En el pasillo le pregunté a una enfermera por la habitación 43. Me indicó la puerta del fondo. Entré sin llamar. Mi padre estaba tapado hasta la nariz, las rodillas levantadas bajo la manta, muerto de frío a pesar de la calefacción. Tenía los ojos irritados, uno más que el otro, como si hubiera dormido con un lado de la cara aplastado contra la almohada.
―Cómo estás ―le dije―, cómo te sentís.
—Bien —respondió con voz apagada.
Lo vi aletargado, tal vez por efecto de los calmantes. Cada tanto los ojos se le perdían detrás de los párpados rugosos. Compartía la habitación con otros dos pacientes. Él ocupaba la cama del medio. A su derecha, del lado de la puerta, un viejo respiraba con dificultad. La camisa medio desabotonada dejaba entrever parte de una cicatriz que le cruzaba la panza. Le habían puesto un pañal del que salían dos piernas lechosas y huesudas. En la otra cama, junto a la ventana, un hombre flaco miraba las palomas disputarse un trozo de pan en el alféizar. Más allá, los pinos se estremecían al viento. Eran las ocho de la mañana, el sol le daba a la atmósfera un matiz cobrizo.
Mi padre asomó una mano por encima de la manta y describió círculos en el aire.
—Haceme un favor, Javier. Levantame un poco el respaldo.
Me acerqué a los pies de la cama. Inclinado, sujeté la manivela que sobresalía por debajo del colchón y la hice girar. La cabecera fue empinándose despacio.
―Así está bien ―murmuró.
Volví a su lado. El televisor, fijado con un soporte a la pared, disparaba mudas imágenes de un desfile de modas. De los cuatro, yo era el único que prestaba alguna atención a las chicas que iban y venían por la pasarela.
Al tipo de las piernas lechosas le colgaba una mano por el borde del colchón. En su muñeca relucía un reloj que seguiría latiendo después que el corazón del viejo se detuviera. No sé por qué me pregunté si yo también terminaría así, tirado en una cama de hospital.
Mi padre tosió y se llevó la mano a la boca. El envase del suero se sacudió. El suero colgaba de un mástil cuya pintura descascarada dejaba al descubierto la escabrosa geografía del óxido. El líquido no bajaba, la pequeña cápsula transparente ligada a la boca del suero —esa especie de clepsidra— mantenía suspendida una gota portentosa y brillante.
Levanté la manta para verificar que la aguja estuviese en su lugar. En efecto, seguía clavada en el brazo de mi padre. Pero en un tramo de la cánula se había estancado una sustancia turbia tirando a marrón. No era otra cosa que sangre, desde luego. Llamé a la enfermera, que no tardó en aparecer. Una cincuentona de expresión dura.
—¿Qué te pasó, Eugenio? —dijo, regulando la chapita de aluminio que hacía presión sobre la manguera.
—No sé, se habrá tapado cuando fui al baño.
—El brazo tenés que dejarlo quietito —la enfermera hizo un gesto de reprobación—. Y cuando vayas al baño me tenés que avisar. Tenés que cuidar tu brazo. ¿O querés que volvamos a pincharte?
La mujer no había podido restablecer el goteo. Estrujó la manguera una y otra vez ―mi padre apretaba los dientes de dolor―, hasta que pudo destaparla. Cuando se retiró, él se encogió de hombros y dijo:
—Si te hacés el rebelde, después te atienden de mala gana.
Se quitó la manta de encima, descubriéndose hasta el pecho. Dejó caer los párpados y se mantuvo así, como dormido, durante unos segundos. Hurgaba acaso detrás de las pupilas, en la intimidad del pensamiento. Volvió a abrir los ojos.
—Anoche vino Mauro —dijo, y con un blando cabeceo señaló hacia la puerta.
—¿Mauro?
—Estaba ahí, en el umbral —continuó—. Lo saludé, le dije: ¿Qué hacés, qué decís? Pero no me respondió. Me sentía cansado y me froté los ojos. Cuando volví a mirar, ya no estaba.
—¿A qué hora fue eso?
—Como a las dos de la mañana, no me acuerdo.
―Es normal que soñemos —dije, y estuve por agregar “que soñemos con los muertos”, pero me contuve.
Mi padre hizo un gesto ambiguo, quizá una afirmación. Nos quedamos en silencio. Habían pasado cuatro años de la muerte de mi hermano. El recuerdo resurgió poderoso y vivaz. Mauro conducía, mi padre ocupaba el asiento del acompañante. Yo iba sentado atrás. Un pibe, un delincuente, se nos cruzó en el camino y nos apuntó. Mauro hundió el pie en el acelerador, quería pasarle por encima, pero el pibe pudo esquivarnos. Tres disparos. Me agaché cubriéndome la cabeza. ¡Me pegaron, me pegaron!, alcanzó Mauro a gritar. El auto trepó a la vereda y se estrelló contra la verja de un chalet. Sacamos a Mauro, lo acostamos en el suelo. Tardé en descubrirle la herida. Un orificio debajo de la axila, apenas un punto oscuro. Ni una gota de sangre.
—No creo que haya sido un sueño.
La voz de mi padre me devolvió al presente. Tuve la impresión de que también él se había demorado en la misma serie de recuerdos.
—Era él —insistió—, era Mauro el que vino anoche.
Mi padre tenía cincuenta y ocho años y parecía de setenta. Después de la desgracia empezaron sus problemas de salud. Iban a operarlo del corazón. “Estoy peleado con Dios ―solía repetir―. Tendría que haber muerto yo. Yo tendría que haber muerto ese día”.
―¿Tenés miedo? ―dije, apoyando mi palma sobre el dorso de su mano.
―Si me muero me voy con Mauro.
―No hables así, papá.
—¿Así cómo?
—Así, sin esperanzas.
―Seamos realistas, Javier. Tengo más olor a cajón que a manzana.
Tardé en entender. Me dolía que se riera de sí mismo como si nada le importase. Decidí cambiar de tema.
―Rocío está embarazada.
―¿En serio? ¿De cuánto?
―Tres meses.
―Tres meses ―dijo, como abstraído―. Te lo tenías guardado, eh.
La noticia lo había animado, le brillaban los ojos. Su primer nieto.
―Todavía no sabemos si es nena o varón —dije.
―Igual estarán barajando nombres, supongo. Nombres de nenas y de nenes.
―Hay tiempo para eso.
―Sí, tenés razón. Tienen tiempo.
Entró la enfermera, la misma de antes. Le quitó el suero y dejó sobre la mesa un camisolín y un frasco de Pervinox. Le explicó que debía bañarse y frotarse el líquido por el pecho. En minutos vendrían a buscarlo para llevarlo al quirófano. A punto de retirarse, la enfermera se volvió para taparle las piernas al viejo de al lado y subirle la mano sobre la cama, en un gesto de humanidad.
Acompañé a mi padre al baño, sosteniéndolo de un codo. Dejé que se cambiara solo y me acerqué a la ventana. Aburrido de las palomas, el hombre flaco me seguía con la mirada, los dedos entrecruzados sobre el abdomen. Apenas una paloma permanecía sobre el alféizar, del otro lado del vidrio, en una franja de luz exánime. Su cuello destilaba reflejos quebradizos: tonos metálicos que iban del violeta al verde.
Al rato entró el camillero. Mi padre salió del baño, vestido con el camisolín. Se acostó en la camilla. Antes de que se lo llevaran le apreté el brazo para transmitirle ánimo. Sonrió con dulzura.
―Gracias, hijo.
¿Me agradecía, qué? Me agradecía como compadeciéndose de mí, como si se hubiera prestado al juego, como si hubiera adivinado que yo no esperaba un hijo.
El camillero empujó la camilla. Caminé un trecho a la par de ellos. A mitad del pasillo me detuve y los vi seguir hacia el ascensor.
―¡Nos vemos en un rato! ―dije, sin encontrar respuesta.
Daniel De Leo
Nací en Buenos Aires, en 1973. Descubrí mi vocación literaria allá por el año 1994. Obtuve premios en concursos de Latinoamérica y España. He publicado notas en el suplemento Cultura del diario Perfil y colaboré como redactor en la revista literaria Axolotl. Soy autor del libro de cuentos Después de la tormenta, premiado por la Fundación Victoria Ocampo. El Fondo Nacional de las Artes me otorgó, en 2011, el tercer premio del Régimen de Fomento a la Producción Literaria Nacional y Estímulo a la Industria Editorial, por mi libro de cuentos Barro nocturno, publicado por Santiago Arcos Editor. Facebook.