Se trata de que Dios existe.
Y de que tenemos que vivir con ello ante cada situación.
Rafal Wojasinski
El proceso no es complicado. Solo se requiere tomar la decisión. Ese es el punto, porque todo lo que depende de uno es siempre complejo.
Con el antebrazo me cubrí los ojos, disipando las infértiles gotas de agua que caían de la cornisa. Visualizaba las imágenes que fomentarían la dócil discrepancia de la rutina, adscritas al lívido reparto de las huellas, como fósiles triturando la acera, cual injerto de luz acezante instauraba una concreta división, al procurar el reposo de mi pierna vencida sobre el extremo de la calle y la otra, tan talante y altiva, resuelta a discernir la evidente, a la postre, catapulta de su resto corpóreo sobre la aldaba de la puerta.
-¿He llegado puntual?
No se me ocurrió una idea más ingeniosa para confeccionar, profesada por la inherente nimiedad del lenguaje.
-No podría ser más exacto.
Respondió el anciano de nariz aguileña, uniendo el dedo pulgar y el índice de su mano derecha a la altura del ojo izquierdo, como catalejo en el que se proyectan los incognoscibles misterios del universo, ataviado por una sonrisa paternal, incauta a la salubre expansión de sus huesudos pómulos.
La imponente puerta, saturada de espirales y rombos, en cuyos extremos yacía una especie de distintivo escudo, que apenas si alcancé a esgrimir, escurrió un grotesco chirrido al cerrarse tras de mí. Dejaba una sombra expansiva que amenazaba con cubrir el resto del mobiliario clásico; evidente energía oscura matizarían los puntales de las columnas que lo apresaban, el filo salubre de las rasuradas paredes se cubrían con óleos, en su mayoría renacentistas, que el anciano a ritmo de bastón serpenteando al aire, me mostraba, asumiendo la milenaria actitud de un aristócrata, cuyo único alimento espiritual para recibir con desidia los finales de su existencia es perpetuar la mirada al pasado, evocando ese glorioso injerto reivindicador en aras a su casta idealista.
-El tiempo es impiadoso, te resta aquello que sobra y le añade a tu consciencia lo que aun careces. Pero olvida que somos una materia dual. ¡Sí!, es su modo de ensañarse con aquellos que pretenden hurtarle una pizca de sabiduría a Dios. La pretensión es el peor de los males humanos. Nuestra miseria radica en venerarla como si fuésemos dignos de ella.
Pronunció solemne y de súbito el tenue resplandor de sus ojos idearía unos aros de fuego derredor a sus pupilas. Sentí que la punta de mi nariz ardía. Balanceé sutilmente el torso para marcar distancia. Me situé de lado al retrato pictórico que aún se resistiría a abandonar, cotejado por una técnica impresionista de altos quilates, sin embargo la regia figura de aquella dama con atuendos de gala y collar de perlas derredor al cuello, cual tímida presunción del abanico cubriendo parte de su escote, parecía nutrirle sutiles oscilaciones, carente a la nitidez de los gráciles rasgos de su rostro. Asumí entonces que la mancha color mostaza le cubría adrede y que por ello el conde hizo alusión a la impiadosa travesía del ciclo existencial. De todos modos constituiría un detalle muy nimio, en relación con la imperante faena que debería acometerse en los próximos… segundos, minutos, horas. ¡No debería preocuparme! Como dije al inicio, lo importante es tomar la decisión, el proceso en cambio es bien simple.
Pasamos al siguiente salón. Siempre el conde custodiaba mi avance. Cuando le llamé para que accediese a ejecutar mi encomienda jamás imaginé que la singular propiedad en pie, de estilo victoriana, tras la irrevocable quiebra regida por su vestigio genealógico, albergaría en sus aposentos tal lujo decorativo digno del más suntuoso palacio.
-Por fortuna pude salvar de la hipoteca la reliquia familiar. A juzgar por la catarsis de la quiebra me doy por satisfecho mantener a salvo esta casa, gracias a la renta de unas pequeñas parcelas de tierra que me he permitido arrendar. Pero, ya ves, desprovista de criados.
Esto último lo dijo encogiéndose de hombros. La cien estrujada debió hincar en demasía los oxidados muelles de sus dispersas y áridas cejas, pues se mantuvieron durante algunos segundos, erguidas y al borde del abismo procurado por los hoyos superiores de sus párpados, mientras fijaba la atención en el espejo rococó con el marco de oro.
-La acumulación de materia propone una misión. Una nueva escalada. Esa es su verdadera función. Nos recuerda que debemos luchar por una nueva posesión aunque al final el trayecto sea inútil – enunció en tono solemne.
-¿Lo cree así?
Le pregunté dispuesto a consentir su réplica. Pero el conde bajó la cabeza y guardó silencio. En tono casi inaudible me sugirió conducirme al comedor, aludiendo al té que nos esperaba servido. Me pareció un gran detalle de su parte recibir mi nuevo destino armonizado por tan elegante ritual.
Sostuvo la tetera de porcelana tras el galante ademán que me indicaba a tomar asiento, llenando la taza. Su mano temblorosa no tardaría en sostener la azucarera de plata a la altura del pecho. Deposité apenas una cucharadita, no tenía como costumbre enmascarar el sabor natural del té. Degusté un par de sorbos. Pero en ningún momento acudí a ninguna clase de formalidades. Supongo que alguien en mi situación, abastecido en demasía por el libre albedrío, le es permisible servirse a su antojo.
-Bien, en tu llamada me pedías una cita para… – dijo el conde entreabriendo los brazos. Quedé atónito y un fuerte escalofrío se asiló en mi abdomen. Por suerte las neuronas volvieron a iluminársele apenas con un instintivo zarandeo de cabeza -… oh, sí, para que te mate.
Añadió lánguido y sentí como si por fin hubiese descubierto el verdadero sentido de la vida. ¿Irónico, no? Supongo que ante la contención ajena había adjudicado en mi consciencia un determinado valor. En cuyos albores, dicho sea de paso, sobra decir que no me interesaba en lo más mínimo fisgonear.
El conde bebió hasta el fondo su taza de té, recogiendo un ínfimo rastro en la disección de sus labios y encimándose lo más que pudo al mantel de la mesa, con el ceño fruncido, me preguntó: ¿Y cuáles son tus razones? ¿No te parece que eres muy joven para abandonar este mundo? Pronunció motivado por evidentes ínfulas dubitativas.
Respiré profundo. Comencé a sospechar que el proceso sería más complejo de lo previsto. Obtuve su teléfono por un amigo de la Facultad de Letras donde imparto clases y al que la vida le había diagnosticado su lado más miserable. Los detalles no vienen al caso sino el efecto del mismo. Tenía el derecho, ¡sí que lo tenía!, tanto como yo, de abandonar este mundo cuando quisiese. En resumen, descubrió que la vida carecía de un objetivo racional concreto, pero el valor levitaba desnudo de solidez para acabar él mismo con su absurda existencia. Nunca le pregunté cómo supo del conde y su redundante culto eremita, asido al tránsito de una muerte lenta, que generaba, dentro de su agonía, como vampiro succionando sangre, el benéfico cumplimiento de la muerte al prójimo. Así que antes de hacer realidad su deseo, le pedí el teléfono. “Soy otra de las almas erradas que habitan este hemisferio en busca de redención.” Le dije al conde cuando le llamé. “Únicamente tuya es la encomienda y la justa liberación, legarme el proceso, esa será mi condena.” Me dijo y acordamos el día y la hora. Fueron los tres días más felices de mi vida. El solo pensamiento de ponerle fin a mi tormento y contar con el nivel supremo de elegir las condiciones de mi muerte sin ser sorprendido por su estocada fatal en algún sitio, tiempo e instante de mi inevitable existencia, me hacía sentirme un ser especial. Supongo en ello, otras de las vanidades de las que el ego se resarce cuando está a punto de ganar la libertad del cuerpo que impiadoso le apresa. Sin embargo ahora el conde no parecía convencido. Sus ojos se cubrieron de una niebla indescifrable, recogió una mano en las iniciales rebosadas en el puño del bastón y con la otra resumía las arrugas del encaje en el mantel hasta que se puso de pie adoptando una rigidez de efigie encerada.
-La vida es un regalo divino y solo Dios tiene el poder de quitarla -sentenció categórico.
-Dios no estaba para proteger a mi esposa y mi hija el día que murieron -le dije sin ponerme de pie.
La súbita gesticulación hizo que la taza derramase el resto del té sobre el mantel. El conde contempló aquel detalle como cazador apuntando a su perdiz. Permanecí en aquel estado, desinhibido, durante algunos minutos. Debió ser así, porque mi pierna derecha comenzaba a entumirse.
-Si es lo que quieres acompáñame.
Pronunció en tono de falsete y me dio la espalda. Al ponerme de pie sentí un gran alivio, pero en este caso, apenas incidido por el aliento corpóreo. Era yo quien le seguía y bastaba percibir en aquel trueque, el renovado curso de la situación. Venga a mí la paz. Musité para mis adentros una vez que mis pies se detuvieron en los bajos de un sótano, que a juzgar por su estructura servía de arsenal en tiempos remotos, ahora desnutrido de materia a excepción de la nuestra.
-No tengo armas. Las empeñé durante la ruina. ¿Con qué se supone que daré fin a tu existencia? – balbuceó el conde.
Miré a todos lados. Tanto giré en círculo que perdí el equilibrio y caí al suelo, abastecido además por un ataque de pánico. “¡Por Dios, será que me niegas el derecho a morir!” Mi cuerpo ganaba en levedad al punto de creerlo flotante, delirando con una inmensa aureola que sobrecogía el vacío ascendente a nuestras cabezas. Mas el conde permanecía inefable cuando la visión se concretó al frente sin deformes saturaciones ni espejismos ambivalentes que buscaban consolar mi prematura desesperanza.
-¿No se jactaba salvar de la ruina los objetos pertenecientes a su linaje?
-En efecto. Pero no las armas – respondió apuntándome con el bastón tras unos segundos de silencio.
Percibí que algo en la apariencia del conde se había transformado. Pero en ese momento no le brindé importancia. “¡Por Dios, solo quería morirme!” “¡Es tan difícil que alguien me mate!” Escuchaba el eco detonar entre las paredes de aquel recinto horas después; horas de vasto peregrinaje asilado en el fracaso y la inobjetable inapetencia atesorada por la consciencia, dispuesta a redundar la secuencia de imágenes en las que abandonaba el sótano, incurriendo y desentrañado cada resquicio de la casa con la intención de hallar el cáliz de mi redención, pero ni siquiera un cuchillo de cocina, una aguja, o una cuerda, hallé. En su lugar un insaciable vacío, que no precisaba de subsanar lo externo o el espacio interno, prorrogado por el agónico grito que desde la mañana del accidente merodeaba en los más hondo de mis entrañas, castigando mi conciencia esa voz que se repetía continuamente: eres tú el culpable, debiste protegerlas, o morir, porque eras tú quien conducías. “Lo sé, lo sé, era yo quien debía morir.” Le respondía. Pero la voz continuaba atormentándome. “Cállate, cállate, no lo soporto más, no… lo soporto.”
Me descubrí con los dedos en el aire, tensos, dolorosos. El conde se había resumido a una estatua de cera tal y como lo presagiaba mi instinto. Ante la última opción de muerte, hostigarlo con sus propias manos a que me asfixiase, ante la responsabilidad de hacerlo yo mismo, era mucho mayor que la inobjetable decadencia a la que había sido sumida mi vida. Retirar con lentitud los dedos, cerca de mi cuello, sería como abrazar eternamente las tinieblas. La noche desprendía una brisa salada y serena cuando sonó el teléfono. Lo atendí de camino al salón principal.
¿Conde? Reconocí la voz de mi amigo. Tampoco había muerto. Quería verme. Le fijé una cita. Dentro de tres días a las cuatro y media de la tarde. Justo para tomar el té.
Colgué. Y me di la vuelta. Mis ojos fijaron la atención en el retrato de la dama. La mancha disipada mostraba gustosa su rostro. Una falta imperdonable significaría reconocer la genialidad del pintor sin elogiar la belleza de la modelo, mérito indiscutible para aminorar su esfuerzo técnico. Una belleza por demás que reconocía perfectamente.
Tres días después escuché el chirrido de la aldaba desde el despacho. Reparé en el reloj imperio, marcaba las cuatro y media de la tarde. De seguro era mi amigo. Me dispuse a atenderle. Con anterioridad me cercioraré la ausencia en la casa de armas u objetos caseros útiles para quitarse la vida. Por fin había descubierto el proceso, pues como dije con anterioridad tomar la decisión es mucho más simple.
El portón se abrió mostrando su inquietante apariencia.
-¿He llegado puntual? – me preguntó.
Entonces no se me ocurrió una idea más interesante para confeccionar, profesada por la inherente nimiedad del lenguaje.
– No podría ser más exacto.
Respondí, uniendo el dedo pulgar y el índice de mi mano derecha a la altura del ojo izquierdo, como catalejo en el que se proyectan los incognoscibles misterios del universo.
Rainer Castellá
Rainer Castellá es licenciado en Estudios Socioculturales, profesor, escritor, crítico literario. Ha escrito crítica literaria y sociológica para Luz Verde, revista digital cubana patrocinada por la Facultad de Periodismo. Escribe novelas, cuentos que abarcan temáticas tan disímiles como la fantasía gótica, el thriller fantástico y de terror, el policíaco, la novela rosa y el narcotráfico. Plática de Invertebrados fue su primera novela publicada 2017 por CAAW Ediciones, Estados Unidos, ha sido premio de novela Ediciones Promonet 2019, ciudad Panamá, con el thriller sicológico Trazos Oscuros, así como la novela policíaca Perdóname Nostalgia por la Editorial Unos y Otros, Estados Unidos.