Te largan a la cancha sin preguntarte si querés entrar.
Por si fuera poco, de golero; toda una vida tapando aujeros.
Y si en una de esas salís bueno, se tiran al suelo y te cobran… y te cobran penal.
Brindis por Pierrot – Jaime Roos
UN MINUTO DE SILENCIO
Segundo martes de abril, las hojas de los árboles tapizaban las calles del barrio de Palermo con un amarillo crujiente. El calor agobiante del verano se había extendido hasta las primeras semanas del otoño y en cuestión de unos días la temperatura bajó hasta una máxima de dos grados centígrados. El frío atípico para la estación y la ciudad en general había obligado a las personas a sacar los abrigos de invierno en forma prematura. Siendo que nadie estaba acostumbrado a temperaturas tan bajas, se podía ver en la mayoría de los rostros de los porteños una sensación de sorpresa ante lo extraño de la situación buscando entender algo que nunca antes habían sentido. El vapor que salía de las chimeneas de las cocinas de los restaurantes inundaba las calles y el tránsito no aminoraba a pesar de que la cantidad de gente en la calle parecía menor. Vaticinando lo que sucedería, el servicio metereológico nacional anunció que ola duraría sólo cuatro días y fluctuaría entre cero y siete grados. Finalmente duró una semana con mínimas de seis bajo cero y máximas de dos sin una sola nevada. Nunca en la historia de Buenos Aires se usó el subte como en esa semana.
En los primeros días de la ola polar intensa y con el conocimiento previo gracias al servicio meteorológico, el gobierno de la ciudad había dispuesto la alerta amarilla y por primera vez después de mucho tiempo se los vio recogiendo personas sin casa para refugiarlos en algún centro.
La única persona que parecía estar a gusto con esta situación era el Inspector Ernesto Cárdenas, quien caminaba por la vereda con su gabardina y sombrero negros, escondiendo la nariz bajo las solapas levantadas, yendo a paso tranquilo y con el frío en la cara entre la gente que se apuraba para llegar a algún lugar más cálido.
Volvía de ver Chinatown en la Sala Lugones del San Martín. Gran admirador del relato policial, fascinación que heredó de su abuelo, Salvador Cárdenas, profesor de literatura inglesa, erudito de Sherlock Holmes y ocasional investigador privado en la década del cincuenta.
Este era su día libre de asesinatos e investigaciones entorpecidas por el corto presupuesto y falta de predisposición del sistema judicial argentino que era como él llamaba a su trabajo.
Una cuadra antes de llegar a su casa entró en la vieja panadería “Goyco”, atendida ahora por Goyquito quién fue el que le regaló su primer vigilante a Cárdenas cuando todavía no tenía dientes. Adentro del local, un puñado de personas miraba hacia afuera como lo hacen aquellos que contemplan una lluvia intensa esperando a que aminore. Arriba, no había una sola nube en el cielo, apenas un sol manso que no se hacía notar.
Cárdenas caminó hasta la caja donde el Goyquito buscaba el vuelto exacto para el único cliente de verdad que había. Apoyó un codo en el mostrador con la mirada baja, refregándose las manos mientras esperaba.
-¿Qué dice, oficial?
-¿Qué hacés, Coqui? [1]
-Bien ¿Cómo lo ve a Midland hoy?
-Midfields, yorugua y la re –bajó la voz- …adre que te re parió. Preparame la media docena de siempre.
-Tranquilo, pibe, está todo arreglado –le dijo mientras ponía unas facturas en la canasta de metal.
-¿Para qué descendamos, decís?
-No, al contrario. ¿Sabés lo que me dijo uno que tiene al primo en la AFA? Que al otro no le conviene subir Que es mucho gasto. El sábado de local les pegaron flor de baile para no quedar mal frente a su gente, tá, pero en la vuelta se lo dejan ganar. Vas a ver. Yo igual mucho no entiendo de esto porque si uno asciende cobra más guita ¿O no?
-Sí, pero esas son giladas, Coqui, olvidate. Si nos quisieran ayudar nos hubieran cobrado el terrible penal que le hicieron a Cullen en la última. ¿Vos viste la cara que puso el defensor cuando el árbitro le sacó amarilla al nueve por simulación? No lo podía creer. No, acá hay que darlo vuelta como sea.
-Cuchame, con el empate zafan ¿O no? –le dijo mientras envolvía unas facturas.
-Sí, por la ventaja deportiva. Pero a mí ya me tienen podrido con la promoción y los promedios y toda esa cosa ¿Cuánto es, che?
-Mil.
-¿Mil? Ya subiste de nuevo los precios, miserable.
-Está difícil, muchacho.
-Tomá, acá tenés –le dijo ofreciéndole un billete de diez mil pesos.
-Me mataste, no tengo cambio. Dejá, querido, llevateló nomás a ver si ganan y se quedan.
-Bueno gracias. Saludos a la vieja.
-Gracia…
Saliendo de la panadería, Cárdenas soltó el pensamiento que tenía guardado desde hacía unos minutos. Goyquito tenía razón, los promedios no tenían sentido alguno ¿En qué mente cabía algo tan desigual y alejado del espíritu deportivo, ya no del agonal? El hecho de que existiesen los promedios hacía que los puntos que se ganasen no valiesen lo mismo ¿Cuántos equipos que mereciendo jugar copas o incluso ganar el campeonato debían de cuidarse y proteger cada punto que pudieran ganar por el temor al descenso y cuántos equipos se dedicaron durante temporadas enteras a dar lástima por las canchas del fútbol argentino sabiéndose cómodos porque un año atrás, otro plantel había hecho un buen colchón?
Dijeron que los promedios fueron creados para proteger a los clubes grandes pero al final, lo único que lograron fue volver todo aún más mediocre. Sólo en Argentina podía pasar que un comienzo de temporada ya arrancase desigual y con ventaja para algunos.
Cárdenas llegó a su casa con el tiempo justo para poner el café en el microondas, dejarlo enfriar mientras se duchaba y ver el partido de su querido Midfields F.C. que esa tarde jugaba la vuelta de la promoción en su estadio. La cosa venía caliente siendo que los contrarios habían hecho desfilar a sus jugadores y cuerpo técnico por cuanto medio encontraron para quejarse por las instalaciones del club, las dimensiones de la cancha y la ausencia de sus dos figuras por distintas lesiones sufridas en el partido de ida sin consecuencias negativas para los infractores de Midfields.
La previa ya estaba encendida y los hinchas del mítico club de Palermo esperaban un partido épico. Para esta ocasión se había prohibido el público visitante en busca de evitar un posible conflicto entre las barras de ambos clubes. Midfields venía de perder por dos goles frente a un club de la categoría inferior y el ente de seguridad de la Ciudad de Buenos Aires temía un conflicto aún peor si no se salvaban. Días antes se había barajado la posibilidad de que ni siquiera los hinchas locales ingresaran al estadio, pero rápidamente fue descartada por temor de una represalia feroz de los barras contra policías y civiles en las inmediaciones. No sería la primera vez.
Desde que se sentenció que el Midfields jugaría la promoción, los medios[2] basaron su cobertura en el operativo de seguridad que tenía orden judicial de cuidar a jugadores visitantes de posibles amenazas y aprietes, (lo que en algunos lugares es sentido común, acá necesita de la orden expresa de un juez). Para eso, los barras del local fueron escoltados todo el tiempo desde la salida de su sede a cinco kilómetros del estadio por cincuenta efectivos y un helicóptero, lo cual no era exagerado teniendo en cuenta que en unas semanas comenzaba el mundial en casa y nada podía salir mal. Esto ya era una cuestión de estado.
A Cárdenas no lo inquietaban ni los contrarios que espetaban contra el club, los operativos policiales ni la barra, que se sabía, estaba partida en dos facciones y a cuyos miembros conocía bien de su época de hincha fanático. En cambio, estaba sereno con su cábala junto a la mesa de luz, el café enfriándose que tomaría durante el partido y la pipa de su abuelo, que fumaba sólo en dos ocasiones: cuando jugaba Midfields y cuando analizaba evidencias en un caso.
Antes de prender el televisor, su handy irrumpió avisando que una casa se estaba incendiando en Villa Crespo, no le dio importancia y lo apagó, nada debía distraerlo. Inmediatamente el teléfono de línea sonó pero Cárdenas eligió ignorarlo hasta que dejaran de molestarlo en su día libre. Sin poder siquiera tomar el control remoto, el celular vibró con una llamada de Berisso. Exclamó y atendió. Acevedo al 250, Villa Crespo, se había incendiado una casa y la ocupante había muerto por causa del siniestro. Cárdenas apagó todo y salió corriendo. No lo habían llamado porque lo necesitaban, sino porque era la casa de Amanda.
Diez minutos más tarde llegó al lugar que adentro estaba plagado de oficiales y bomberos que ya se habían encargado del fuego mientras que afuera toda la cuadra estaba bloqueada entre curiosos y alcahuetes. De a poco los policías iban habilitando un carril para que los autos pudieran salir del garage que estaba en la vereda de en frente. En un rincón del tumulto, frente a la casa, había un grupo de periodistas amarillistas del cual uno logró escabullirse hasta que una patada de Cárdenas lo devolvió al grupo.
Estévez cuidaba de la valla y lo dejó pasar asintiendo con una sonrisa triste de esas que se buscan dar cuando a alguien se le muere uno. El tiempo parecía haberse detenido hasta que llegó a la puerta o lo que quedaba de ella después de ser destrozada mitad por el fuego y mitad por el hacha de los bomberos. La presencia del inspector reencuadrada en el dintel acalló el murmullo interno por un instante.
Los paramédicos salieron apurados acarreando la camilla que portaba el cuerpo dentro de una bolsa negra. Cárdenas sintió cómo se le venía todo encima, las piernas se le aflojaron y se hubiera reventado contra el piso si no hubiera sido por Berisso que lo atajó a tiempo por atrás y se lo llevó hacia un costado. Sin hablar todavía, Cárdenas se zafó y caminó hacia adentro decidido como un toro bravo que nadie se animó a parar. La sala estaba cubierta de espuma y carbón. Sólo algunas paredes mantenían el color original del empapelado alternando con marcas de fuego que en algunos lugares parecían comenzar desde la mitad.
“Amanda” fue el único pensamiento que pudo elaborar en ese momento seguido por una puteada que estrelló contra el techo. Todos se dieron vuelta y enseguida siguieron con sus tareas salvo por Cabañas que se acercó a él. A través de la puerta, Cárdenas vio cómo los paramédicos cerraban la ambulancia y arrancaban hacia la morgue, quiso salir corriendo a buscarlos pero Cabañas lo frenó en seco con la mano en el hombro.
– Quedate acá –le dijo con el tono del jefe- tomate unos segundos.
Acosta salió del baño del costado, lo vio a Cárdenas y se acercó para saludarlo con los guantes de látex todavía puestos. Berisso arrastró una silla desde la cocina en el fondo para que se sentara. Los tres se alejaron un momento para hablar en privado. Cárdenas quedó sentado solo en el hall viendo la puerta que tantas veces había pasado, a veces feliz de ver a Amanda y otras aliviado de irse. Esther, una suboficial que había sido compañera suya en la academia, se acercó por el costado y le tocó el hombro.
– Lo siento mucho, Ernesto –sonó sincera.
La respuesta fue un leve asentimiento con la cabeza creyéndose dueño de nada. Observó a su alrededor en busca de respuestas pero sólo encontraba recuerdos entre las cenizas. Cada detalle, cada rincón de aquel espacio se transformaban en aquella charla de un domingo a la tarde, la pelea por la que casi se separaron, (la primera vez) y las escaleras que no habían podido subir porque estaban demasiado borrachos después de una fiesta.
Cárdenas se levantó y caminó hasta lo que quedaba de peldaños y baranda. La pared de la escalera alternaba partes sin quemar entre manchones oscuros que llegaban hasta la mitad. En algunos sectores se veía una línea tenue más clara que coincidía con la línea del pasamanos lo que podría llegar a indicar que el incendio se fue extendiendo como un soplete de un lado al otro. Pero el fuego no era su especialidad, esto era una fatalidad no un homicidio. Al cadáver ya se lo habían llevado y él sin su pipa no era más que un allegado a la víctima, este no era su caso.
Parado sobre un escalón que había sobrevivido al incendio vio por entre medio de sus pies que algo brillaba según cómo le diera la luz. Alrededor suyo sólo había policías, bomberos y extras que iban de un lado al otro sin prestarle mayor atención a nada más que no fueran las órdenes que acataban. Cabañas, Berisso y Acosta seguían hablando encerrados en su círculo hermético. Cárdenas se agacho y tomó lo que era un anillo dorado parcialmente derretido. Tenía un aspecto familiar pero no podía recordar si alguna vez lo había visto. Era cuadrado con lo que parecían ser dos letras inscriptas en la superficie, la primera era una ele, la segunda resultaba casi imposible de descifrar. Por el diseño y el color de las partes que no habían sufrido del calor, se notaba que tenía varios años por lo que el dueño tenía que ser algunos años mayor, cerca de los cincuenta y , sin lugar a dudas, un hombre. Ningún familiar varón de Amanda que conoció se ajustaba a esa descripción, pero sólo había conocido a un primo algunos años menor que ella.
-¿Qué hacés? –Le preguntó Acosta por atrás.
Cárdenas se guardó el anillo en el sobretodo.
-Nada, pensé que había visto algo.
-Este no es tu caso, pibe.
Acosta tenía la cara roja y cenizas en su frente. Cárdenas supuso que él podría haber sido el primero en entrar en la casa. Cabañas se unió.
-Llevameló para que haga el reconocimiento. Perdoná Ernesto, pero sos la única persona que tenemos que conocía a la víctima tan de cerca.
Caminó hacia la puerta dejando atrás a Cabañas que le dijo algo brevemente a Acosta en el oído. Antes de subir al auto, Cárdenas vio el cielo por encima de la casa que se había transformado en una mancha negra. El sol ya se había escondido en este extraño otoño porteño dando paso a una noche helada a pesar de las llamas. Se acordó del café que ahora reposaba frío en su mesa de luz con el primer tiempo en juego sin él para verlo. Esta vez, las cábalas le habían jugado en contra.
[1] De niño no le salía decirle Goyquito por lo que para Cárdenas, y solamente para él, le quedó decirle Coquito o Coqui.
[2] Con excepción de algunas publicaciones como Última plana.
Siguiente capítulo: 2 Salida de reconocimiento