De repente, abrió los ojos. Como si saliera de un largo coma inducido por algún extraño agente. Se encontraba en un sofá corroído y lleno de mugre y a su lado sintió los cuerpos desnudos de otras dos personas que no creía conocer.
Le costó que salieran las palabras de su boca y las primeras en hacerlo fueron en castellano – Perdona, ¿sabes qué hora es? – El ente desnudo de su izquierda le contestó con un entschuldigung y con un gesto de extrañeza y una sonrisa burlona. Sus pupilas, enormes y brillantes, se posaban en ella sin prestarle demasiada atención. Mientras trataba de entender dónde estaba, el sonido incesante seguía taladrándole las entrañas con golpes secos y arrítmicos. Estaba en un club o, al menos, el olor a tabaco, sudor y alcohol y el techno haciendo vibrar su cuerpo así lo indicaban.
Al instante, una chica se sentó a su lado fumando un cigarrillo del que apenas ya quedaba una calada pero del que la muchacha no paraba de fumar mientras lo sujetaba nerviosa con sus dedos, casi siguiendo el ritmo de la música que las rodeaba.
– María, por fin. Llevas ahí durmiendo al menos una hora. Te has dormido en el suelo del baño y te hemos traído aquí. Cómo ibas, tía.
En cuanto pudo, tras escuchar en boca de su amiga en lo que se había convertido su noche, María decidió que ya era hora de volver a casa. Hizo la cola del guardarropa mientras a su alrededor una marea de cuerpos sudados se paseaban, moviéndose lentamente con sus miradas perdidas y sus mentes en otro sitio. Quizás ellos sí estaban disfrutando de la noche y quizás ellos sí se habían dejado llevar por la música y las drogas hasta un lugar que ella no lograba alcanzar, ya que su mente seguía preguntándose -¿A esto es a lo que viniste a Berlín?- No es una pregunta que te permita evadirte y disfrutar de una noche de hedonismo y descontrol, ya que te amarra a tus dudas y miedos más profundos.
Recorrió el pasillo que la devolvería del club a la vida real y de ahí al S-Bahn
y a los pocos sonidos que tienen lugar en Berlín un domingo por la mañana. Sus calles oscuras y tan poco iluminadas transmiten en invierno esa sensación de soledad y oscuridad que sólo quien vive en Berlín conoce. Pasó junto a los andenes del S-Bahn en donde alguna persona dormía en el suelo, sin percatarse ya de nadie, tan sólo queriéndose resguardar de ese frío helador que te recorre los huesos en enero.
Al llegar a casa, subió como pudo las cuatro plantas de escaleras que le conducirían a su apartamento. Había sido capaz de comprarse una botella de agua y unas galletas en el Späti de abajo, anticipándose a su despensa vacía y con la experiencia de quien sabe que necesitará llenar su estómago, malherido tras la larga noche. Casi instantáneamente, se rindió al sueño.
A la mañana siguiente se levantó y le costó un rato darse cuenta de lo que había ocurrido la noche anterior. Sólo se acordó cuando la música volvió a repetirse en su cerebro como un eco, persiguiéndola, y la sensación de soledad y frío volvió a ella, siempre repitiéndose la misma pregunta – ¿A esto es a lo que viniste a Berlín? – .
Encendió el ordenador y abrió el email con la total certeza de que no encontraría nada, como un reflejo más del transcurso de sus días últimamente en esta ciudad.
Miró alrededor en su habitación y vio todas sus pinturas, sus cuadros y lienzos repartidos por el suelo, huérfanos de un lugar donde exponerse y ver la luz. María llevaba cuatro años en Berlín. Cuatro años en los que había pasado por todas las fases a las que esta ciudad te arroja y por todas aquellas por las que te guía. Su pasión siempre había sido dibujar y vio en Berlín esa oportunidad de convertir, por fin, eso que algunos consideraban un mero entretenimiento en su forma de vida. Tenía claro que quería conseguirlo aquí y que lo haría, costase lo que costase. No sabía, en cambio, que ese sueño lo compartían tantos y que, en Berlín, perderte por el camino de tus sueños resulta tan sencillo.
Aún así, siempre tuvo claro que no dudaría en hacer lo que hiciera falta y esperar el tiempo que tuviera que esperar. Pero un cúmulo de trabajos vacíos, noches convertidas en días, infinitos peros, demasiados los siento y una ciudad que agarra tus fracasos y añoranzas y los abraza y arropa con su frenesí, lujuria y nihilismo, alejaron aún más su sueños. Por el camino se encontró con otros muchos poetas, actores y djs que buscaban su momentum y oportunidad, a veces en los baños de algún antro.
Mientras se mordía las uñas compulsivamente, elegía una música que pudiera sacarla de ese hartazgo y de esa presión en el estómago con la que se había levantado, el sonido del Skype la sacó de su mundo. Su padre la llamaba desde Madrid, su casa, su otra vida. Lo que era ella antes de huir en busca de sus sueños a esta ciudad. Dudó si debería responder, ante su falta de voz y energía, pero por otro lado, necesitaba ese chute de amor y cariño de su padre, al que tantas veces aún así había defraudado.
-Hola, hija. ¿Te acabas de despertar, no? ¡Vaya horas!
-Sí, fue una noche larga. Pero no me apetece hablar de eso.
Su padre, que la conocía más que nadie, notó en su voz ese despego con el mundo que la zarandeaba últimamente. Le habló de seguir la búsqueda de la propia identidad, de los fracasos y de las contradicciones de la vida. Le enumeró las razones por las que sabía que su hija amaba esa ciudad y las razones por las que merecía la pena seguir dándose de ostias con la vida para conseguir sus sueños, allí. Le habló de sus largas horas de luz en verano que te permiten pasarte horas deambulando sin rumbo. De la oportunidad de disfrutar de gente que viene y va, con sus historias, sus fantasías y aprendizajes y le habló de lo orgulloso que estaba él de conocer el Berlín de su hija cuando la visitaba. De como, gracias a ella, él vivía esa experiencia y aventura que él nunca había podido disfrutar.
Tras ese Skype, María sintió una especie de alivio, casi una leve ilusión, que se parecía mínimamente a esa esperanza, ingenua quizás, que le había llenado el corazón sus primeros meses y años en Berlín. Se calzó sus Dr. Martens, se puso sus guantes y el jersey más grueso del armario y salió de casa. Se plantó en una cafetería con vistas al canal, congelado en esa época del año, y sacó su libreta. Repasó los dibujos de esos meses más oscuros y vacíos y empezó, trazo a trazo, a dibujar los rostros que pasaban frente al cristal. Los rostros de su Berlín.
De repente, sonó un WhatsApp en su móvil. Su amiga Laura le mandaba una fotografía de un dibujo en lo que intuía que era el baño del club donde estuvieron el día anterior y en el que, minutos después de sacar la energía suficiente para dibujar en la pared, se dejó caer en un profundo sueño propiciado por algún que otro exceso. En el dibujo se veía la silueta del famoso puente berlinés Oberbaumbrücke y abajo se leía “A ser feliz”. Su amiga acompañaba la fotografía con un mensaje –Hasta casi desde el más allá, eres una artista, María – .
María sonrió. Quizás sí que tenía claro a qué había venido a Berlín. Y sabía que si alguna ciudad era capaz de acogerte con tus defectos, contradicciones y moratones en las rodillas de tanto tropezar, esa era Berlín.
Ana Fernández Pajares
Andaluza y residente en Berlín desde hace más de cuatro años. Tras su paso previo por Londres y Barcelona asegura que, aunque muchos vayan a Berlín con la idea de perderse, ella se encontró a sí misma más que nunca en esta ciudad. Traductora, creadora de contenido y amante de la escritura, de la lectura, de la fotografía y del arte en cualquiera de sus formas. Para ella, escribir es como una terapia en la que trata de poner orden a todo lo que se le pasa por la cabeza cada día y con la que trata de mostrar de alguna manera su visión del mundo. Blog | Instagram