¡Fideeela! ¡Amooor míiiio! La llamé en cuanto abrí la puerta de casa, la llamé a los gritos pero con endulzado tono musical. Pero Fidela no estaba, en seguida me di cuenta de ello porque vivo en un monoambiente. Yo siempre les hablo a los alaridos a mis concubinas para crear en ellas –y en los vecinos – la idea subliminal de que se trata de un espacioso departamento con numerosas habitaciones.
Pero Fidela no estaba, se había ido con Elio, el globero de la ciudad, lo deduje porque apoyado en la pared estaba su garrafa de gas helio. Lo deduje, además, porque había sobre la mesa una nota que decía: Me fui con el globero.
Así que con el globero –me quedé pensativo– claro, con razón él siempre andaba por aquí cerca y no por la plaza, con razón siempre lo escuchaba debajo de la ventana. ¡Globos! gritaba. Quién sabe, a lo mejor tenían un código secreto y ¡Globos! significaba: “Amor” y ¡Globos, globos! quería decir “Déjalo de una buena vez al estúpido de tu novio y vente conmigo a disfrutar de una vida apasionada aunque en un departamento no tan grande ni lujoso”.
Tuve pena de mí mismo y me largué a llorar, mi llanto retumbaba en los salones de mi morada y entonces sentía aún más pena, lloraba más y retumbaba más y así sucesivamente hasta que por fin decidí suicidarme. Abrí la ventana y me dispuse a saltar, pero vivo en el primer piso y no iba a ser suficiente para matarme, cuanto mucho me iba a quebrar las piernas, una lesión no fatal que lejos de aliviarme, sumaría dolor al dolor que llevaba aquí en el pecho. Hubiese podido tirarme de clavado y caer de cabeza, pero nunca fui bueno para los saltos ornamentales, ya me imaginaba los bochornosos titulares del periódico al día siguiente: Hombre estúpido sobrevive luego de saltar sin estilo desde un departamento con estilo.
Recapacité: si la muerte fuera porque me dejó amor, debería matarme varias veces al año. Entonces elegí vivir y me bajé del vano de la ventana, era en vano estar en el vano.
Así las cosas, me di a la bebida: me tomé de golpe una cerveza que mi ex novia Fidela había dejado en la heladera. Se ve que Fidela no quería que me olvidara de ella porque la cerveza era sin alcohol, la seguía recordando igual que antes, pero a los eructos.
Decidí entonces aplicar una fórmula que usaba mi madre para curarme de todo mal: una ducha tibia. Desnudo, atravesé el departamento en toda su extensión aprovechando el patrimonio de ser un hombre solo, nadie me gritaría A vestirte que te pueden ver los vecinos. Al pasar por el pabellón comedor vi nuevamente el mensaje sobre la mesa, del otro lado del papel el texto continuaba: me cansé de vos y de tu minúsculo departamento. La gota que colmó el vaso fue descubrir tu rara apetencia sexual.
– ¡Consuelo! -grité desesperado y salí corriendo cual nudista en maratón, corrí urgente hasta mi suite. Cuando por fin llegué, abrí la puerta del armario y la vi: allí estaba ella, oculta entre mis trajes de oficinista, quietecita en su lugar. Porque ella no es una muchacha plástica de esas que van por ahí. Estaba entera, mirándome con sus enormes ojos celestes y su gesto gozoso. – ¡Consuelo, mi amor! ¡¿Estás bien?! Le pregunté estrechándola en un abrazo. Urgido por constatar su integridad física, eché mano de la garrafa de helio. En minutos que me parecieron años, vi como la pobre iba recuperándose, como tomaban forma sus rosadas mejillas y sus torneadas piernas, su menuda cintura y sus zeppelinosos senos. Cuando comenzó a marcarse su volumen, me abalancé sobre ella y constaté que su sintética dermis no estuviese dañada por la ira de Fidela; no sería la primera vez que alguna de mis concubinas se ensañaba con mi muñeca inflable. Mi relevamiento táctil nos fue causando el consabido efecto erógeno y sin más demoras nos abocamos a las prácticas amatorias de cada noche, pero esta vez no necesitamos guardar silencio, no debíamos ocultarnos de nadie. Otro patrimonio del hombre solo.
Sumido en el amor, alcancé el ápice de las sensaciones y toqué el cielo con las manos, el cielo raso. Consuelo había continuado inflándose, su voluptuosidad anatómica me transportaba hacia las alturas, literalmente hablando. Con más fuerza me tomé de sus exuberancias, desde arriba pude observar todo mi departamento en su amplitud, era como un salón de usos múltiples.
Una ráfaga de viento nos sacó por la ventana. Y allí fuimos, volando sobre el barrio con nuestras desnudeces corporales entreveradas en la más estrafalaria pose amatoria que hayamos intentado alguna vez. Si me caigo, me mato, deduje y me aferré a ella tal como nos aferramos a nuestros amantes cuando nuestro verdadero amor se marcha dejándonos en el vértigo de un vacio sentimental.
Planeando lejos del suelo recorrimos el barrio, la brisa dominguera nos empujaba como en un city tour aéreo. Éramos un plasmodio flotante, un revoltijo de carne con plástico, un especial acoplamiento espacial. Atónitas, las personas tejían conjeturas para explicar lo que veían sus ojos. Algunos aseguraban que se trataba de un objeto copulador no identificado, otros pensaban que eran una perfomance artística. Ese día llegaba el Papa de visita al país, la prensa informó: El sumo pontífice fue recibido con una suelta de palomas blancas por parte del episcopado y con una suelta de muñecas inflables por parte de los curas que reclaman el fin del celibato.
Algunos niños nos tiraban pedradas con la gomera. Cuando pasamos por el club deportivo y social vi a mis compañeros de trabajo jugando la final del torneo, la oficina de Finanzas versus la de Publicidad. El gordo Flores estaba ocupando mi puesto de arquero. Oculté mi rostro entre los bustos de Consuelo, pero sucede que en el vestuario del club los muchachos nos vemos desnudos, y yo poseo la particularidad de ser circuncidado por la cremallera del pantalón. Es por ello que –genitalmente hablando– soy reconocible por mi estilo zigzagueante.
– ¡Rodríguez! –gritó el buchón de mi jefe- ¡¿Qué hace ahí arriba?!
Al oír esto, Flores alzó la vista al cielo y se quedó obnubilado, con ese gesto impávido que adquieren quienes ven pasar a su compañero de oficina planeando desnudo sobre una muchacha plástica de esas que van por ahí. Se distrajo. Gol de Finanzas.
Nuestro derrotero nos fue llevando hacia el oeste por el naranja del atardecer. Debo hacer algo –razoné– si no voy a volar de manera indefinida, voy a dar la vuelta al mundo. Ya me imaginaba los titulares al día siguiente: Circunnavegante circuncidado. Y ya no quería morir, ahora anhelaba comenzar una nueva vida, libre de farsas, basta ya de aparentar, basta ya de ocultar en el ropero lo que me gusta. Para dar por tierra a aquel que fui, antes debía tocar tierra el que aún era.
Pensé en morder sus senos para que una pinchadura la desinflara, lentamente, como se desinflan esos amores opacados por la rutina cotidiana, pero temí que explotara. Entonces recordé que este Modelo antropomorfo de compañía masculina PK-69, trae incorporado una válvula de seguridad para evitar accidentes por sobrepresión. La válvula viene ubicada en un lugar tal, que merecería ser llamada válbulba. Yo no tenía mano libre. Para activar el accesorio de emergencia estaba obligado a emplear algún otro apéndice sobresaliente de mi cuerpo y no justamente la nariz. Dicha prominencia, por decirlo de alguna manera, se encontraba alicaída. Para llamar su atención debí evocar los momentos más eróticos de mi vida que, casualmente, eran junto a Consuelo. Oh, recuerdo sus pechos que eran como estos mismos, oh, recuerdo sus nalgas que eran como estas mismas, oh la tersura de su piel de hule que era como esta misma. Fue un triángulo amoroso con dos mujeres idénticas, una virtual con un pasado volátil y otra real con un presente volador.
El plan funcionó, a medida que aumentaba mi presión sanguínea, disminuía la presión barométrica de mi amante, descendíamos lentamente, como descienden esos amores opacados por el correr de los años. Cuando estábamos a pocos metros del suelo, surgió un inconveniente: escuché la voz de Fidela, Fidela la infiel, la infidedigna, la falible, la infiable no inflable. Miré hacia abajo y allí estaba ella, besándose con Elio, el globero, mirando el atardecer a orillas del Lago Crisol. Me gritó ¡Qué buena muñeca la tuya! y otras barbaridades de doble sentido que recordar ni quiero.
El fortuito encuentro me deprimió anímicamente, no tanto para soltarme y acabar con mi vida, ni tan poco para permitirme proseguir oprimiendo el adminículo y concluir el aterrizaje.
Y así estoy desde entonces, volando hacia el poniente, y sin vigor en el poniente.
Mariano Cognigni
Mariano Cognigni, es cordobés y argentino, con perdón de la tautología. Publicó una novela y tres libros de relatos; ha sido galardonado en 7 concursos literarios nacionales (qué desastre está el país) y en 16 concursos literarios internacionales (qué desastre está el mundo). Cada tanto lo editan en revistas, periódicos y otros males de la industria gráfica. Es también gestor cultural de diferentes instituciones oficiales y privadas (qué desastre está la cultura). Facebook