Al Dr. Eduardo Cámez le despertó un sonido. Era un hombre alto, delgado y sencillo. Otros hubiesen dicho insignificante. Viajaba en el tren gris, entonces blanco, llamado ICE de Berlín a Hanover para participar en una conferencia internacional de químicos. Como consejero científico de un gran instituto de investigación, la presencia de Cámez en Hanover era imprescindible.
A Cámez no le gustaba viajar. No había regresado a Chile desde que su familia dejó apresuradamente la patria el día de navidad del 73. Aquel día, siendo tan sólo un niño, llevaba en la mano su único regalo de navidad: un trompo de madera de color rojo y negro cuyos giros le parecían eternos e inquietantes. Poco después de llegar a Alemania, su padre murió internado en un sanatorio, su madre siguió trabajando y murió agobiada por la vida. Cámez vivía una vida simple, sin desvelos. Una vida invisible, hubiese dicho su hermana mayor, ya hundida en el mar de la apatía. Sin embargo, a Cámez le gustaba su trabajo porque lo consideraba un trabajo pacífico y tranquilo. Le interesaba la literatura, Pablo Neruda e Isabel Allende figuraban entre sus favoritos a pesar de su desarraigo con Chile. Los poemas le entregaban paz, la prosa lo distraía de las voces que a veces le hablaban. Alguna vez intentó escribir y redactó un texto que trataba los sentimientos de un muchacho joven y expatriado en una familia exiliada. Jamás lo volvió a revisar; al terminar lo guardó en el cajón izquierdo de su escritorio. En el derecho todavía guardaba el antiguo trompo de madera de color rojo y negro que a veces sacaba, a pesar de esa sensación de repulsión que le producía. Cuando giraba el trompo, sentía como si hubiese abierto no sólo el cajón sino un portón de madera oscura que lo llevaba al interior de un laberinto de corredores circulares. Cuando el laberinto lo devolvía a la realidad, ya se había olvidado de sus excursiones. No era político. Tal vez por la historia familiar, tal vez porque la política le daba igual, tanto en Alemania como en otros países. Tenía algunos colegas y pocos amigos. No salía mucho de casa y se fue alejando de sus amistades que pronto lo olvidaron.
La vida clemente le regaló un tiempo de felicidad, un momento de amor. La mujer era una colega y a la vez la esposa de otro colega. Era austriaca. El acento austriaco le parecía especial y divertido a Cámez; le bastaba escuchar su voz – aunque fuese a escondidas – para despertarlo de su monotonía. Evocando esa voz, le surgió la imagen de unos rayos de luz dorados difuminándose sobre un mar indiferente de olas grises. Se reconocieron, después de haberse visto en una fiesta del instituto, en la Bernauer Straße, en el trayecto del muro de Berlín. Ella estaba en el Occidente, él en el Oriente. Bajo el sol de mayo, no se demoraron tanto en reunirse como la vieja Alemania. A partir de eso se vieron más frecuentemente en secreto, en lugares oscuros y variados. La última vez que la vio, se buscaron entre los pilares grandes y confusos del memorial del holocausto. Era de noche. Ella lo abrazó, lo besó y le dijo que no podía seguir con ese juego. No quería arriesgar la seguridad de su vida familiar. En ese momento el mundo de Cámez dio un paso más hacia la oscuridad. Ella no se dejó convencer y lo dejó perdido en uno de aquellos innumerables y tenebrosos pasillos. Deambulando sin rumbo por el memorial, Cámez sintió que ya no caminaba entre los monolitos sino que estaba errando por los corredores circulares del laberinto que giraba eternamente en su interior, como el trompo de color rojo y negro. Un cielo sin estrellas e indiferente lo observó buscando en vano una salida hasta que los primeros rayos del sol lo encontraron encorvado en el suelo del Tiergarten con el trompo en la mano.
Después de eso, hubo cambios en Cámez que él no notó, pero si sus colegas de trabajo. Comenzó a hablar consigo mismo, en español, en alemán, a veces incluso en una imitación rara del austriaco. Los vacíos en su memoria se alargaban cada vez más y no podía discernir si pasaba más tiempo en el laberinto o en la vida normal que le parecía más y más abominable. ¿Qué habrá hecho? ¿Qué habrá pasado? Lo único que recordaba era la imagen del trompo de color rojo y negro que giraba y giraba y no se caía nunca. Se perdía descubriendo los laberintos circulares.
Al Dr. Eduardo Cámez le despertó un sonido. No era un sonido, era una voz. Más bien, era un grito. Tardó unos momentos para recordar que estaba en el tren. Alguien gritó en alemán que los pasajeros debían morir. Cámez no vio al sujeto, escuchó la voz y quedó petrificado, aterrorizado. No se atrevió a levantarse para ver qué sucedía, ni girar la cabeza para mirar a los otros pasajeros, que de reojo se habían convertido en sombras grises. La voz colapsaba su oído, su pensamiento, la totalidad de su ser. La periferia de su visión perdió forma y color. Hubo otros gritos, un tiro y Cámez vio una sombra gris caerse a su lado. No giró la cabeza. No pudo pensar, el grito atroz del terror no se lo permitía. Sintió la amenaza completa, el sudor corriendo por sus sienes, su frente, entrando en sus ojos.
El Dr. Eduardo Cámez logró liberarse del terror y pensar. Pensó en las fiestas del 1989, pensó en la mujer, en la frontera que los separó y que habían logrado superar aunque sólo por un tiempo. Recordó su voz y su acento cuando le dijo “Ich sehe hier weit und breit keine Mauer”, cuando sonrió y cuando atravesó con un solo paso el recuerdo de la frontera histórica. Quiso repetir ese momento, esos momentos de felicidad, pero la voz del terror lo retiró de sus recuerdos y Cámez supo que ahora moriría.
Al Dr. Eduardo Cámez lo despertó un sonido. No era un sonido, era una voz. Era la voz de la funcionaria del tren. Registró las miradas preocupadas de otros pasajeros, atrás de los ojos determinados de la señora. Cámez no sabía donde estaba, todavía la voz de la muerte inminente resonaba en su cabeza. Estaba en el tren rumbo a Hanover, le dijo la voz con un tono suave. Había dormido y gritado según contaron los otros pasajeros. —¿Se siente bien?—Cámez asintió y tomó un sorbo de la botella que la funcionaria del tren le ofreció, quien se despidió después de una última mirada.
Cámez se incorporó. Bajó la mirada y vio el trompo. Se había caído y no giraba más. De repente se acordó de todo, vio con claridad su plan y agradeció a un dios al que nunca le había tenido fe. En la próxima estación bajó del tren y con su arma en la mano, se entregó a la policía.
Maximilian Müller
Maximilian Müller nació cerca de Múnich. Después de varias estadías en Chile se radicó en Berlín donde trabaja en el sector de energías renovables. Entre sus escritores favoritos están Jorge Luis Borges, Roberto Bolaño y Stephen King. Blog