Es domingo, Fabiola quiso dar un paseo por el vecindario. No pude negarme. Después de todo es el único día que tenemos para estar juntos. Ambos, como todos los venezolanos que hemos llegado a Buenos aires, trabajamos mucho para poder estabilizar nuestra nueva vida en este barrio porteño. Caminamos bajo un cielo de otoño. Fabiola luce extraordinaria. Me gusta tomarla por su cintura perfecta y ponerle de vez en vez un beso en el hombro. —Mira esta casa, mira esta otra— me dice. Para mí todas son iguales, perfectas. Ella en cambio puede ver detalles ocultos a mi desgano. Lee un letrero a su izquierda y salta emocionada —esta es la librería de la que te hablé— dice mientras se acerca al timbre y lo toca. “Falena” ahora soy yo quién lee. Fabiola había realizado turismo virtual y había ubicado los lugares de interés que teníamos cercanos. Tal vez me habló de éste, sin embargo, para mí es como si fuese la primera vez. Entramos. Es una hermosa casa repleta de libros. —Es recheto— murmura Fabiola y se pone a hurgar los estantes. Yo me acerco al café improvisado a un costado de la casa y le pido un espresso a la chica rubia que está detrás de la barra. Fabiola no toma café. Miro a la chica rubia inmutable que mira casi aburrida el hilo de café que sale de la máquina y se vierte en la taza. Me da el espresso con una sonrisa vacía. Me siento al lado de Fabiola y le echo un ojo a los libros que ella ha traído a la mesa, hasta que me engancho con el primer texto que aparece en Desde la India de Hermann Hesse. Quizás porque leo la palabra patria. Fabiola no para de ir y venir con libros. Explora la librería como quien enamorado explora un jardín. Me gusta verla feliz, hace mucho que no veía paz en su cara. Después de un rato se tumba a mi lado y me dice —tengo hambre—. Abandonamos los libros con nostalgia por no poder llevar ninguno y salimos a la calle. Decidimos almorzar en un lugar entre Charlone y Concepción Arenal que vemos todos los días cuando tomamos el 39 que nos lleva a Palermo y viceversa. Al llegar lo encontramos cerrado. —Qué bajón— dice Fabiola. Por inercia seguimos por concepción Arenal hacia Corrientes. Andamos un trecho en silencio. Cuando cruzamos Rosetti ella mira la bici senda y aunque no menciona nada, yo sé que piensa en la bicicleta que me mostró en una tienda de facebook. Suspira y luego me dice —es mejor comer en casa, hay que guardar plata para el alquiler—. Yo la tomo por la cintura, le digo que quiero consentirla que nos hace falta un poco de romance. Ella me interrumpe y se suelta de mi brazo al toparnos con un gato que está apostado en el muro de una casa que parece abandonada. Fabiola no tarda en conmoverse. —Mira que gato más hermoso, me dice, o se dice a sí misma. ¡Qué ojos tan verdes!—. En dos caricias el gato se rindió a sus encantos y fue a dar a sus brazos. —¿Será que vive en esta casa? Me pregunta. No parece que haya nadie viviendo aquí, le digo, a no ser que sean espantos, bromeo, después de todo estamos en Chacarita. Llevémoslo a casa amor, no podemos dejarlo aquí— me dice Fabiola sin hacerme caso y con ese tono que siempre me gana. Me opongo con un mejor no cariño, no sabemos si va adaptarse en nuestra casa, ni siquiera nos hemos adaptados nosotros. —Anda, amor, así tendré compañía cuando tú no estés, ¿verdad minino, verdad que sí? Mima al gato. Seremos compañeros de soledad—.
Traemos al animal a casa y nos olvidamos de comer afuera. Fabiola busca en la nevera un poco de leche, la sirve en un tazón y se lo pone en un rincón de la cocina. El gato bebe un poco, luego voltea a mirarme con los ojos fijos, casi humanos. Me incomoda percibir que tal vez tiene conciencia. Me dice algo en un maullido y produce en mi una sensación desagradable. Casi puedo decir que siento terror. Me recuesto en el sofá y el cansancio se me viene encima.
Me quedo sin aire. Me asfixio. Abro los ojos y me encuentro con la cara del gato cerca de mi cara. Me incorporo de un salto. El gato desaparece a la velocidad de la luz. Siento como si me hubiese robado el aliento. Respiro profundo varias veces. Maldito gato, pienso. Escucho a Fabiola hablar por teléfono mientras suelta algo en el sartén. Me voy a la cocina. La abrazo por la espalda y le doy un beso en el cuello. Ella gira un poco la cabeza y me besa. Se olvida de mí en seguida para darle vuelta a las milanesas y seguir hablando con su madre. Abro la nevera, me sirvo un tazón con leche, me estiro un poco y bebo.
Durante la comida el gato no aparece. Fabiola corre la cortina y abre la ventana completa, por si el minino regresa. Eso me dice mientras yo sirvo un poco de Malbec en su copa. Hablamos largo rato sobre nuestro pasado, presente y futuro, de las noticias que nos llegan de Venezuela. Le beso la mejilla, los labios. Intento robar su atención para que deje el teléfono. Me cuesta pero termino lográndolo. Me besa. —¿Entonces estamos solos? — le ronroneo. Ella se sonroja. Ahora con más intensidad vuelve a besarme. Vamos hasta el mesón. Le lamo el cuello y le araño los hombros, los brazos. Percibo una presencia. Me doy cuenta de que es el gato que nos mira. Lo encuentro furioso. —¿Qué pasa?— dice Fabiola. —El puto gato que no deja de mirarme—. Fabiola me empuja. —Porque le hablas de esa manera. Pensé que te gustaba la idea de quedárnoslo—. Sabes que odio a los gatos, le digo. Ella me mira un segundo, toma al gato entre sus brazos y me deja solo en la cocina. Miro hacia la ventana. Desde allí puedo ver que hay luna llena.
Me despierto en el sofá. Miro la hora en el reloj de la sala y me doy cuenta de que es un poco tarde para el trabajo. De un salto me pongo de pie. Camino a la cocina; escucho voces. Extrañado veo a mi mujer abrazada a alguien. Intento frotarme los ojos, mi visión es borrosa, diferente. —¡¿Qué haces Fabiola?!—grito desde el quicio de la puerta, pero ella que sigue abrazando y besando al hombre que lleva mi ropa, parece no escucharme. Me les encimo y trato de apartarlos. Sólo entonces miro mis patitas grises. Fabiola me agarra y me sube a sus brazos —Está celoso mi minino—, dice. Ahora puedo ver la cara del hombre. Soy yo. Soy yo pero con la mirada distinta. Grito desesperado, pero no me escucho. Debo estar soñando. Es una pesadilla, me digo una y otra vez, pero son sólo maullidos lo que produzco. —Te lo dije cariño, dice el hombre, que no se adaptaría—. Me mira con desfachatez y se va. Fabiola intentando calmarme. Me susurra —tranquilo gatito, después del desayuno te dejaré de vuelta en tu hogar—. Sirve leche en un tazón y lo pone en el suelo, luego me deja caer de sus brazos para siempre.
Jim Robinson Medina
Jim Robinson Medina (J. Medina) 38 años, Venezuela. Reside en Buenos Aires desde el 2016. Es profesor de Lengua y Literatura. En 2012-2013 participó y dirigió cátedras de español y literatura latinoamericana en la universidad de Tianjin, China. Su relato Diana y la araña que tejía vestidos mágicos fue seleccionado en el “X Concurso de cuentos infantiles de Otxarkoaga” Bilbao, España 2012. En 2014 en Venezuela Publicó El Invencible y otros relatos. En 2018 en Argentina, fue seleccionado su relato Invertido para ser parte de la antología del VII Concurso “Yo te cuento Buenos Aires”. En 2019 publicó su libro El pez mágico y otras parábolas con Niña Pez ediciones Buenos Aires Argentina y participó en la Antología Poesía contemporánea de la misma editorial. Actualmente ha sido seleccionado para ser parte de la antología Relatos de suspenso Convocatoria abierta en Argentina por Niña Pez Ediciones. Instagram