Antes de salir del estadio, Dutari le dijo a Cárdenas que no iba a poder irse en su patrullero porque lo iba a necesitar hasta tarde. Así que cruzó por la avenida y esperó un taxi. Dejó pasar dos y finalmente se subió a uno que indicaba en el techo y en las puertas que pertenecía a una compañía de Radio Taxi. Le dio la dirección al taxista con la vista en la ventana y el mentón sostenido entre su índice y pulgar contra la puerta. Avanzaron por Libertador hasta Pueyrredón en silencio. En cada semáforo el taxista lo miraba por el espejo retrovisor. A veces amagaba a darse vuelta como si quisiera decirle algo pero no llegó a encontrar la oportunidad. Doblando por Pueyrredón titubeó algo que no alcanzó a captar la atención de Cárdenas quién todavía tenía un entrevero de cosas en la cabeza aunque no quisiera reconocerlo.
“Pobre Rojas” – pensaba. “Está claro que algo no me dice ni me va a decir. Qué pelotudo, si confiaran un poco más en nosotros… pero no lo culpo.”
En el cruce con Las Heras el taxista se animó.
-Disculpe, ¿usted está con el caso de la barra del Midfields, no?
-¿Por qué lo pregunta?
-No, porque el otro día yo pasé y se había armado alto quilombo en el playón. Tuve que bordear por Alcorta. Todo el mundo corría para todos lados.
-Sí, esas cosas… -no supo que decir.
-Sin ánimo de ofenderlo pero… ¿Sabe lo que haría yo? Les pongo un vallado a esos barras y no los dejo pasar. Si todos saben quiénes son, ¿o no? Y si alguno se retoba les mando disparar con balas de goma. A la semana están todos tranquilos sin ganas de armar lío.
Cárdenas no respondió. El taxista siguió con su monólogo.
-Pero sí. No es que quiera pasar por encima suyo, oficial. Es que me parece algo lógico.
-Disculpe…
-Dígame.
-¿Cómo sabía que era policía?
-Se le nota. Además, lo vi que salía del estadio y sólo hay canas ahí.
El tránsito estaba bastante tranquilo para ser un día de semana a la tarde. La gente en la ciudad parecía no acostumbrarse al frío polar de este otoño tan particular.
-Está tranquilo todo, ¿vio? – le dijo mientras paraba en el semáforo de Beruti.
-¿Sabe qué? Déjeme acá así aprovecho a caminar.
Marcaban ochocientos setenta pesos hasta ahí.
-Cóbrese –le dijo dándole un billete de mil- Chau.
Cárdenas bajó del taxi sin esperar vuelto ni saludo y siguió a pie por Pueyrredón hasta Charcas. Cuando regresó a la seccional eran alrededor de las cuatro. La sala de denuncias estaba casi vacía, hasta el penitente que buscaba a su mujer no estaba.
En su sala no había mucho movimiento tampoco. Entre las licencias de un par de compañeros y que a esa hora muchos se iban a almorzar solo estaban él y Acosta adentro de su despacho, echado hacia atrás roncando como de costumbre. Tomó su taza del escritorio que decía “E.C.” y se preparó un café instantáneo con el agua caliente del bidón antes de tener que volver a su escritorio para seguir con el eterno papeleo que le habían encajado. Tenía aproximadamente para cinco días, (hábiles por supuesto). Cuando Cárdenas se quejaba de la falta de acción era en serio. Más allá de la mentira que le había dicho a Cabañas para investigar la teoría de Armenteros estar todo el día llenando formas no era su idea de servir a la comunidad. Mucho menos siendo el inspector que era con menos de cuarenta años.
Probó el café y todavía estaba un poco caliente, lo hizo a un lado y abrió un expediente de hacía cinco años. Una señora mayor había muerto por intoxicación de monóxido de carbono durante el invierno. Todo parecía estar en orden, salvo porque faltaba la copia firmada por el forense. “Estos dinosaurios me hacen poner al día la muerte de una vieja que bien podría haberse suicidado hace cinco años”, pensó.
Resultaba común que casos tan claros como este, después que se pasara toda la información requerida a la justicia, quedaran luego sin copias para los informes propios de la policía. El expediente ya estaba cerrado en Tribunales pero ellos necesitaban tener una copia de cada evidencia. Oficialmente, quien estuviese haciendo este trabajo de revisión debería buscar los originales para copiarlos y elevarlos a su superior en el extraño caso de que a alguno le importase tener todo esto en orden. Cárdenas siempre seguía, o al menos intentaba, los procedimientos al pie de la letra, pero esta vez se limitaría a leer un poco cada expediente, hacerle creer a Cabañas y compañía que estaba trabajando y esperar el momento de volver al ruedo, donde pertenecía.
Un cadete llegó desde la oficina de Berisso y le dijo que lo estaba llamando. El Gran vigilante, así le decía Cárdenas en la intimidad. Dejó el café enfriando en la mesa y caminó los escasos metros que lo separaban de su oficina. La puerta estaba entornada. A través de la ventana esmerilada que anunciaba el nombre de Gabriel Berisso y al costado un cartel que decía “por favor, mantenga cerrada la puerta”, se veía una silueta en el escritorio. Cárdenas golpeó suave pero firmemente.
-Adelante.
La oficina parecía el cuarto de los celadores del colegio, pequeño con una ventana atrás del escritorio que daba al ventiluz del edificio. A la derecha había un placar, un fichero y dos posters: uno de Boca y otro de Evita. Del otro lado estaba la puerta. Durante los primeros meses en que se habían mudado a la comisaría se hicieron apuestas para ver quién podía abrirla cuando el puesto de Berisso lo ocupaba Acosta. Todas las tardes después almorzar se juntaban y apostaban veinte pesos cada uno que en los noventa era guita[1]. Las jornadas siguieron y nadie consiguió abrirla hasta que un sub oficial que se había colado le dio de lleno a la manija con la culata de la reglamentaria provocando que se descargara levantando parte del parqué a 35 grados de la cerradura. A partir de ese momento la joda se terminó y nadie jamás volvió a querer abrir la puerta. Tampoco llamaron a un cerrajero debido a falta de presupuesto, (como siempre). El dinero de las apuestas perdidas nunca se devolvió.
Cárdenas entró en la oficina. Berisso levantó la mirada.
-Ah, ¿qué hacés, Ernesto?
-Bien, che ¿Cómo va eso?
-Bárbaro, como siempre. Sentate, por favor.
-¿Qué necesitás?
-Me avisaron de que fuiste con Dutari a la sede del Midfields.
Botones hay en todos lados.
-Sí, me pidió una mano con el caso del Hueso y fui.
-Está bien, pero eso me lo tienen que informar a mi primero, sabés como es. Además, no te lo tomes a mal, pibe, pero tenés mucho laburo que terminar. Te va a venir bien, vas a ver, hasta que todo el tema este pase.
-No te sigo. ¿Qué tiene que ver el asesinato del Hueso conmigo?
Berisso se tomó unos segundos reclinándose en su silla de cuero.
-Me refiero a Amanda, Ernesto.
Por un rato se había olvidado de todo eso. Notó que la pena iba en bajada mientras se reincorporaba a su rutina.
-No pasa nada con eso.
-No jodamos, che. –Berisso subió el volumen- Yo sé lo que es perder a alguien importante. Amanda se murió y nos duele a todos y por eso hay que ir de a poco ahora.
Cárdenas pensó que la única manera de seguir adelante es estando en acción y no completando informes vacíos que nadie se molestaba en leer.
-¿Terminamos?
Se levantó y caminó hasta la puerta.
-Ah, me olvidaba –dijo Cárdenas antes interrumpiendo lo que iba a ser un falso intento de conciliación- Hace varios días que viene un tipo desesperado porque no encuentran a su mujer y teme que le haya pasado algo grave. ¿Quién está con eso?
-No sé de qué me hablás, yo no vi a nadie. Además, acá no manejamos eso, preguntale a tu hermano.
-No está acá.
-Y bueno, ¿qué te jode ese tipo entonces? –dijo recostándose aun más sobre le respaldo del asiento- ¿Te das cuenta que lo de Amanda te sigue afectando? Ves a un tipo que dice que la mujer no aparece y ya querés salir a revivir a tu novia. Seguro que está con otro. Tenés laburo pendiente, ocupate de eso y tenés prohibido participar de cualquier investigación hasta que yo te dé la orden. ¿Soy claro?
-Andá a cagar –Y dejó la puerta abierta detrás de él.
[1] No figuran datos sobre quién corría las apuestas pero seguramente no saldría de Acosta o Berisso.
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