Hay veces que un pequeño detalle, que aparece cuando menos te lo esperas, tiene más fuerza en tu interior que todos los consejos que hayan podido darte tus familiares o amigos más cercanos.
Es lo que me sucedió con la Dama de Blanco.
Me llamo Manuela, tengo 50 años y dos hijos. Trabajo desde hace tiempo de secretaria en un centro de investigación médica de Burgos. Mi entorno siempre se ha encargado de recordarme lo estupenda que es mi vida, la suerte que tengo de haber encontrado a un marido tan maravilloso y que me trate tan bien y lo conjuntados que van mis hijos al colegio. Desde hace años mi marido apenas me dirige la palabra. Se limita a decirme que le lleve la cena al salón en una bandeja de madera mientras ve el telediario nocturno y a criticarme delante de los amigos comunes cuando salimos de cena o a dar un paseo.
Agua. Pan. Un poquito de sal.
Cuando vayas a Salamanca a estudiar, habla conmigo.
¡Tú eso no lo entiendes, Manuela, cállate!
¡Es que eres tonta!
Supongo que todo empezó con mi padre y la educación que me inculcó. Vamos recolectando lo que cosechamos y no tenemos el valor necesario de poner nuestra vida en barbecho. Al contrario, seguimos esparciendo las semillas en nuestros campos de cultivo hasta que se amontonan y se pudren. Cuando era pequeña y estaba enferma, en cama con 39 de fiebre y unas anginas de aquí te espero, mi padre me amenazaba diciéndome que si no iba a clase no sería nada en la vida.
Yo tenía 9 años y le escuchaba aterrorizada, sin apenas poder hablar por la infección y muerta de miedo por el futuro que se presentaba ante mis ojos.
Faltar a clase un día haría que suspendiese el curso entero.
Si suspendía, repetiría curso y me quedaría rezagada con respecto a mis compañeras.
Me plantaba con 13 años, sola y amargada en casa haciendo punto de cruz en compañía de mi madre. Me quedaría sin novio. ¿Quién iba a querer salir con una muerta de hambre sin estudios encerrada en casa?
30 años. Solterona.
40 años. Carácter agrío.
50 años. Abandonada en un lavacoches de extrarradio.
Fin de la historia y de mi vida.
Ese era el futuro que mi padre, que aderezaba sus candorosas palabras con una palmadita en la espalda o una caricia furtiva, me planteaba cada vez que no iba a clase. Y que conste que durante el instituto fui la alumna más aplicada y más responsable de Ursulinas, la escuela de monjas a la que mis padres me llevaron. No servía de mucha ayuda observar cómo trataba mi padre a mi madre. Ella era una mujer muy lista, de esas que gracias a la universidad de la vida había alcanzado un grado de perspicacia superior al de la mayoría de la gente que la rodeaba. De todos modos, se había criado en el campo en una época, la postguerra, y en una zona, la Vizcaya profunda, en la que no estaba bien visto que una mujer emprendiese una vida autónoma y estudiara para progresar y madurar. A los 20 años la habían casado con mi padre en un matrimonio de conveniencia que le dio dos hijos y muchos quebraderos de cabeza. Mi hermano Pedro y yo asistíamos impertérritos a un constante tira y afloja de reproches y malas caras.
Un desgaste psicológico diario. Aunque sus ganas de aprender y un encanto personal característico siempre hicieron que fuera una mujer que llamaba la atención allá por donde fuese, mi padre fue una rémora en su progreso vital. Mi madre, en cierto sentido, contribuyó a ello adoptando un rol pusilánime y servil. Durante muchos años optó por la lucha silenciosa, en especial cuando mi hermano y yo nos fuimos de casa. Interminables llamadas telefónicas contándome lo terrible que era mi padre, visitas semanales al terapeuta y muchos paseos en solitario tratando de ordenar su cabeza.
Pero un día, de repente, sin una razón definida, decidió resignarse, aceptar lo que le había tocado en la lotería de la vida sin pensar demasiado en ello. Jamás hablé con ella al respecto porque era su decisión personal. Al principio me dio pena. Sentía una rabia enorme dentro de mí porque tenía la sensación de que había tirado la toalla. Con el paso de los años, cambié mi actitud y llegué a pensar que era lo mejor que había hecho. Quizá me engañaba a mí misma o escondía la cabeza como el avestruz. No lo sé. ¿De qué le servía vivir atrincherada y enfadada con el mundo? Era un modo de resignarse pero, al menos, vivía tranquila y con una relativa paz interior. Desde entonces observo a mi madre con un pequeño poso de tristeza.
No termino de creer lo que intenta venderme, que su vida es apacible y sosegada, que es feliz a su manera. ¿Existe la felicidad como un todo o cada uno tiene sus maneras de ser feliz, de agarrar la palabra “felicidad” del diccionario y crear nuestra propia acepción?
La actitud de mi madre, en cierto sentido, me recordaba a la del personaje de Meryl Streep en “Los puentes de Madison”. Siempre me había emocionado con la escena de la furgoneta, bajo la lluvia, cuando a ella le tiembla la mano ante la duda de abrir la puerta o quedarse dentro del vehículo. El amor de su vida está justo enfrente, al otro lado de la carretera, observándola y llamándola con los ojos. Decide quedarse en el interior del coche, con su marido, al que no quiere pero es el padre de sus hijos y con quien ha sellado su existencia.
Yo no quería que me sucediese esto. Haber elegido un sendero de vida y no poder cambiarlo. Resignarme a la misma autopista vital para siempre sin que se me diese la oportunidad de pagar el peaje y cambiar de ruta. O no pagarlo y simplemente derrapar.
Todo esto ha hecho que desde la pubertad haya tenido una especie de respeto irracional a la figura masculina. Me pasó en la Universidad, donde me comportaba como una auténtica imbécil delante de algunos profesores por temor a defraudarles. Algunas veces tenía razón yo porque me habían tratado mal, pero en otras ocasiones era mi paranoia la que me dominaba por completo y me llevaba a actuar de un modo absurdo del que después me avergonzaba. ¡Cuántas veces me presentaba en el despacho del catedrático de turno porque pensaba que alguna actitud mía en clase le había ofendido o que se había molestado por algún gesto inconsciente! Solía salir con la cabeza cabizbaja y muerta de vergüenza al darme cuenta de que todo había sido fruto de mi imaginación, de mi temor a defraudar a la figura masculina, fuese quien fuese y sin importar la relevancia que tuviera en mi vida.
Me sucedió algo similar con los primeros chicos que conocí. Una palabra más alta que otra, un “Manuela, ¿qué coño haces?” y yo ya estaba temblando como un gatito abandonado. Tuve la suerte de que me rodeé de buenas personas que eran conscientes de mi punto débil y no se aprovechaban de mis limitaciones. La verdad es que en este sentido he sido muy afortunada y siempre he contado con buenos amigos, con gente que me ha querido e intentado ayudarme, aunque en esta vida por mucho que una tenga suerte con las amistades no hay nada que hacer si no se cree en una misma. Parte de ese caparazón que me protegía se desvaneció cuando llegó Evaristo, mi marido.
Al principio me trataba más o menos bien. Estaba tan acostumbrada a dejarme vapulear por los hombres que se me ganaba con cuatro carantoñas mal dadas y un beso en la mejilla. Durante una temporada larga, después de dar a luz a mis hijos, dejé de trabajar porque Evaristo no entendía que, entrando en casa un salario decente como el suyo, yo tuviese que “perder el tiempo”. Más de diez años estuve en casa criando a mis hijos y escuchando sus diatribas cuando volvía del trabajo. Con el paso del tiempo dejo de hablarme, simplemente se dirigía a mí para decirme que no valía nada, que él acumulaba títulos y diplomas por doquier y yo no. Cuando estaba en casa la asistenta, incluso la cogía del brazo y la llevaba hasta nuestro dormitorio para mostrarle los títulos colgados de la pared. Me hacía gracia que desde fuera parecíamos una pareja modélica, de esas que se ven en las series de televisión americana de los años cincuenta.
Hombre bien parecido con traje a rayas y castellanos de piel, mujer hermosa con buenos pechos, escote de vértigo y piernas interminables, niños monísimos y encima estudiosos. Vacaciones en la montaña en Navidades y escapada al interior en Semana Santa. Cumplíamos lo que la galería quería ver en esta sociedad llena de hipocresía y de miedo, de temor a rebelarse contra lo que está enquistado, como lo estaba mi vida. Al poco tiempo de conocerle sabía cómo era Evaristo e incluso era consciente de que me haría daño. Es uno de mis problemas. Suelo darme cuenta de todo mucho más deprisa que la gente normal, aunque nunca hago caso a mi instinto y me dejo llevar en una especie de pulsión destructiva.
Vuela, hija mía, vuela.
El proceso de caída en el fango coincidió con la decisión de resignarse de mi madre.
No podía contar con ella para desahogarme porque había optado por el camino fácil. A pesar de que, en el fondo, sabía que me apoyaba, se resistía a darme ánimos porque significaba traicionar su modo de actuar.
Vuela, hija mía, vuela.
Pasado un tiempo, empecé a no reconocerme a mí misma, en especial cuando mis dos hijos se fueron de casa. El día que cerré la puerta y el pequeño se fue a la Universidad con una maleta vacía que después llenaría de recuerdos, me tumbé encima de la cama de mi dormitorio mirando al techo en posición fetal durante más de dos horas.
Vuela, hija mía, vuela.
Cuando me incorporé y me miré en el espejo del armario no supe quién era. Vivir con una persona que no te habla y que las pocas palabras que articula son recriminaciones era doloroso y había minado por dentro la poca autoestima que me quedaba, pero al menos mis dos hijos llenaban mis días. El pequeño se había ido a estudiar a Bilbao y una vez cada dos semanas aprovechaba para ir a verle. Nunca le conté lo que estaba viviendo con su padre, aunque no era tonto y se daba cuenta de todo. Sus abrazos antes de montarme en el coche para volver a Burgos y su mirada cómplice me daban vida.
Al menos acumulaba buenos pensamientos y recuerdos placenteros para afrontar la vuelta a casa con el depósito de las emociones lleno. Una tarde cualquiera, cinco meses después de la marcha de mi hijo menor, me fui a dar un paseo.
Evaristo me ignoraba cuando estaba en casa, pero cuando salía a la calle me llamaba al móvil una media de cinco veces por hora para saber dónde estaba. Si no contestaba, me montaba un espectáculo. Había veces, irónicamente, que hasta echaba en falta alguna de sus recriminaciones porque se trataba del único momento del día en que me dirigía la palabra más allá de pedir su cena o preguntar dónde estaba el papel higiénico. Cuando me disponía a coger el autobús porque quería ir a un barrio de las afueras a comprar unas sábanas, vi sentada en unas escaleras a la entrada de un parque a una mujer que estaba haciendo punto. Era muy mayor, aunque no sabría decir cuántos años tenía; su edad era indefinida. Aunque estábamos en enero y el frío arreciaba, no llevaba medias por debajo de su falda de rayas, que le confería un aspecto a lo Pipi Calzaslargas absolutamente peculiar. Cubría su tronco con una chaqueta gris de punto y sobre su regazo descansaban decenas de ovillos de lana de colores chillones. Tenía el pelo blanco y cara de hada madrina, de esas que te imaginas de pequeña cuando tu madre te lee el cuento de Cenicienta antes de irte a dormir. De repente, alzó la vista y me miró.
Con un ademán, me invitó a que me acercase.
En la vida hay muchos senderos que tomar y tú aún estás a tiempo de coger el adecuado. Vuela alto, no dejes que nadie decida por ti ni que te amilanen, no permitas que nadie asfalte tu camino porque tienes que ser tú misma la que lo emprenda.
Tienes ojos tristes, mi niña, regresa a casa y vuelve a mirarte en el espejo para reconocerte. Es muy sencillo permitir que tu fuerza vaya consumiéndose día a día.
Te regodeas en tu sufrimiento y acabas instalada en un estado perenne de ausencia de felicidad, cuando lo natural es ser feliz y estar contento consigo mismo.
¡Vive! No te preguntes quién soy ni por qué te he dicho esto. Hay cosas en la vida que suceden porque sí. Preguntarse el motivo no lleva a ninguna parte. Ahora déjame sola.
Desde entonces la veo en varios sitios: en el autobús cuando voy a casa de mi madre, en la ribera del Arlanzón alguna mañana de domingo que salgo a dar un paseo. Incluso una vez la vi sentada en el teatro cuando acompañé a una amiga a ver una representación.
Siempre aparece con los ovillos de lana sobre sus rodillas, la falda de rayas y el pelo canoso revuelto. Hay veces que me mira de soslayo y me sonríe. Otras no me mira en ningún momento, pero estoy segura de que sabe que estoy cerca de ella porque me tranquiliza. No sé si es una ilusión, algo que mi cerebro se inventó aquel frío día de enero o si realmente existe más allá de mis sueños, pero desde que conocí a la que yo bauticé como “la Dama de Blanco” mi vida ha dado un vuelco de 180 grados.
Quiero pensar que es mi ángel de la guarda. Al menos he tenido la suerte de darme cuenta de lo que estaba pasando, he permitido que una pequeña antorcha se prenda en mi interior y me enseñe el camino. La felicidad acobarda, la amargura es fácil de sobrellevar. Cada día estoy más convencida de ello. Me di cuenta de que llevaba muchos años, quizá toda mi vida, optando por el papel de actriz de melodrama barato que termina destrozándose la vida. Ser mujer en un entorno rural antes de irme a vivir a Burgos capital y la educación inculcada por mi padre no había ayudado. Tampoco Evaristo, un muerto de hambre emocional que se aprovechó de mis miedos y demonios internos para sentirse mejor consigo mismo, para fomentar su autoestima aniquilando la mía. Mi padre había hecho lo mismo, a su manera, con mi madre e intentó hacerlo conmigo, pero le salió el tiro por la culata.
Desde hace unos meses vivo sola en un apartamento alejado del centro de la ciudad pero decente y con todo tipo de comodidades. Estoy sola, aunque en realidad llevaba estando sola muchos años. Pienso que cada uno está en su derecho de preparar en su fogón personal una receta individual de la felicidad, pero tiene que aliñarse con el concepto genérico que aparece en los diccionarios. Mi madre aseguraba ser feliz a su manera, aunque su bienestar distaba años luz de lo que se entiende por felicidad. Para mí, era autoengaño y miedo. De todas maneras, no hay día en que no piense en ella y me preocupe por su salud, tanto física como mental. Ella me ve como una adolescente en cierto sentido, una quinceañera que ha cambiado de piso de estudiantes porque no le gustaba el suavizante que empleaban sus compañeras al hacer la colada. He optado por contarle muy pocas cosas, un paso más en el proceso de madurez que he emprendido desde que me alejé de Evaristo. No sé lo que haré mañana ni lo que quiero, pero al menos sé lo que hice ayer y aquello que no quiero. Es una especie de liberación, un dejarse llevar, un sentirse especial. Algunos amigos míos incluso se ríen de mí diciéndome que desde que decidí dejar a mi marido me he subido a la parra. Me encanta chillar en medio de la calle, decir tonterías sin venir a cuento, no pensar en quedar bien con los demás. La Dama de Blanco ha sido el revulsivo que necesitaba para empezar a respetarme a mí misma, independientemente de quien sea y de lo que tenga. Simplemente intento ser.
Me queda mucho camino por recorrer porque los mecanismos de defensa implantados en mi interior y las actitudes erróneas no se eliminan de la noche a la mañana. Por las noches me asaltan fantasmas, muchos de ellos viejos amigos con los que llevo lidiando toda mi vida, otros nuevos espectros que han ido añadiéndose al baúl de mis miedos y paranoias. Pero no me preocupa, los asumo como propios y me río en su cara. Hasta les escupo. Tras un tiempo de reflexión y con mi vida patas arriba, me miro en el espejo toda chula y me digo ¡Qué guapa soy, qué tipo tengo!
Lo demás me da exactamente igual, que se joda el mundo.
Eduardo Viladés
Escritor, dramaturgo, director de escena y periodista con más de 20 años de carrera, referente en la cultura española contemporánea. Ganador de prestigiosos premios internacionales de teatro y literatura, Eduardo Viladés (1976) cultiva el teatro largo, de medio formato y de corta duración. Sus obras se representan en España, México y Estados Unidos. Formado en la escuela de arte dramático Cuarta Pared de Madrid y en el departamento de guión teatral de la Universidad de Valencia. Compagina su labor como dramaturgo y director de escena con el periodismo (Licenciado en la Universidad de Navarra, Máster en la Universidad de Valencia, Máster en Urbino), área en la que cuenta con más de 20 años de trayectoria profesional.
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