidratación que café y whisky. Saciado, me sequé la boca con la mano izquierda y me acordé de Jésica. Por un instante me olvidé de todo para repasar la noche anterior en su departamento, había sido una buena distracción. Tiré el vaso en el tacho y fui al baño.
En la redacción los internos ya no miraban el televisor, se los veía concentrados en sus pantallas trabajando mientras el jefe hablaba por teléfono sentado en un escritorio anotando algunas cosas en un cuaderno y dándole la espalda a Márquez. Cruzamos miradas y seguí camino.
Hacía mucho frío dentro del baño, casi temperatura ambiente. Alguien sería capaz de conjeturar que desde la dirección del diario lo hacían a propósito para que nadie pasara más que el tiempo necesario ahí. Me lavé primero las manos. Márquez entró y se paró al lado mío.
-¿Qué pasa, querido?
-Che, el Gordo está re caliente, me voy a comer una cagada a pedos monumental.
-Tranquilo, no pasa nada. Seguro que termina de hablar por teléfono y te da el día para que descanses.
-Hoy es mi día libre, Blas. A mí me rajan hoy. Yo sabía que no tenía que seguirte anoche.
Escurrí las manos en la pileta y caminé hasta el mingitorio ante la atenta mirada del pobre Márquez que no podía entender mi calma. El Gordo entró al baño y se puso a mear al lado mío.
-Che, pendejo. Tomate el fin de semana y el lunes vení a primera hora. La nota la saco yo.
-Pero me puedo quedar y hacerla o te ayudo, en serio.
-¿Qué te hacés el proactivo a las diez de la mañana del sábado? Andá a descansar que no das más, ya hiciste tu laburo por hoy.
Márquez salió del baño un tanto confundido pero con esa alegría que tienen los adolescentes que a último momento zafaron inesperadamente del aplazo.
-¿Con quién hablabas? –le pregunté al Gordo una vez que Márquez salió del baño.
-¿Lo ubicás a Dutari? Fue el jefe de seguridad del partido en Midfields el otro día.
-Algo leí en el diario.
-Mirá, esto es lo que va a pasar. Por todos lados se están haciendo los boludos con este tema, funcionarios, prensa, policía, todos. Le van a ir dando menos bola hasta la semana que viene que terminen los torneos y se pongan a joder con la previa del mundial. Pero te digo una cosa, esta no la voy a dejar pasar, necesito que te lleves el pendrive y lo guardes en algún lugar seguro –sacudió, cerró y se fue a lavar las manos.
Lo seguí y continuamos la conversación a través del espejo del lavamanos.
-¿Y qué querés que haga con eso?
-Hacé una copia del archivo de audio, desgrabalo, subilos a la red del diario y después destruí el pendrive.
-Gordo, ¿estás seguro de que esta información es confiable?
-No y menos viniendo de Armenteros. Pero lo que se escucha ahí es fiel, no parece trucho.
-¿Cómo sabés que te lo mandó él?
-Porque lo sé. Vení, seguime al despacho.
Me sequé las manos y caminamos sin hablar hasta la oficina. Entramos y cerró la puerta detrás. Caminó hasta su escritorio y se sentó.
-Necesito que nos juntemos con el Orador.
-¿Con quién?
-Con Cárdenas, Blas. ¿Con quién más?
-Ah, cierto.
-Llamalo y decile que venga a las siete para acá, vamos a discutir este tema y ver qué hacer.
-Gordo, desde ayer que no sé nada de él. No me atiende el teléfono.
-Ah, que complicación –dijo en tono paternal- Vamos a hacer esto entonces. Lo vas a seguir llamando hasta que te atienda el puto teléfono, sino te apostás en su casa, le tocás el timbre, le tirás piedritas a la ventana o te llevás un megáfono y le gritás y hasta que no baje ese pesado orto de esa cueva de mierda a la que llama casa no te vas de ahí. ¿Qué te parece?
-Sos el peor jefe de redacción de la historia, quiero que lo sepas.
-Avisame cuando hayas hablado con él, que escuche la grabación y después nos juntamos a las siete.
Tomé mi abrigo y el celular que algo se había cargado y me fui. No quise alarmar al Gordo, pero el llamado del día anterior y posterior ausencia de Cárdenas comenzaban a preocuparme.
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