“Fuck the police!” es algo que nunca le gritaría a la policía alemana. Pese a la influencia punk que Berlín pueda tener sobre mí, es una frase que uso medio en chiste cuando cruzo la calle en rojo (y no hay canas en la costa) o cuando empiezo a comer el paquete de gomitas antes de que empiece la película.
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Nunca fui amiga de la policía. No por anarquista, creo que más por latinoamericana. A la policía siempre le tuve miedo, asco. A la policía alemana le tengo miedo, pero desde un lugar de respeto. Desde que vivo en Alemania, que cuando veo la parpadeante luz azul asomándose por una esquina se me eriza la piel en la espalda y casi que puedo escuchar una voz susurrándome al oído “deportada”. No sé por qué tengo esa fantasía, no sé de dónde viene ese miedo penetrante. por qué me agarra ese TERROR cuando escucho una sirena. Las sirenas de policía, bomberos y ambulancias más chillonas del mundo están en Alemania, y cuando un patrullero las enciende podés escuchar venir a la policía desde varias cuadras de distancia. Y a mí se me frunce el culo como si andara sin papeles tratando de vender empanadas de coca para subsistir. Es un pánico irracional, pero el culo se me aprieta todo cada vez que escucho una sirena o una esquina de tiñe de azul.
Uno de los miedos más grandes de mi mamá es que la metan presa. Ni a las arañas, ni a los fantasmas, ni al calentamiento global; caer en cana. Reconozco que es otro miedo que he heredado (tengo muchos miedos de muchas naturalezas). Me acuerdo que con mi amiga Olivia fuimos a la muestra de Yoko Ono en el MALBA, esa que era un embole y bastante naive, esa muestra que un poco podías interactuar con las obras. Había una parte que tenías que escribir un deseo en un papelito blanco y colgarlo del árbol. Yo escribí algo así como “conocer a alguien y tener un amor correspondido” o alguna ñoñada así muy Crema, y Olivia escribió algo igual de ñoño. Pero lo más divertido era leer los deseos de los otros, y encontramos un deseo anónimo que decía “no caer en cana antes de los 30”. Ojalá nunca caiga presa, en ningún momento de mi vida, pero los 30 me pareció un límite realista y respetable. Hoy estamos las dos pisando nuestros cumpleaños N° 29, yo viviendo en Berlín y ella mudándose a Amsterdam, y siento que deberíamos salir corriendo a escribir un deseo y colgarlo del árbol más cercano un papelito que diga “PD. no caer en cana hasta los 60, y no ser deportada nunca”, porque si me das a elegir, prefiero caer en cana en Alemania a tener que volver de donde me fui. Según mi mamá el suyo es un miedo con mucho sentido porque le quedó el trauma de cuando siendo muy chiquita su mamá la llevaba a visitar a los presos. Mi abuela era abogada e iba a visitar a los presos por laburo, o por responsabilidad social. Y la llevaba a mi vieja en vez de dejarla en un jardín de infantes. Según mi mamá eso la marcó tanto y le dejó tan en claro el horror que son las cárceles, que se convirtió en la fobia de sus fobias. Tiene sentido, sí. Pero cuando ella cuenta esa historia a mí siempre me da la sensación de que está hablando de mi fobia hacia la policía, y yo nunca tuve una historia traumática con la policía. De hecho hasta llegar a Alemania nunca había tenido un encuentro cercano con los poli. Durante los 9 años que viví en Buenos Aires tuve una vecina psicótica y más allá de haberme quedado con las anécdotas, ni queriendo tuve un encuentro con la cana porque siempre se rehusaron a tomarme las denuncias. Y no estamos hablando de una vecina loca linda que sólo ponía música fuerte. Las historias con esa mujer van desde prender fuego su propio departamento, tirarme basura en la cara, gritos, maltrato, insultos gratuitos, la muerte violenta de al menos 2 de sus mascotas, la adopción de un linyera de 50 años, el secuestro de una mucama (y su hijo de 10 años a cargo mío, por supuesto), un historial de alcoholismo, fármacos, armas, balas, macumbas con vino tinto en las paredes blancas del palier, y paquetitos de caca tirados desde su balcón al patio de planta baja. En fin, no sólo violenta y un peligro para ella misma y para todos los que la rodearan, sino también desagradable. La policía, en 9 años de compartir piso con este ser, nunca me quiso tomar la denuncia. Un día le pregunté a la recepcionista (?) de la comisaría si para que me tomaran una denuncia teníamos que esperar a que alguien saliera lastimado o muerto, y me dijo que sí. América Latina.
Quizás de ahí venga el trauma, eh. Al menos en Argentina, siento que la policía es todo lo que no debería ser. Y si bien me alegra la existencia de un sistema judicial, que el link entre el ciudadano y la ley sea la policía, me da calambre. Lo mismo nos pasó en esa primera cita de Tinder en Once; después de pasado el susto, llegamos corriendo en tacos hasta un kiosquito donde no nos abrieron la puerta pero llamaron a la policía, y nosotros muy insistentes quisimos hacer la denuncia y la policía una y otra vez nos desanimó a hacerla porque “es mucho papeleo y no va a servir de nada”. Así no hay país que aguante y así fue cómo no hubo Crema que aguantara quedarse. Por eso me fui, entre otras cosas.
Entonces quizás no haya nacido de un trauma puntual, pero mi asco con la policía creo que viene de una herida colectiva, cultural, histórica; viene del fantasma verde de no saber qué te pasa cuando la policía te lleva, de la corrupción, de la inseguridad, de que los buenos son en realidad los malos. América Latina.
El miedo que le tengo a la policía alemana, en contraposición a la policía argentina, es también que -en mi cabecita- ellos tienen el poder de mandarme de vuelta. Y eso, y no la policía en sí, es la madre de todas mis fobias; que me manden de vuelta al lugar de donde vine. Y para ese miedo sí tengo trauma puntual, y está desparramado a lo largo de todo este blog.
Cuando volví de Tailandia tuve el peor -sino el único- jet lag de mi vida. Nunca me había pasado algo así (ni algo como ese viaje ni algo como ese jet lag), de sentir que el cuerpo no entiende nada, y que entre el cuerpo y la cabeza no sincronicen; que ninguno de los dos entienda ni dónde está, ni si debería estar durmiendo o nadando o andando en bicicleta. Elijo la bici, siempre. La gente se escandaliza cuando les cuento que ando en bici en invierno. Para mí es un placer porque pasado el cortísimo verano berlinés el 90% de los ciclistas guarda sus bicis en el sótano y las calles son MÍAS. Así que yo ando en bici así llueva, nieve o truene. Ir pedaleando por una Berlín vacía con esas calles tan anchas sólo para mí, dueña y señora de la bicisenda, con mi playlist de Spotify de cuenta premium para poder escucharla hasta cuando no tengo crédito, cantando a los gritos y con la nariz congelada es uno de mis momentos favoritos del año. La clave está en ponerse unos buenos borcegos, 2 pares de medias (1 de lana), calzas térmicas, el escote abrigado, una buena campera y una bufanda tejida por la abuela que no tengo. No entiendo cómo la gente prefiere el verano. Prefiero toda la vida perder una falange necrosada por congelamiento que andar en bici bajo el sol con el rayo del sol pateándome la nuca, el calor, la ropa pegada a la piel de tanto chivar, quemarme con el sol, chivar, chivar, chivar, calor, cáncer de piel. Cuestión que era principios de febrero y de noche no podías ni tomar una birra en la calle porque se te congelaba en las manos, literal. Hielo de birra. Ese febrero hacía FRÍO en Berlín. Y yo andaba en bici, a todos lados. Al día siguiente de haber vuelto de Tailandia fui a clase de Alemán. Durante el viaje no hubo vomitada que me impidiera hacer la tarea o mantenerme a ritmo con el curso que había dejado a la mitad (neeeeeerd con orgullo). Así que el mayor desafío al volver a clases no fue de índole idiomática, sino más lo fue el clima y lidiar con ese jet lag que me tenía tarada. Volvía entonces pedaleando a mi casa, en la otra punta de la ciudad. Eran las 4 o 5 de la tarde pero a esa hora en febrero en Berlín es de noche. Iba pedaleando tranquila, portándome bien. Yo en Alemania me porto bien. No que en Argentina haya sido una loquita de mierda (o sí), pero siento que muchas de las cosas que uno puede llegar a hacer en la vía pública en Argentina no tienen consecuencias, y en Alemania sí (con excepciones donde es al revés, como hacer una vuelta en U sin previo aviso o tomar alcohol en la vía pública). Pese a que en Berlín he cruzado más de una vez con semáforo en rojo o por la mitad de la cuadra para acortar camino al grito de “Fuck the police!” cuando no hay un alma en la calle (porque rebelde pero también cagona), me porto bien. Pago mis impuestos, compro el ticket cada vez que viaje en transporte público, laburo en blanco, bajo la tapa del inodoro cuando termino de usarlo (tema de la única pelea que tuvimos con El Alemán), me porto bien. Ese día, pese al jet lag, yo tengo la certeza de no haber pasado ningún semáforo en rojo. Porque aparte si cruzo en rojo es caminando, con la bici (casi) nunca. Menos que menos lo haría en auto. Dejé vencer mi registro de conducir argentino y ahora para sacar uno nuevo y válido acá es todo un tema, y ni hablar de los casi dos mil euros de costo. Lo tendría por una cuestión de practicidad, pero le tengo igual miedo a la policía que a manejar en Alemania. Venía en bici entonces, abrigada hasta la médula, ni siquiera andando rápido porque cuantas más capas de ropa tengas puestas, más se dificulta el pedaleo. Venía en bici entonces, a paso de vieja, con los auriculares puestos silbando bajito. Mi radar anti policía está siempre afilado, y pude ver por el rabillo del ojo, que un patrullero se acercaba desde lejos, silencioso pero con las luces azules giñándome un ojo. El corazón se me aceleró un poco, un fantasma me susurró “deportada” al oído, pero cerré los ojos y me dije “tranquila, ya va a pasar”. Reabrí los ojos y para mi sorpresa el patrullero no había desaparecido, seguía ahí, escalándome el rabillo del ojo, la luz azul cada vez más cegadoramente cerca, el culo más y más fruncido. El auto estaba sospechosamente cerca, y empezó a andar a mi ritmo. Estaba segura de que estaban ahí por mí, pero no entendía por qué. Sabía que no había hecho nada pero igual estaba muerta de miedo. El culo limpio, pero fruncido. La ventanilla del acompañante empieza a bajar lentamente, y se asoma un brazo como la manecilla de un reloj, y saca a 90° un pequeño semáforo con una única luz roja, y “STOP!” (sí, con signo de admiración) escrito alrededor. Cagadísima en las patas y con el “deportada” haciéndome eco en la cabeza, paro la bici, me saco los auriculares y me quedo paradita al lado. Empecé a hacer un check list de todas las opciones por las cuales podrían haberme parado: luces? Prendidas. Casco? No lo exije la ley, pero siempre puesto. Velocidad? Te pueden parar por ir muy despacio? Levanté la vista y allí estaban: se habían bajado del auto 4 (C-U-A-T-R-O) policías, de los cuales 3 me estaban rodeando con los brazos cruzados en lo alto de los pectorales, las piernas bien abiertas y el pecho bien inflado. Me miraban desde lo alto como si estuviesen tratando de cuidar a una gallina que se está tratando de escapar de un corral. Esos tres que me custodiaban como granjero a sus gallinas se partían de bellos. Quién hace el casting para la policía en Alemania? Cada vez que veo un policía en Alemania se me frunce el culo y se me cae la bombacha. QUÉ BELLOS son los policías alemanes, y las policías, ni hablar. Cada vez que veo policías en las calles de Berlín se me frunce el culo, y se me van los ojos. Tres monos gigantes asegurándose que yo no fuese a ninguna parte y yo toda achicada de miedo. No es algo que se note a primera vista, pero tengo cabeza muy grande; nunca me entran los sombreros y conseguir casco para la bicicleta fue toda una Odisea. Conseguí un casco negro mate hermosísimo y gigante como para mi cabezota, pero cuando lo tengo puesto soy la viva presencia de la hormiga atómica. Así que entre el miedo y el casco sentía que medía 20cm, y los bellos y musculosos robocops se sentían de 2 metros al lado mío. Podría haber sido una escena cualquiera de Brazzers, pero no lo era (te juro mamá que no lo era). El cuarto poli, un poco menos lindo que los demás, sospecho que era el vocero por algún tipo de complejo de inferioridad de belleza. Recordemos que yo en ese momento tenía muy pocas clases de alemán encima, y podía decirte mi nombre, de qué país venía y preguntarte dónde está la biblioteca, pero no podía tener una conversación compleja. Sin darme tiempo a decir nada ni preguntarle dónde podía ir a leer un libro, el poli menos lindo me empieza a vomitar a toda velocidad palabras en alemán que yo no entendía. Después de como dos minutos que habló sin parar me permitió meter bocado, y en un alemán muy quebrado le expliqué que no hablaba bien alemán, y que si él no hablaría quizás un poco de inglés? Me revoleó los ojos molesto, hasta que los globos oculares se le pusieron blancos. En ese momento tuve el presentimiento de que si hubiesen sabido que yo no hablaba alemán quizás ni paraban, porque es TAL la paja que les da hablar inglés a los alemanes.. “A little” me dijo con un poco de asco. El tipo resultó tener un inglés con nivel de Cambridge, casi perfecto. El problema está en ese “casi”. Unos días más tarde le conté de la situación al Alemán y el me dijo “pero claro! Pensá que le estás pidiendo a un alemán que haga algo que no puede hacer a la perfección”. Y ahí entendí el resentimiento que tienen en general los alemanes con hablar otro idioma. Y yo jamás pretendería que -por ejemplo- en Alemania un alemán me hable en inglés sólo porque yo no hablo su idioma. Ahí recién empezaba, pero estudié un año entero de alemán yendo a clases 3 horas por día todos los forros días del año, porque sentía que era lo mínimo que le debía a Alemania, pero en ese momento hablaba tres palabras y por más onda que le estaba poniendo, si no hablás el idioma, no lo hablás. Por suerte el rati hablaba más que a little, y me preguntó -no sin antes preguntarme qué hacía en su país- si yo sabía por qué me habían parado. Temerosa, le dije que no. Me dijo que había cruzado un semáforo en rojo. “Fuck the police!”, dije riéndome para mis adentros. El chiste interno me salió enseguida, pero igual de inmediata fue mi cara de sorpresa, porque realmente, y con una mano en el corazón, esa noche yo me había portado bien; no había cruzado en rojo. Y si lo había hecho, por jet lag o por boluda, de verdad que no me había dado cuenta. Los ojos se me abrieron como dos platos ante la sorpresa y le dije azorada “What?! OMG (OMG OMG OMG), no puedo creerlo! De verdad lo hice?! No me di cuenta, no lo vi.” “Ahhhhh NO-TE-DISTE-CUENTA. NO-LO-VISTE!” Todo lo que yo decía parecía empeorar las cosas. Le dije que perdón, que de verdad nunca haría una cosa así (Fuck the police), que perdón, que no lo podía creer, que dónde había sido así en el futuro prestaba más atención y que bla bla bla por favor no me multe señor bla bla bla perdón perdón perdón. No que sea la respuesta adecuada a todos mis problemas (sólo a algunos?), pero en ese momento con todas las capas de ropa que tenía puestas me era imposible jugar la carta del escote latino, pero tenía a mano mi segunda arma de alto calibre: los ojos. Tengo ojos grandes, redondos, oscuros, llenos de un montón de cosas. Cuando quiero algo a veces tengo la sensación de que si lo miro fijo por un rato sólo con la mirada voy a poder conseguirlo. Y la mayoría de las veces funciona. De chiquita me decían Tweety (toda rubia, cabeza gigante, cuerpo chiquito, boca chiquita pero regordota, ojos gigantes), y cuando fui creciendo y el pelo se me oscureció, los rulos afloraron y me salieron tetas, me empezaron a decir Betty Boop. Tienen algo mis ojos. No son ni los más lindos ni los más grandes del mundo, pero “miro fuerte” dicen por ahí, y con un poquito de rimmel hago desastres. Ya he contado en este blog sobre cuán lejos puede llevarte en la vida saber hacer ojitos (como de NY a Berlín), y esta vez, mis gigantes ojos de bambi asustado me salvaron la vida, otra vez. “I’m sooooooooooorry” le decía una y otra vez al poli, abriendo y cerrando los párpados como persianas en cámara lenta, como Rachel apretándose las lolas. El poli seguía re enojado y los otros 3 robocops seguían muy cruzados de brazos, pero hubo un cambio en la mirada del tipo, mientras le abría y le cerraba los ojos de Betty Boop, mientras mis pestañas se arqueaban sobre su cara como toboganes. Como si hubiese logrado atravesar esa primera capa de hielo de su adn tan alemán. Me cagó a pedos y pude ver que estaba disfrutando de retarme, pero enseguida tuve la certeza de que no me iban a multar. El culo se me frunció un poco menos. Me dijo que no podía ser, que tenía que tener más cuidado, tenía razón y yo le iba dando la razón argumento tras argumento, y él se regocijaba en tener la razón como se revuelca un chanchito en el barro en un día de calor. No podía hablar alemán pero había entendido las reglas del juego y fue muy gratificante. Yo seguía parpadeando en cámara lenta y él me seguía hablando firme pero con cierta ternura, como cuando retás a un cachorrito muy bebé porque te dejó un lamparón de meo en un piso de madera; no podés echarte atrás porque está bien marcar el límite, pero hasta cierto punto no es más que una formalidad y 5 minutos después no te aguantás ir a llenarlo de besos. Con el poli no nos besamos (mamá, tranquila! Ya te dije que esto no era una escena de Brazzers), pero me dijo que si no podía prestarle atención a la calle “porque estaba en uno de esos días” (??????? giro inesperado al que no le hice un escándalo anti machirulo porque ya había adoptado el papel de bambi sumisa, pero para su información señor policía NO estaba en uno de esos días, si me comí el semáforo fue por boluda, no por mujer), que mejor tomara el bus. Sí, señor, le dije entredientes. Me miró ebrio de autoridad y me dijo que POR ESTA VEZ y SÓLO POR ESTA VEZ (y porque él era tan copado) me dejarían ir, pero que me aprenda las reglas viales porque Berlín está lleno de gente como yo (whatever that means) y que podía transformarse en un problema si seguía moviéndome por la ciudad sin aprenderme las normas, y que si volvía a infringir la ley tan alevosamente me costaría al menos 100 euros. Sumisa mode on le dije a todo que sí, y hasta le terminé agradeciendo que me frenaran y me sermonearan durante media hora con 10 grados bajo cero. Congelada pero triunfante. No me enorgullece la historia, porque lo más probable es que haya sido cierto que crucé en rojo, pero de verdad el viaje me había dejado tarada.. no sé si el jet lag, pero el viaje en sí me había dejado con tantas cosas para masticar, que lo más probable es que haya estado tan ensimismada como para comerme un semáforo. Igual yo me ensimismo con mucha facilidad.. y a veces no veo las luces rojas de alerta, y a veces me pierdo la vía verde de oportunidades por estar con la cabeza en el lugar equivocado.
Cuando El Danés finalmente se fue de casa -no sin antes haber pagado el alquiler de enero- yo ya tenía roomate en la mira. Claro que soñaba con vivir sola, pero en ese momento no podía pagar ese departamento yo sola, y de tan solo pensar en volver a buscar departamento me daba escozor. Pero así como todo sucede por algo -y lo que no sucede también-, las cosas -y las personas- también suceden en el momento que tienen que suceder; ni antes, ni después. En diciembre, justo antes de que las cosas con El Danés se fueran al carajo, me escribió una amiga. Una chica con la que yo había trabajado en una oficina en otra vida que tuve. Una chica con la que nunca fui íntima, pero con la que sí quedé más o menos en contacto, y una chica a la que siempre le tuve un enorme cariño. Una buena piba, por así decirlo. Me escribió y me dijo que una muy amiga de ella se estaba mudando a Berlín, y que por qué no nos poníamos en contacto. Detesto esos mensajes. Es como cuando sos chiquito y te juntan a jugar con alguien sólo porque tenés la misma edad. Y no funciona así. Y como expatriada, me ha pasado -y veo que le pasa a la gente a mi alrededor- de que sólo por estar en la misma ciudad la gente pretende que seas culo y calzón con esa otra persona con quien lo único que tenés en común es esta nueva ciudad de residencia. Pero como hay que tomar las cosas como de quien vienen también, le hice caso. Pensé: “si no me sirve de amiga que me sirva de roommate”. Lo genial es que terminó siendo ambas cosas, pero para el momento en que yo necesitaba a un cómplice para seguir pagando el alquiler, no nos habíamos conocido. Apenas me dijo El Danés que yo me quedaba con el departamento y no él, le escribí a esta chica desconocida como quien llama a la madre de un niño al que nadie conoce pero tiene la misma edad que los propios. El día que yo me iba a Tailandia la conocí y le entregué las llaves de mi casa, con toda mi vida dentro, con confianza ciega. No voy a mentir, tuve la extraña fantasía de que al volver del viaje mis cosas habrían sido vendidas por eBay o que de repente habrían 3 personas okupando mi casa y yo de patitas a la calle, pero siguiendo el ejercicio de confianza que había tratado de implementar en mi vida desde hacía varios meses, confié (y me salió bien).
Llevábamos sólo un par de días de convivencia, y yo tenía una sed de vida social que me carcomía por dentro. Me daba curiosidad también, descubrir quién era mi nueva roommate. Así que aprovechando que éramos ambas aún desempleadas y ninguna tenía que levantarse al otro día para ir a trabajar, le propuse ir a tomar una birra, para ver si aparte de compartir el alquiler nos caíamos bien. No tanto por ser nueva en la ciudad, porque aún llevando años viviendo en Buenos Aires, jamás supe decir cuál era el mejor bar de la ciudad, ni el más cool, ni el que mejor música pasaba, ni nada. Me encantaría tener más noche, me encantaría tener un bar donde conozcan mi nombre. No por borracha, sino por pertenecer a un pequeño ecosistema, y los ecosistemas de los bares donde el dueño conoce tu nombre, suelen ser muy interesantes. Entonces no tanto por nueva, sino por virga, no conocía buenos bares en Berlín. Ni buenos, ni malos. Y mi roommate sí estaba recién llegadita a la ciudad, así que sabía menos que yo. Ella vírgen (de Berlín), yo, virga.
Convengamos que Berlín es una ciudad donde te tropezás con bares. No hay que buscar mucho para encontrar un bar. Pero si soy yo la que elige el lugar, me gusta saber que te estoy llevando a un buen bar. Quizás no el mejor, quizás no el más cool, pero un lugar al que vas a querer volver. Me acordé de un bar al que me había llevado Agus cuando estuvo de visita. A mí me había gustado mucho porque abajo era un bar normalito, pero arriba la luz era más tenue, la música menos electrónica y el barman un poco más sonriente. Pero la mejor parte es que arriba está lleno de pequeñas habitaciones, todas ambientadas como livings, rinconcitos amorosos, parecen pequeñas escenografías de una peli de Wes Anderson, pero filmadas hace 20 años; como un parque de diversiones abandonado… es que Berlín tiene ese nosequé tan trash… También tienen unas mesitas divinas afueras que en verano son un amor pero no queríamos la birra hecha hielo, así que estaba muy orgullosa de estar llevándola a la roommate a por una birra en un living adentro de un bar. El único detalle (muy Crema) era que no sabía el nombre del bar, ni me acordaba la dirección exacta. Me acordaba, eso sí, el nombre de la calle. Así que la arrastré a la roommate a la otra punta de la ciudad, en búsqueda de un bar que secretamente temía no poder encontrar. Como estaba lindo para caminar con esos 10 grados bajo cero, caminamos de arriba a abajo la calle. A la tercera vez que recorrimos la calle a lo largo, me di cuenta pero no quise reconocer en voz alta que tampoco recordaba la fachada del bar. Es que yo soy TAN desorientada. Sin Google Maps yo estaría perdida en medio de la selva. No me enorgullece esa dependencia pero es la realidad. Mi papá (muy alemán) es muy orientado; podés vendarle los ojos, hacerlo girar sobre sí mismo para marearlo, subirlo a un avión, bajarlo sin decirle en qué parte del mundo está, y él con chuparse el dedo y ponerlo al viento ya sabe en qué dirección está su casa -o el bar más cool de Berlín-. Mi mamá (muy italiana), no tanto. Cuando estaban todavía juntos y no sabían cuál era el camino correcto para llegar a algún lugar, mamá muy confiada diría que para ella debían tomar el camino de la derecha, y mi papá respondía “entonces es por la izquierda”. Y efectivamente, era por la izquierda. El cuelgue y el desoriente lo heredé de mi vieja, como el miedo a caer presa.
Believe it or not, después de pasar 3 veces por la puerta sin darme cuenta, encontré el bar. Estaba hasta las tetas de gente pero por suerte conseguimos sentarnos en los últimos 2 asientos libres de todo el bar. Pedimos dos cervezas y como me urgía hacer buenas migas con la nueva roommate, pensé.. “okay, cómo romper el hielo? Hablar de algo que a la gente normalmente le de miedo hablar”. Sin entrar en política ni en religión, por supuesto que caí en el tema sexo. No desde la nada, pero al explicarle un poco más sobre lo que fue la historia con El Danés y ponerla un poco en contexto sobre mi vida en Berlín, el viaje a Tailandia y la concha de la lora, me vi casi sin querer explicándole todas (que son muchas) las razones por las cuales la relación con El Danés no había funcionado. Había mucha gente -y mucho ruido- en el bar, y tengo la pésima -y latina- costumbre de hablar fuerte en general, pero más en Berlín porque tengo la sensación de que nadie me va a entender si hablo en español (error). Y estaba en plena descripción detallada, a los gritos y haciendo gestos muy grotescos con las manos, explicándole muy gráficamente uno de los mil problemas que habíamos tenido con El Danés en la cama. La roommate no lo podía creer y me miraba fascinada con atención. En plena explicación explícita aparece un personaje (a quien llamaremos “O.”) y nos pregunta entusiasmado “español o italiano?”. Ya que no haya sabido distinguir si era uno o el otro nos había dado la pauta de que no había entendido en detalle nuestra conversación, pero me dio vergüencita pensar que había escuchado todas las barbaridades que yo había dicho desde que había entrado al bar, y sin dejar de hablar, terminé mi historia, girando lentamente mi mirada de la roommate hacia O., y cuando acabé de decir lo que tenía que contar le dije, en español mientras abría y cerraba mis párpados como persianas en cámara lenta, que si él había entendido lo que yo había dicho me moría de vergüenza en ese mismo instante. Se quedó mudo y para mi tranquilidad era obvio que no había entendido nada. Más tarde descubriríamos que O. hablaba español, pero había estudiado español de españa, por eso el acento argentino lo desorienta bastante. Seguimos hablando los tres en inglés. Se disculpó por interrumpir nuestra conversación, explicó que le habíamos parecido dos personajes muy interesantes y que se había cruzado el bar sólo para pedirnos nuestros teléfonos porque le encantaría volver a vernos. Qué ambicioso, pensé, pedir dos números al mismo tiempo. Y qué demodé pedir un número de teléfono y no el instagram o algo más moderno. Ya me cayó bien. “O. de Noruega”, así se presentó. Yo no hablo mucho pero de verdad me moría por sociabilizar con gente así que sin que la roommate pudiera meter bocado le dije que sí, que le daríamos nuestros números, pero que primero tenía que comprarnos una birra a cada una. O. se quedó perplejo, como casi ofendido pero divertido con la situación, aunque definitivamente sorprendido con la pronta complejidad del momento. Sin decir nada fue a buscarnos las cervezas. La roommate me miraba sin poder creerlo y me dijo “qué rápida que sos”. La miré como diciendo “you don’t know me bitch, no sabés de lo que soy capaz”, pero le dije “acabo de volver de un viaje a Tailandia todo pago, te creés que no te voy a conseguir una birra?! Parfavaaaaaaaar”. O. volvió con las birras, le agradecí en noruego (recordaba del viaje a Escandinavia que con decir “Tak” quedabas como una reina en casi cualquier país), le dimos los números, ganamos todos. En un momento pensé en darle números falsos, porque las cosas con El Alemán no eran historia cerrada, y a mí histeriquear por histeriquear no me gusta. Si histeriqueo es porque tengo al menos curiosidad, y si demuestro curiosidad es porque abro una posibilidad a que pase algo. No puedo estar con más de un hombre al mismo tiempo, tampoco. Aunque con El Alemán no eramos novios, ni habíamos jurado amor eterno ni mucho menos, sí habíamos hablado de ser exclusivos, y más allá de no haber pautado un compromiso oficial, a mí no me da la psiquis para salir con dos tipos al mismo tiempo. Una cosa es tener varias historias superficiales sucediendo al mismo tiempo. Pero ya cuando hay una historia siendo forjada, que sea de a uno. Al menos para mí, es mejor así. Pero la verdad es que O. de Noruega me había caído tan bien, que me moría de ganas de volver a vernos los 3 y reírnos un montón, fantaseé por un segundo o dos en volvernos los 3 super amigos y tener una pequeña familia de amigos expatriados. Así que le dimos los números reales. Estaba feliz y nos juró y perjuró que nos llamaría al día siguiente. Él estaba borrachísimo, nosotras muy sobrias. Me divirtió provocarlo un poco y le pregunté si al día siguiente se acordaría de nosotras, de esta conversación y de llamarnos. Ofendidísimo de que lo hubiese cuestionado, me dijo que sí (tiempo más tarde nos confesaría que se puso un recordatorio con alarma en el teléfono para no olvidarse). O. se fue, yo seguí hablando de sexo a los gritos, y en ese momento todos ignorábamos que mi deseo a Santa Yoko estaba volviéndose realidad. No, no digo el de no caer en cana antes de los 30 (me toco la teta izquierda), el otro digo.