Los tres, mi padre, el flaco Po y Don Santiago, se sentaban en esa esquina de Ameghino y Azcuénaga. Enfrente, en diagonal vivía don Casimiro. Y si doblamos por Ameghino dejamos atrás Azcuénaga, la calle de la melancolía… La llamo así por el sentimiento que me provocan sus mujeres. Ellas, cada día de otoño, se daban afanosas a la inútil tarea de barrer las hojas que obstinadamente cubren las veredas de manchones amarillos, marrones, rojizos. Una pradera de hojas muertas empeñadas como vivas en adueñarse de cada baldosa. Y esas mujeres, abnegadas, con su uniforme de delantal y zapatillas baratas, como míticos Sísifos femeninos, barren las veredas al reverendo pedo, día tras día. Y cada una de ellas, magistralmente, cumple el rol que le corresponde en esa coreografía de escobas, escobillones, faldas y siseos de zapatillas de goma gastada, alrededor de su creciente montículo de hojas secas que un ratito después arderá crepitando su canción otoñal y dibujando a lo largo de toda la cuadra una larga hilera de alegres fueguitos fatuos.
Si usted se para en la esquina, mi solitario lector, verá a las mujeres de Azcuénaga, como ángeles que cambiaron las alas por delantales, aparecer y desaparecer chapuceando entre el humo delicioso de las fogatas.
Al día siguiente la rutina se repite y solo se altera según los caprichos del viento. Y al día siguiente. Y al día siguiente. Y al día siguiente. ¡Qué manera de barrer al divino botón!
En Monte Grande, no nieva nieve en invierno, pero nievan hojas en otoño. Caen lentas como copos, suaves, ligerísimas. Aun con los árboles completamente desnudos, las hojas siguen cayendo. Vienen de más allá de las ramas más altas. Caen desde las nubes, desde el cielo. Las de los fresnos, más angostas y puntiagudas como plumas de gallinas, son las que llegan primero al suelo. En cambio las hojas de los tilos y los plátanos, más anchas, como barriletes del tamaño de la palma de una mano, conducidas por jinetes invisibles, planean juguetonas demorando su aterrizaje. Una cascada lenta y crujiente dispuesta a cumplir con su destino de Juanas de Arco, ardiendo con la vista clavada en lo alto, mientras el humo se eleva con la convicción de un rezo.
De los tres, mi padre y el viejo don Santiago eran quienes más gozaban de aquellas tardes inundadas de humaredas dulces. El flaco Po, en cambio, solo disfrutaba de las mujeres, del whisky y de su auto, un Torino impecable que todos los años cambiaba por el último modelo. Tuvo muchos autos y muchas mujeres, pero una sola novia con la que se casó luego de 23 años de respetuoso galanteo.
Para todos fue y aún sigue siendo un enigma la causa del divorcio, hecho que ocurrió apenas regresaron de la luna de miel. Algunos arriesgaban explicaciones relacionadas con algún fracaso sexual, no sé si me explico, pero eso es imposible sobre todo porque la flamante señora (cuyo nombre no voy a dar por razones de decoro) ya superaba con creces la edad del deseo de manera que es poco probable que la novia convertida en esposa abrigara demasiadas expectativas para su noche de bodas. Más bien, y es una conjetura que hasta ahora no he compartido con nadie, le adjudico el fracaso a dos posibles y altamente probables razones.
La primera, que el Flaco Po esa misma noche, apenas llegados al hotel lo primero que vio fue el bar. La geometría ondulante de una barra de madera, probablemente de álamo u olmo, rematada con un reborde de metal pulido hasta el encantamiento. Las banquetas alineadas, prolijas, como un ejército uniformado de gala en tiempos de paz. Detrás, ese espejo que refleja la espalda recta de las botellas, coquetas como señoritas esperando a sus caballeros. Una al lado de la otra, separadas apenas por la distancia profesional que permite pasar los dedos índice y pulgar, uno a cada lado, y calzarla con seguridad en la mano maestra del bar tender. Y entonces esa botellita, que a veces no dice nada, comienza un vuelo corto, breve, pero que para el que espera es eterno, hasta la barra iluminada apenas con la discreción de una iglesia. Y en la penumbra del bar, se oye una música aguda, un campanilleo que brota de esa santa trinidad que no es la del padre, el hijo y el espíritu santo, sino la del vaso, el hielo, y el líquido.
Si el Flaco Po vio algo así cuando llegó al hotel, delo por seguro, le encajó las valijas a su flamante esposa y se encaramó como un experimentado alpinista en la primera banqueta que encontró libre y no bajó de esas alturas hasta que la borrachera lo dejo ciego.
Esa es una posibilidad mi amable y distraído lector. La otra, tan posible como la primera, es que en el camino a la habitación el viento irresistible de la falda de una linda morena lo obligó a cambiar de rumbo y haya desaparecido por 24 o 36 horas.
Las otras conjeturas que se barajan, como por ejemplo un letal olor a pata o un pedo digno de ser contemplado en el acuerdo de no proliferación de armas nucleares no son más que versiones malintencionadas porque el Flaco Po era, además de un hombre de bien, una persona educadísima de modales exquisitos y limpio hasta el escándalo.
Así que nada de pedos ni de mugre.
Lo cierto es que apenas regresado de la luna de miel se separó y volvió a ocupar su sitial en la pared bajita junto a mi padre y al viejo don Santiago sin hacer ningún comentario sobre su casamiento. Yo mido la templanza de los hombres por su capacidad para guardar silencio. Y ni mi padre ni el viejo don Santiago le preguntaron jamás nada.
Al tiempo del divorcio, digamos un par de semanas, no más, el Flaco Po le echó el ojo a una linda morocha que trabajaba con cama adentro en una casa del barrio. Su carita era fea como una tormenta. ¡Un espanto! Pero tenía el cuerpo de una virgen vestal. ¡Que equilibrio más injusto! Su cuerpo era una ecuación de cifras exactas cuya incógnita para evacuar era el rostro. Pechos, cadera, muslos y estatura, belleza y proporción, una armonía que si Leonardo hubiera conocido jamás habría tenido en cuenta las sugerencias de Vitruvio para determinar las proporciones del cuerpo humano. Se habría inspirado en la medidas de esta tremenda morena, eso sí, de espaldas.
La cuestión es que comenzó el romance, amigo lector. Se encontraban los fines de semana que era cuando la muchacha gozaba de sus días libres y la cosa iba bien hasta que un sábado el Flaco hizo confluir sus tres pasiones en un mismo instante: el Torino, la morena y el whisky. Volcó a más de 160 kilómetros por hora y se mató. ¿La morocha? También murió, pero a ella no la lloró nadie. Era bastante antipática.
¡Me desvié! ¡Otra vez me fui por las ramas! ¡Lector…lector…usted tiene que ser el tutor que me marque férreamente el camino! Claro, es verdad…usted no conoce el camino…tiene razón. Pero si advierte que le estoy hablando de una cosa y de la nada empiezo con otra avíseme, hágame señas, gestos, caras raras, algo amigo, algo, o mándeme mensajes de WhatsApp.
Le estaba contando de la calle de la melancolía, Azcuénaga, de la danza de escobas, delantales y zapatillas de goma gastadas, del coro de voces de vecinas que recitan las novedades del barrio ocultas tras el velo dulce del humo de las fogatas de otoño. Oler esa humareda era dejarse hechizar. Era un humo que no irritaba los ojos, ni hacía gotear las narices. O quizá sí. No importa. Con los años, los recuerdos tienen más de ilusión que de realidad… Pero lo cierto es que era un humo que emborrachaba. Enviciaba. Y uno se dejaba llevar en andas de esas volutas azules y ya no podía hacer nada más. Solo estarse ahí, entregado, oliendo. ¿Qué era lo que lo hacía distinto? ¿Las hojas, el fuego, o ellas, las mujeres ángeles de esta calle que con su baile invocaban a algún demonio que los hombres desconocemos y que se adueñaba de nuestra voluntad para que en las tardes de otoño ni siquiera quisiéramos ir al bar? No sé la respuesta. Pero era un humo que a algunos les parecía peligroso.
En los años de la dictadura, intentaron prohibir las fogatas de otoño con el argumento de que contaminaban y que eran nocivas para la salud. El bando oficial informaba solemnemente que los científicos del régimen habían llegado a la conclusión de que esa práctica, cuyos orígenes remontan a la era precámbrica, provocaba malformaciones en fetos y yo le agrego que en los nacidos también porque, siempre según el parte del gobierno, causaba cáncer y muertes precoces. En fin, el asunto era que las personas -o los nonatos que estuvieran en los vientres de sus respectivas madres- que barrieran hojas y las quemaran en la vereda se aseguraban una muerte lenta y un incómodo cubículo en algunos de los círculos del Infierno de Dante solo por haber desobedecido la prohibición formal de las autoridades.
Durante unos cuatro o cinco días nadie agarró una escoba por temor a quedar fulminado, seco, muerto, ahí mismo. Pero una tarde, la señora de Caruso, gorda, con las medias enrolladas hasta justo por debajo de la rodilla, en chancletas gastadas, que venía de una gripe que la había tenido en cama por una semana y, por lo tanto, ignorante de la interdicción dictatorial, salió a la vereda, escoba en mano, y comenzó su faena. Parecía como que las hojas la habían extrañado y revivieran guiadas por la señora de Caruso que, pesada como era, y con los pies en primera posición comenzaba a volverse etérea, liviana.
De pronto, la señora de Caruso, vieja, obesa y miope como era, se deja llevar por una música que solo ella escucha y en apenas una fracción de segundo surca el aire de la vereda en una sucesión de so de bass y yanyé, uno tras otro, como una abeja, como una libélula, como una gacela, como no sé qué mierda, pero la vieja salta y baila y se estira y así, como si nada, una sucesión de pas de chat, pasa el pie derecho, el izquierdo, demi plie y el saltito gracioso. Y otro, y otro y otro. Tendu plie. Pas de boureé. Si Degas la hubiera visto La pequeña bailarina era la señora de Caruso. Pero no la vio, en cambio sí la vieron los inspectores municipales que interrumpieron una serie de jeté cupé cupé, jeté cupé cupe…
-¿Señora no sabe que eso que está haciendo está prohibido?, la espetaron dos funcionarios jovencitos, rapados, calzando borceguíes, y vistiendo chaquetilla camuflada para combate urbano, casco, fusil y pistola Browning 9 milímetros en la cintura.
-Primero y principal buenas tardes. Segundo y no menos principal no soy “señora” a secas. Soy la Señora de Caruso. Y tercero y tampoco menos principal, ¿quiénes carajo son ustedes y qué se supone que es lo que está prohibido?
-Señora de Caruso, primero y principal Buenas Tardes. Lo segundo y no menos principal ya lo resolvimos en el primero y principal y tercero y tampoco menos principal somos de la brigada de sanidad que velamos por la vida y la muerte y el estilo de vida occidental y cristiano de los ciudasúbditos de este pueblo y de este país. Le comunicamos que está prohibido tanto barrer como prender fuego a las hojas en otoño ya que dicha práctica precámbrica atenta contra el bienestar general provocando malformaciones y cáncer incluso a los no nacidos garantizándole a los infractores de tan sabia disposición una muerte más lenta y permanente que la de la desaparición forzosa.
-¡Qué cáncer ni qué ocho cuartos, mocosos de mierda! Tengo 93 años y barro la vereda desde los 8. Saquen cuentas pibes si saben sumar y restar. Y si no se sacan esos zapatones de payaso y usen los dedos de los pies si no les alcanzan con los de las manos. ¡85 años barriendo la vereda! ¡85! ¿Dónde me ves el cáncer, a ver, dónde? ¿Y las malformaciones? ¿Te voy a dar malformaciones? Rajen de acá manga de vagos…
Crease o no, se fueron. Así de sencillo. Se fueron sin chistar y sospecho que los rapaditos vestidos de combate para enfrentar a la señora de Caruso no dieron parte de lo ocurrido a sus superiores simplemente por vergüenza. Tanto fusil y pistola y camuflaje para que una anciana, munida de una escoba y de ser necesario un par de chancletas, los sacara carpiendo. Esa misma tarde no, pero a la siguiente, las mujeres de la cuadra retomaron su ceremonia de hojas y escobillones y los fuegos rituales de otoño volvieron a arder.
El régimen no se dio por vencido y ante lo que creían una evidencia más de la ignorancia del pueblo al insistir con esa pompa pagana que llenaba toda la ciudad de humo lanzó una campaña de defensa del medioambiente y de los pájaros y no me acuerdo cuántas macanas más.
Decían que toda aquella quemazón afectaba directamente el plumaje de las aves y para dar fe de los estragos que las vecinas producían con sus fogatas divulgaron las imágenes de unos pajarracos pelados justo en la mollerita. Serían benteveos y un par de cotorras. Pero para desenmascarar a un embustero solo basta con ser más mentiroso.
Le explico mi apasionado lector. Después de las fotos de las cotorras aparecieron otras de gallinas completamente desplumadas. ¡Había que ver a las pobrecitas cagadas de frio! Acuérdese que era otoño. Y aquí esta época puede ser calurosa como un verano o fría como el invierno. La cuestión es que tocó fresco y que el régimen empapeló media ciudad con las ruborizadas ponedoras en pelotas y la leyenda en letras catástrofe: “Esto le hace el humo a nuestro patrimonio animal”.
Pero no había sido el humo mi confidente lector. No. Había sido yo con mi banda de amigos. Esa fue la única acción subversiva de toda mi vida y fue severamente castigada a varitazos por mi difunta madre que comprobó mi responsabilidad en los hechos con solo ver cómo me perseguía el gallo cada vez que iba a darle de comer a las ridículas gallinas desplumadas. Sí…los pibes del barrio, entre los que me incluía por aquellos años, éramos los que las habíamos puesto en evidencia toda la mentira y la falacia del régimen con solo desplumar a esos pobres animales. Lo que le preocupaba al gobierno era que alrededor de las fogatas la gente pudiera hablar sin ser vista y sobre todo porque el humo, ese humo, nos hacía soñar. Ese humo, mi único lector, abrigaba sueños y todos sabemos que nadie que sueñe esta derrotado. Las dictaduras necesitan pueblos sin sueños, vencidos, resignados a amar su servidumbre. El sueño de los oprimidos, mi imaginativo lector, siempre es conspirativo y eso a los opresores les da mucho miedo.
Por eso eran tan peligrosas las fogatas.
Sigamos caminando, sigamos…
Hoy, en Azcuénaga, ya no hay fogatas. Se extinguieron aquellas piras rituales del otoño. Las hojas siguen cayendo como pétalos marchitos pero en vez de alimentar el fuego y transformarse en una oración de humo elevándose hacia el cielo, terminan engordando una bolsa negra de plástico para la basura como si fueran cadáveres. ¿Cómo por qué? ¿Pero es que no ve? ¡No hay lugar hombre! ¿No se da cuenta? Ya no hay lugar en ningún lugar. Para bailar se necesita lugar y aquella danza de ángeles en delantal se hacía sobre la calle, pegadito a los cordones de las veredas. Por aquellos años ese era el territorio de las fogatas, las canchas de bolita, o los arcos improvisados para un “cabeza” con pelota de goma. ¿Qué hay hoy al lado de los cordones? ¿Ve hoyos para las bolitas? ¿Ve un par de ladrillos encimados sugiriendo la geometría rectangular de un arco que solo los pibes de la cuadra podían imaginar? No. Solo hay autos estacionados y más autos estacionados y más autos y más autos… Ya no hay lugar. ¡Ni los pobres perros tienen lugar para correr a los autos!
Yo viví rodeado de espacio y hoy vivo rodeado de cosas. Lo que no pudo hacer la dictadura lo terminaron haciendo las cosas. Que yo recuerde, los seres humanos no podíamos vivir sin espacio. Ahora, no podemos vivir sin cosas. Para todo hay cosas. La dictadura quería que amaramos nuestra servidumbre y terminamos no solo amando a las cosas, sino también siendo esclavos de ellas. ¿No me entiende? Bueno…no importa. Piense. Y sigamos caminando que tengo otra historia para contarle.
Claudio Seman
Claudio Seman nació en 1962, en Monte Grande, Argentina. Soldado durante la Guerra de Malvinas, se recibió de licenciado en Comunicación Social y ejerció el periodismo en muchos medios de su país. Fue colaborador de las revistas Primera Plana, Entre Todos y del diario La Razón, cronista de la agencia Noticias Argentinas, director del diario La Unión y de Radio Provincia de Buenos Aires. Ocupó el cargo de subsecretario de Medios de la Presidencia de la Nación durante la crisis de los años 2000. Escribe desde siempre. Las fogatas de otoño integra el libro de inédito “Cuentos trenzados”. Ejerce la docencia en las universidades nacionales de Lomas de Zamora y Avellaneda. Instagram – Facebook