Qué mediocridad, la del idioma inglés, de no diferenciar el querer del amar. Toda la vida me dieron penita los angloparlantes, por no poder distinguir el uno del otro. Sentirán la diferencia, si no le pueden poner un nombre? Se quedarán toda la vida en el querer, sin nunca llegar al amar? O amarán sin escalas, sin nunca pasar por el querer? Qué suerte la mía, de haber nacido en Argentina! Siempre le tuve tuve penita al idioma angloparlante. Pero reconozco que mientras estuve con El Danés, usé esa falla en el idioma a mi favor. Reconozco que lo quise, pero nunca lo amé. Y él se llenaba la boca, mi vida, contándome cuánto sentía por mí, que nunca había sentido un amor igual, blah. Hablaba en inglés como si me amara en español. Me pregunto si él conocerá la diferencia, entre querer y amar. Porque no cuestiono lo que sentía por mí, pero me cuestiono, si me amaba, cómo puede ser todas las que me hizo? Yo creo que tanto el amar como el querer no se quedan sólo en un sentimiento; se autodefinen también por las acciones de una persona. Y, a juzgar por las acciones del Danés, ni me quería ni me amaba. Pero él juraba que moría por mí. Será que nunca vivió amor del bueno? Es difícil (saber) amar cuando uno nunca ha sido amado.
Volví a usar uno de los talones de Aquiles del idioma otra vez a mi favor, esta vez con O.
Al día siguiente de conocerlo, ambas mi roommate y yo, recibimos un mensaje de él. Que qué lindo habernos conocido, que le habíamos parecido fantásticas, que que quería volver a ver-nos. Ese es el tema con el inglés también; que no hay palabra para distinguir el “vos” del “ustedes”, sólo contexto. Si alguien te dice “I love you” no sabés si te ama, si te quiere, si te ama-quiere sólo a vos, o a todas las demás también. Cuestión que al final del mensaje decía “I’d love to see you again”; “me encantaría volver a verTE”….. o “–volver a verLAS”?. Yo lo leí plural, para mi roommate él me estaba invitando a salir. Me reí incrédula y le dije que no era así, que claramente nos estaba hablando a las dos, que la onda era una salida grupal amistosa, y si en todo caso él me estaba proponiendo una cita, primero que me lo venga a decir de frente, y segundo, que yo estaba MUY BIEN con El Alemán, y que no necesitaba a un tercero en discordia. Qué laburo, salir con más de un tipo al mismo tiempo! No gracias. Amigos sí, boludeces no. Le dijimos a todo que sí, y quedamos en vernos los tres, como amigos. Era San Valentín.
Nos encontramos en un pub irlandés sugerido por él. Amo los bares irlandeses y no sé por qué le tengo una idea maravillosa a todo lo que tenga que ver con Irlanda. Ese día llovía y todos los bares cool, incluído ese pub, estaban hasta las tetas de gente. Caminamos unas cuadras todos con capucha tratando de protegernos de la llovizna molesta típica de Berlín, porque en Berlín la mayor parte del tiempo no llueve; son gotas en suspensión esperando que las choques con tu cara. Todos encapuchados con las cabezas enterradas entre nuestros hombros, sonriéndonos los unos a los otros tímidamente cada metro o dos, sin entender mucho por qué nos habíamos juntado, pero los tres felices y entusiasmados de haberlo hecho. Mientras caminábamos O. nos confiesa que él en realidad no venía de Noruega, sino que era tan alemán como el Leberwurst. Incrédulas pero fascinadas, le preguntamos por qué nos había contado otra historia. Dijo que era su alter ego, que se despertaba cuando estaba borracho. El día que lo conocimos, O. estaba más alegre de lo que nosotras habíamos sido capaces de percibir, y habíamos estado hablando todo ese tiempo no con él, pero con el “Skinny Scandinavian” (el “Flaco Escandinavo”), su otro yo. La revelación me causó bastante gracia, lejos estuvo de molestarme, me hizo reír y me pareció genial, de alguna forma me sentí identificada. Es raro porque Cremadecrema como personaje nació hace algunos años, cuando finalmente accedí a abrirme una cuenta de Instagram. Llego tarde a todos lados; me abrí Facebook dos años más tarde que el resto de mis amigos, y a Instagram llegué cuando ya no era cool. Pero por varias razones decidí abrirme una cuenta. Tardo en hacer las cosas, pero las hice todas. “La crème de la crème” ya estaba tomado como nombre de usuario, entonces opté por “la crema de la crema”… CREMADECREMA: como “crème de la crème”, pero del subdesarrollo. Crema, también como la parte grasa de la leche. Eso es CREMADECREMA: lo mejor de lo mejor de mí, pero también mi lado más insoportable y grasa. Pero lejos está de ser mi alter ego; muy por el contrario, siento que Mora Kirchner es mi alter ego, y Cremadecrema, mi verdadero yo. Soy ambas, se dependen entre ellas, pero una es más transparente que la otra, hasta más real, diría… más Crema. Hace ya un par de años que gente que no conozco empezó a referirse a mí como Crema o Cremadecrema, y siento que ellos entendieron quién soy. Quién soy como adulta, como la persona que he tratado de construir todos estos años, no en el sentido de construir un personaje que no soy o una máscara para esconderme; sino la persona hacia la que me convierto cada vez que tomo una decisión, cada vez que cambio, cada vez que hago una obra de arte, cada vez que amo, cada vez que sufro. La construcción de un personaje público para mostrar lo más íntimo de mí. La construcción de un personaje complejo pero algunas veces también obvio, un personaje para mostrarle al mundo cómo me percibo a mí misma, cuál es la intención detrás de cada decisión, de cada cambio, de cada obra, de cada amor. La construcción constante de mi mejor versión, con lo peor de ella también.
Si bien su piel color leche, un rubio natural y una altura más cercana a los 2 metros que a mi propia altura, no era difícil de creer que fuese de Noruega, pero reconozco que me había parecido algo sospechoso que no me dijera nada cuando le agradecí la birra en noruego, pero se lo había atribuído a una mala pronunciación mía. El único bar que encontramos con mesas libres, también parecía el más aburrido. Estábamos en el único bar sin parejitas un 14 de febrero, había algunos tipos solos sentados en la barra, todos con cara de desamor. Nos sentamos en un box del fondo. Box antes que mesa, SIEMPRE. Es como usar un buzo con capucha, es como recibir un abrazo del entorno, del contexto, me siento menos sola sentada en un box que sentada en una mesa, y si tengo una capucha puesta, me siento en casa. El bar era una lágrima, pero tenía boxes (primer punto a favor), y con la birra te daban palitos de pretzel (gol de media cancha). Berlín tiene muchas cosas ridículas, entre ellas que dejen fumar adentro en el 98% de los bares, volviendo a casa con la ropa, la piel, el pelo y el alma con olor a pucho cual quinceañera volviendo a casa 1am. La primera vez que entré a un bar en Berlín sentí que había entrado a 1990. Otra medida absurda es que en el 98% de los bares no te sirve nada para picar. Decime un dúo más icónico que una birra y un puñado de maní salado. Acá en Berlín no te dan nada, ni con birra ni con ninguna bebida, y lo cierto es que cada vez que pido algo en una barra siento que me queda faltando algo. A lo largo de la noche llamamos al mozo al menos 5 veces, y cada vez, en todas y cada una de las veces que lo llamamos, nos trajo palitos de pretzel. Lo amamos.
Que por qué no estaba con El Alemán en el Día de los Enamorados?? Porque no estábamos enamorados. Nos seguíamos viendo unas 3 veces por semana, salíamos a comer, nos metíamos para coger, la pasábamos decentemente bien, hablábamos todos los días, nos veíamos, pero no nos pasaba nada. Y la realidad es que pese a la intensidad de la relación en su comienzo, y pese al viaje a Tailandia, no éramos ni novios, ni pareja, ni nada. Éramos. De alguna forma nos seguíamos viendo porque no teníamos razones puntuales para dejar de hacerlo, pero al mismo tiempo no teníamos razones puntuales para seguir haciéndolo, y ninguno de los dos podía -ni quería- verlo. Sí teníamos un pequeño pacto de exclusividad. No éramos novios, pero estábamos intentándolo (sin éxito). Teníamos tantas ganas de que funcionara… Pero el amor es como un pedo.
Estábamos los 3 ahí, sentaditos en el box del fondo sonriéndonos nerviosos sin saber mucho de qué hablar. Una de las primeras preguntas lógicas adonde llevó la conversación fue qué edad teníamos la roommate y yo. 27 yo, 31 ella. él respondió que 26. Mi primer pensamiento fue “qué pena que sea más chico que yo” porque Edipo. Y el segundo pensamiento fue “la misma edad que tenía Martín cuando nos conocimos”. Y de alguna forma me pareció buena señal. Refe a Martín mata Edipo. Semanas más tarde me confesaría que en realidad no tenía 26, tenía 24. Lejos de ser un sociópata mitómano, cuando le pregunté por qué me había mentido, me dijo que había tenido la sensación de que si nos decía su edad verdadera, no le hubiéramos dado cabida ni tratado como par, sino que lo habríamos tomado para la joda. No tomado para la joda, pero reconozco que si yo hubiese sabido su edad real desde el vamos, JAMÁS le hubiera dado una chance. Joke’s on me (me salió el tiro por la culata), porque para el momento que me confesó su verdadera edad yo ya estaba hasta las bolas de enamorada y el pendex me terminó dando vuelta como a una media.
No pasó mucho tiempo ni tuvimos que tener muchos refill de palitos de pretzel antes de que el Flaco Escandinavo volviera a aparecer. El personaje todo -el lado escandinavo y el lado alemán en su conjunto- me parecía increíblemente entretenido y muy divertido, pero no tuvo mi completa atención sino hasta que dijo que era músico (igual que Martín), que podía tocar cualquier instrumento (menos los de viento), que también cantaba, componía, tenía una banda, mezclaba, masterizaba y producía discos de otros artistas (igual que Martín). El Alemán decía tener una banda, y aunque nunca lo vi tocar en vivo y en realidad nunca confirmé la existencia de dicha banda, ese lado artístico de su persona era el que más me calentaba (y no sus habilidades para manejar un dron). No sé de dónde me viene esa debilidad por los músicos. Tengo la teoría de que les admiro tanto porque son capaces de hacer algo que yo no. La música es mi asignatura pendiente, mi carrera frustrada. Siempre fui una persona muy musical; me gusta la música, la entiendo, la escucho las 24hs del día, sé que tengo buen oído, me gusta leer sobre ella, informarme, educarme, me genera una curiosidad insaciable, escuchar una buena canción me da casi el mismo placer que acabar. Soy una persona muy muy musical, pero no soy música. Lo intenté muchas veces. En el colegio daban un taller de guitarra y fui a todas las clases, con la guitarra de la infancia de mi vieja bajo el brazo, y ese año terminé el ciclo escolar sin poder tocar un solo acorde. Intenté cantar y en el coro del colegio no sabían cómo decirme que no, así que formé parte de él durante 6 años, pero sin saber entonar una sola nota; cantaba lo suficientemente bajito como para que no se me escuchara y me mandaran con el grupo de inadaptados musicales que los mandaban a hacer abdominales y tirar jabalinas mientras el coro ensayaba. Tomé durante años clases de piano, y de alguna forma me volví bastante buena. Después no toqué durante mil años y retomé de grande y tuve el mismo placer y la misma facilidad para aprender a tocar nuevas cosas. Pero tuve que empezar casi de cero. Y me pasa lo mismo si dejo pasar un par de días sin tocar. No tengo un talento; tengo sólo facilidad, y la falta de esa habilidad natural debería compensarla con disciplina y sentar el culo a tocar durante 14 horas diarias, y sería Martha Argerich. Pero no lo hago, y jamás voy a poder hacerlo. Quizás un día, sí. Pero no la constancia. Tengo tan poca disciplina como talento para tocar un instrumento. Por eso creo que en el fondo lo que envidio también no es tanto que puedan tocar un instrumento, sino que tengan el autocontrol para sentarse a tocar. Mi relación con la música es de amor-odio (amor hacia ella, odio hacia mí misma por indisciplinada). Tanto que me tatué un tecladito en el brazo, porque realmente la música y el mínimo contacto con ella es lo que hace que corra sangre por mis venas, pero es una relación caótica y atropellada, como un amor idílico. El tatuaje del tecladito en el brazo me lo hizo el novio de una amiga, y fue el primer tatuaje que él hacía en la piel de otra persona (había practicado sobre sí mismo mil veces). Pienso en la inconciencia de ese momento, de dejarme tatuar el brazo por alguien que nunca lo había hecho antes, y me doy vergüenza. En el instante que me pinchó el brazo cerré los ojos y me pregunté “qué estoy haciendo?”. Pero no quería herirle el ego y tengo que admitir que el resultado podría haber sido muchísimo peor. Hoy por hoy es uno de los 9 tatuajes que tengo que más adoro, y es un tecladito chiquito y amoroso, pero si lo mirás de cerca están todas las líneas chuecas. Es como mi relación con el piano, y los amo, a ambos el tatuaje y al piano, pese a que las líneas no estés tan disciplinadas. Después de mucho tiempo sus tatuajes mejoraron abismalmente, porque el novio de mi amiga sí tiene la disciplina de sentar el culo y hacer las cosas una y otr, y otra vez, hasta que le salen como a él quieren. Me hace mucha ilusión tocar un instrumento, pero hacer música siento que, como el amor, es como un pedo: si tenés que forzarlo, probablemente sea mierda. Y mi relación con El Alemán también estaba pidiendo cambio de pañal urgente.
Birra va, birra viene, palitos de pretzel van, palitos de pretzel vienen. La salida de los no enamorados se volvió la salida de 3 mejores amigos. Nos divertimos tanto, como si nos conociéramos de otra vida. Más allá de la pertenencia que sentí con Berlín como ciudad/microcosmos, fue esa noche la primera vez que sentí que pertenecía a un grupo de gente. Está bien, fue de intensa sentir eso con sólo un par de horas de charla… Pero era un sentimiento que extrañaba, el de la pertenencia social, el de la amistad, el de la familia. En todo este tiempo mi círculo social había sido el del Danés, círculo con el que nunca me sentí totalmente a gusto (aunque todos sus amigos insistían con entablar amistad), círculo que gracias a Dior y al cielo nunca más volví a frecuentar tras separarme de él. Por primera vez, sentí que había dado con la gente justa para construir mi propia pequeña comunidad; sentí que era posible tener una familia elegida. Y el tiempo me daría la razón.
En una de esas mi roommate se levantó al baño, y tras esos primeros segundos de silencio incómodo que suele haber cuando 1 de 3 personas que recién se conocen estaban involucradas en una conversación que sólo mantenía su ritmo por la participación básica pero constante de las 3 partes (como una mesa de 3 patas desnivelada), me di cuenta que era su pierna y no la pata de la mesa contra lo que tenía apoyada mi propia pierna. Estábamos los dos empujando la pierna del otro, sin darnos cuenta, pero cuando caímos en la cuenta, no nos alejamos del otro, sino que en silencio apretamos más fuerte. Pude sentir cómo me sonrojaba, cómo me subía un calor desde el medio del pecho hacia los pómulos. Esa oleadita de calor calentona me hizo sonreír y bajé la mirada para no encontrarme con la suya, como una adolescente cuando ve al chico que le gusta. Y este chico me gustaba. Cuando por fin le gané a la vergüenza adolescente de la calentura y levanté la vista, él me estaba mirando igual de sonrojado, pero lejos de querer evitarme la mirada, me la estaba buscando. Cuando me pongo nerviosa pregunto “qué?” mientras sonrío y me sonrojo el doble. Le pregunté “what?” mientras la sonrisa se me abría hacia los bordes de la cara y la piel se me ponía bordó. Me dijo que nada, que le gustaba mirarme la cara. Sonreí aún más y me puse aún más colorada. “Puedo?” (mirarte a la cara), me preguntó. Le dije que sí, y como si de un staring contest (competencia de ver quién aguanta más sin parpadear) se tratara, nos quedamos los 5 o 10 o mil minutos que la roommate tardó en ir a mear las 4 birras que se había tomado, mirándonos a los ojos, sin decirnos nada, sonriéndonos como dos boludos.